lunes, 24 de octubre de 2011

Los que se resisten a morir (decimocuarta entrada)


Cuando comencé a escribir esta historia, dije que en ella aparecerían vampiros. 

No está saliendo como esperaba, pero... quizá, sólo quizá, todos sus personajes tengan algo de vampiro, de parásito que persiste a costa de la esencia y la vida de otras personas.

Incluido, por supuesto, el tumor.

Así nos va, Devan. Sobrevivimos sin conocer el precio.



Su siguiente movimiento tuvo que esperar dos días, el tiempo que tardó en encontrarse suficientemente fuerte como para salir de casa. Su cuerpo se quejaba del tratamiento y Devan empezaba a sospechar que no viviría para terminar las 8 sesiones de quimioterapia previstas, así que salió de su casa en cuanto pudo.

Durante esos dos días había recopilado todas las noticias sobre altercados producidos en bares de la ciudad durante los últimos quince días. Descartó aquellos en los que daban suficiente información como para saber que no se trataba de la pelea entre el viejo y Eliah, y redujo la lista a cinco. La suerte estaba de su parte, ya que se encontraban relativamente cerca unos de otros y podría visitarlos todos la misma tarde, si le daban las fuerzas.

Lo primero que notó fue que había mucha gente por todas partes. Tardó un poco en darse cuenta de que era viernes. No lo había previsto y le molestó, porque sería más difícil preguntar a los camareros y charlar de forma casual con ellos para obtener información. Se imaginaba a sí mismo acodándose en una barra, sacando una foto (que no tenía) y preguntando “¿has visto a este hombre?” mientras deslizaba un billete de 20 hacia el camarero.

Luego pensó que, al fin y al cabo, ni era un policía buscando información ni un detective privado de los que salen en las películas. No tenía que andarse con rodeos ni preocuparse por que descubrieran sus intenciones. Si decía a alguien quién era en realidad Eliah, tenía muchas probabilidades de que

a) no le creyeran
b) le invitaran a otra copa
c) le echaran a patadas por hacerse el gracioso

así que se lo tomó con calma e intentó relajarse. Cuando llegó a la puerta del primer bar de su lista dudó antes de entrar, porque no terminaba de ver claro a dónde podía conducirle encontrar a Eliah.

La duda no duró más que un instante. “Al infierno con todo”, pensó. Entró, se pidió una cerveza, preguntó a los camareros, le contaron que la pelea sobre la que había leído en el periódico había sido entre dos chicos de por allí, de los habituales. No era el lugar que buscaba, así que salió de allí dándoles las gracias.

Sí que ha sido fácil”, pensó. “A por el siguiente”.

En el siguiente lo tuvo mucho más difícil. Era un bar de copas que se había convertido en un referente para la gente joven, formal y bien vestida. Acababan de abrir, y estaba casi vacío.

Pero... ¡vaya mierda de sitio!”, pensó Devan.

La camarera miró su chaqueta de cuero, luego su cabeza afeitada, y luego bajó la vista hasta sus botas de chúpame-la-punta, que habían salido de su caja por primera vez en casi diez años. Se había dado la vuelta para atender a otros clientes que no estaban en la barra antes de que Devan abriera la boca.

Se le presentaron dos opciones. Una de ellas, la más guapa y atractiva, era ponerse chulo, jugar su papel de tipo duro en un bar pijo, preguntar a la gente que había por allí con cara de pocos amigos, y que saliera el sol por donde tuviera que salir.

La otra opción no era tan cool, pero sí tenía un cierto toque interesante y sexy.

Debería dejar de pensar en mis opciones como si fueran mujeres”, pensó. Luego se decidió por la última de ellas y llamó a la camarera con una voz suave y amable.

Perdona —dijo—. Disculpa...

La camarera terminó de secar los vasos, de mirar el ordenador para seleccionar música, de limpiar la barra y de buscar a gente a la que poder atender, y luego ya se dirigió hacia Devan.

¿Qué quieres?

Una cerveza y algo de información. Verás, estoy buscando a un chico que...

La chica se marchó dejándole con la palabra en la boca. Volvió con un botellín abierto de una marca que Devan no conocía, y se lo sirvió en una jarra enorme.

Ocho.

Devan se la quedó mirando mientras sentía que se esfumaba su amabilidad, sus ganas de conversar y la confianza con la que había entrado.

Ocho. Ya. ¿Incluye que me escuches un segundo para ver si me puedes ayudar?

No —respondió ella.

Devan sacó un billete de diez y se lo dio con su mejor sonrisa.

Siento haberte molestado, puedes quedarte la vuelta. Saluda a Eliah de mi parte.

Estaba saliendo por la puerta cuando la camarera salió de la barra y le retuvo suavemente por el brazo.

Oye, espera. Siento haber sido tan... Bueno... No sabía que eras amigo de Eliah.

Devan sonrió, tanto por fuera como por dentro. La segunda opción no había sido tan mala después de todo. Entró de nuevo, se tomó la cerveza y charló un rato con la camarera. Se enteró de que Eliah era un chico joven, atractivo y podrido de dinero, que había aparecido por el bar por primera vez hacía un par de meses. No había tenido ninguna pelea con ningún anciano, eso tenía que haber ocurrido en otro bar. Se había ganado las simpatías de todo el mundo a base de propinas y de invitaciones, y también por el entrañable motivo por el que estaba en la ciudad. Buscaba a su hermana pequeña, que vivía con un tipo mayor que la había engañado y poco menos que secuestrado.

A Devan, cuando escuchó la obvia referencia a Dailyn y confirmó que un espíritu inmortal con instintos homicidas la estaba buscando, se le hizo un pequeño nudo en el estómago. “Será hambre”, pensó, y después de despedirse con la promesa de volver en breve, se fue a cenar algo antes de ir al siguiente bar.

Mientras se tomaba una porción de pizza y una cerveza de lata en un banco, pensó una vez más en lo que estaba haciendo. “Sólo quiero conocer a ese tipo”, se mentía, “para saber si es tan malo como lo pintan”. En un arranque de sinceridad, su subconsciente añadía “y si es así, para asegurarme de que no pueda hacer daño a Dailyn”.

En el tercer bar en el que preguntó se llevó una sorpresa.

Hola Devan –dijo una voz conocida–. No esperaba verte por aquí. Todavía vivo, quiero decir.

Devan suspiró antes de volverse. El tampoco esperaba ver a nadie conocido.

Hola, Andros. Siempre es un placer verte.

¿Por qué mientes cada vez que nos encontramos? –respondió él con una sonrisa. Y Devan sospechó que, a pesar de sus reparos, el chico no era un mal tipo después de todo.

Charlaron un rato y Devan, sorprendido por lo fácilmente que se estaba abriendo a Andros, le contó todo lo que le había ocurrido desde la última vez que se vieron en la fiesta de su casa.

Conozco la historia de Eliah —dijo Andros—, y hace unos días un chico tuvo aquí una pelea con un viejo. Es un tipo al que no había visto nunca hasta hace un par de meses. El chico, no el viejo. Se ha convertido en un habitual, me lo encuentro a menudo, pero no pensé que sería el Eliah de Dailyn. No son buenas noticias. Si Dai es todo amabilidad y dulzura, ese tipo es todo lo contrario. No me daba buena espina y procuraba mantenerme alejado de él... Ahora entiendo por qué. ¿Otra cerveza?

Otra –respondió Devan. –¿Crees que puede ser un peligro para ella? ¿O para la gente que esté con ella? No la veo desde la fiesta y... Bueno, entre nosotros, me preocupa un poco. No es que la necesite a mi lado ni nada de eso, pero sí me gustaría asegurarme de que la va bien.

Claro que es un peligro para Daylin. Puede matarla, a ella y a cualquiera de nosotros. Su esencia reside en el cuerpo de una niña y es muy frágil. Si Eliah diera con ella ahora... Digamos que tardaría mucho tiempo en recuperarse. Si es que llega a hacerlo.

¿Y Zazu no puede defenderla? ¿Tan fuerte es Eliah?

Su cuerpo es el de un ser humano, pero es muy fuerte y muy hábil –dijo Andros.– Todos sus movimientos son precisos hasta la perfección, así que posiblemente sea el tipo más peligroso que existe. Y no te puedes fiar de Zazu, deja sola a Dai muy a menudo... Yo tampoco la he vuelto a ver desde aquel día, pero mi relación con ella siempre ha sido un poco tensa, ya sabes. No la gusta mi forma de vida ni lo que hago para... bueno, para mantenerme fuerte.

¿Y eso? ¿No hacéis lo mismo Néstor y tú?

No del todo, en realidad... Lo único que necesito es alimentarme como cualquier otra persona, ¿sabes? Puedo pasar sin... sin matar a nadie. Pero poco a poco me voy sintiendo más débil, más cansado. Néstor vive con esa debilidad, la acepta y tira con ella. Yo no puedo, no soporto ser tan frágil como... como cuando era normal.

¿Y no puedes, no sé, alimentarte con bolsas de sangre o algo parecido?

Pero tío, ¿qué te crees que soy? –dijo Andros.–¿Un vampiro?

Eh... Sí, eso pensaba. Lo siento, no sé por qué me había dado esa impresión –respondió Devan.

No te preocupes. En realidad tienes razón, ¿sabes? Soy un jodido vampiro, como los de las películas, pero no me alimento de sangre, sino de vida. No necesito tu hemoglobina, sino tu esencia, humano frágil y debilucho –dijo con una amplia sonrisa.

Sus colmillos no eran más grandes de lo habitual, pero por alguna razón a Devan le parecieron más brillantes, más afilados y con más mala leche que el resto de sus dientes. Como ya lo había asumido hacía tiempo, la revelación de Andros no le sorprendió del todo, aunque sintió un escalofrío por todo el cuerpo.

Será frío”, pensó, y después de despedirse y de quedar para verse allí otro día, Devan decidió marcharse a casa. 

miércoles, 19 de octubre de 2011

Los que se resisten a morir (decimotercera entrada)


La vida a veces hace un esfuerzo por volverse interesante. Pero siempre lo hace tarde, la muy perra.

Devan escuchaba atentamente a su compañero durante la segunda sesión de quimioterapia. Le había llamado la atención la cicatriz tan llamativa que le cruzaba el rostro, y le había preguntado por ella. No dudó en hacerlo porque, a esas alturas, todo lo que no aprendiera en el momento tenía muchas posibilidades de no aprenderlo nunca.

Tuve una pelea en un bar. No soy un broncas, no te creas, no me había peleado desde que era joven, y de eso ya hace algún tiempo, pero... Mira, es la tercera vez que me dan quimio, ¿sabes?, y no lo llevo nada bien. No me refiero a la tercera sesión, sino al tercer tratamiento, y no sé si esta vez lo terminaré porque cada vez me sienta peor. Me queda poco. Yo lo sé, los médicos lo saben, y mi familia lo sabe. Pero todos me tratan como si fuera un inútil, un viejo estúpido que no se entera de nada.

Podía ser peor, ¿no? Podían tenerte lástima.

El viejo se rió con ganas, pero la risa se convirtió en un ataque de tos.

Tienes... razón, chaval, tienes razón—prosiguió el desconocido cuando recuperó el habla—. No hay cosa que más me joda que alguien dándome el pésame como si ya estuviera muerto.

Devan asintió con complicidad. La hija de su compañero entró la habitación, que consistía en una cabina abierta con dos camas y dos sillas que permanecían vacías.

Papá, por favor. Que estamos con José María, no digas palabrotas que ya sabes que luego se queda con todas.

El viejo hizo un gesto con la mano, a medio camino entre “sí, vale, no volveré a hacerlo” y “anda y que te jodan”.

La imbécil de mi hija y su nieto —dijo cuando salió de nuevo—. Le protege mucho al niño, ya lo ves. No puede dejar que me vea aquí dentro por si se traumatiza, pero le trae al hospital porque no le quiere dejar solo en casa. Está criando a un meapilas, a ese se lo comen en el colegio con patatas.

Devan pasó un rato entretenido, a veces riéndose a carcajadas, escuchando algunas anécdotas de su compañero y de su hija, con la que no tenía buena relación desde que se casó con un tipo refinado y bien vestido.

Un maricón conservador, ya sabes. De esos cabrones que siempre han vivido bien a costa de los demás. De putas los sábados y a misa los domingos. Y en el fondo suspirando por llevar bragas y una falda.

Desde el pasillo, como la cabina era abierta, se escuchaba con total claridad la conversación.

Así que aquí me tienes, muriéndome de cáncer mientras mi familia espera fuera a ver si la palmo y heredan de una puta vez —el hombre bajó la voz antes de seguir—. Ya verás la sorpresa que se van a llevar cuando vean que me lo he fundido todo y que he hipotecado mi casa.

¿Y eso? ¿Tenías mucho dinero?

Tampoco era millonario, pero trabajé duro y tuve mucha suerte. Le di una buena vida a mi esposa, que en paz descanse, y sacamos adelante a dos buenas hijas. Lástima que una de ellas nos salió repollo, es ésa que espera ahí fuera. Dio el braguetazo con un imbécil y no ha trabajado en su vida. Ahora las cosas le van mal a su marido y espera a que su viejo le resuelva la vida cuando muera. Pero su viejo se lo ha gastado todo. Llevo años viviendo en una residencia porque me negaba a ser una carga para nadie. Me lo podía permitir, ¿no? Así que hipotequé mi piso, que está alquilado, y vivo como un marqués rodeado de enfermeras bonitas que me atienden cuando tengo un mal día.

¿Y tu nieto? ¿No le dejas nada a él?

Le dejo mi carácter, que lo habrá heredado si tiene suerte. Le hará falta si, además de eso, también le he legado mi propensión al cáncer.

Devan guardó silencio mientras el viejo se pegaba con sus sentimientos. Era un hombre duro. La enfermedad le había adelgazado, pero se notaba fuerza y nervio en sus brazos, que se tensaban involuntariamente cuando hablaba de su hija.

Todos tenemos nuestros demonios”, pensó Devan. Y se permitió desvariar un poco, mientras su compañero seguía perdido en sus pensamientos.

DEMONIOS QUE NOS ACECHAN CUANDO ENVEJECEMOS (O CUANDO VAMOS A MORIR)

La familia.
Los amigos.
La religión.: Cuando la muerte nos ronda, creer que hay algo después de la vida supone la diferencia entre tener miedo y no tenerlo.

Ese hombre no tenía fe. Tampoco sentía miedo, pero no había necesitado de la ayuda de los dioses para conseguirlo. Devan sintió una repentina admiración por él.

Su tratamiento era muy agresivo y las sesiones más largas, por lo que el viejo terminó antes que él. Cuando estaba recogiendo sus cosas, Devan, que seguía tumbado en la cama con dos bolsas de medicinas vaciándose en su cuerpo, sintió que se le estaba escapando una información importante.

Perdona, pero no puedes irte sin contarme toda la historia —dijo.

¿A qué te refieres?

Me has dicho que tuviste una pelea en un bar, pero no por qué te peleaste.

El viejo mostró una sonrisa torcida, de esas que lucen las personas que han pillado la ironía a la vida.

Has estado atento, chaval. Me metí en una pelea para defender a una mujer. Qué típico, ¿verdad? Un chico la estaba incomodando, y le dije que la dejara en paz. No lo hizo, me puse en medio y me abrió la cabeza con una botella.

Vaya —respondió Devan—. Espero que al menos sirviera de algo.

Eso creo, vi a la chica salir corriendo antes de desmayarme, así que al menos la conseguí algo de tiempo... Bueno, chaval, un placer conocerte.

¿Y el tipo? —dijo Devan, repentinamente intranquilo—¿Le hiciste algo?

No lo sé, pero creo que me enteraré ahora. Ya te contaré, si nos volvemos a encontrar.

El hombre le saludó con la mano, cuando se encontraba ya de espaldas y saliendo de la cabina. Devan le devolvió el saludo silencioso, sin caer en la cuenta de que no podía verle.

Entonces tuvo un instante de claridad. Por un momento vio desde fuera el cuadro del que formaba parte, como si se hubiera elevado una dimensión y pudiera ver todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Se levantó corriendo, agarró las bolsas de suero y el tratamiento y salió al pasillo.

¡Eh! —gritó—. ¡Espera un segundo!

El viejo estaba hablando con dos hombres trajeados que Devan no había visto hasta ese momento. Cuando se volvió llevaba puestas unas esposas, y los hombres le sujetaban ligeramente por los codos.

No alces la voz, chico, que estás en un hospital. ¿Qué es lo que quieres?

El tipo con el que te pegaste, ¿qué estaba haciendo exactamente?

Discutía con una chica. La había confundido con otra persona y se puso violento al ver que se había equivocado. Debía estar buscando a su novia, o a su hermana, o algo parecido.

¿Sabes cómo se llama? ¿Dónde está ahora?

Dijo que se llamaba Eliah. Dicen que sigue vivo por poco, así que ahora estos señores tienen que decidir si soy un peligro para estar suelto.

El hombre se dio la vuelta, custodiado firmemente por los dos policías de paisano. Devan comprendió por qué se encontraba allí su hija con su nieto: Quizá era la última vez que podían verlo fuera de la cárcel, o al menos andando por su propio pie. Si lo soltaban, sería cuando el cáncer lo tuviera acorralado.

¡Viejo! —gritó de nuevo—. ¡Hiciste lo correcto, así que no te preocupes y muere tranquilo!

El viejo se rio con ganas, pero un médico le llamó la atención y varias personas le miraron con asombro y un profundo desprecio.

Devan se dio cuenta de que su nuevo amigo se reía sin toser. “Que me desprecie el mundo entero”, pensó. “Me quedo con la risa de este hombre”.

lunes, 17 de octubre de 2011

LOS QUE SE RESISTEN A MORIR (duodécima entrada)


Gracias por tu paciencia. 

Llevo un tiempo dándole vueltas a la historia, pensando "esta entrada no es buena" o "esta parte debería contarla de otro modo", y me he dado cuenta de que he perdido la intención con la que comencé a escribirla. 

Quería desahogarme. Quería escribir algo rápido, ágil, sin darle muchas vueltas y dejándome llevar. Cuando lo termine ya tendré tiempo de revisarlo todo y de pulirlo, pero de momento, lo que tengo que hacer es continuar.

Y eso estoy haciendo. Esta misma semana colgaré otra entrada. Ya que a Devan le queda poco tiempo, lo menos que puedo hacer es escribir sobre él lo más rápido que pueda. 




Al día siguiente, Devan se levantó con el maullido de Sopa en la puerta de la cocina. Se dirigió hasta allí, arrastrando los pies y con una ligera sensación de opresión en la cabeza. Abrió el frigorífico, bebió un largo trago de agua muy fría que hizo que la cabeza le doliera aún más, y dio una loncha entera de jamón cocido a la gata, que ya empezaba a mostrar su impaciencia.

El salón estaba vacío. Devan se quedó de pie, en la puerta, mirando el sofá. Sobre el cabecero reposaba, bien doblada, la manta con la que se tapaba la niña por las noches. La mesa se encontraba recogida y limpia, los cedés de música en sus cajas y el suelo barrido. Dailyn había limpiado la noche anterior, antes de irse con Zazu.

Se preguntó dónde se encontraría. Si había aprendido algo de ella en los días que habían pasado juntos, habría dormido en casa de alguno de sus amigos, posiblemente con Néstor y Andros, aunque le daba la sensación de que Néstor y Zazu no se llevarían muy bien. Entre los dos tenían un ego que no cabía en una única habitación.

A pesar de que era algo parecido a una diosa, y de que Zazu tampoco era un ser humano, sabía que había leyes que ni siquiera ellos podían esquivar. Tenían un cuerpo humano al que vestir, alimentar y cuidar, y de un modo u otro no podían desentenderse de esa obligación. El cuerpo les permitía pasear por el mundo y hablar con las personas, saborear un buen vino y disfrutar del calor del sol sobre la piel, pero a cambio pasaban frío por las noches, se despertaban con hambre por las mañanas y sentían miedo de la oscuridad.

Devan se dio cuenta de que sabía mucho sobre cómo funcionaba el mundo con ellos dentro, mucho más que la mayoría de la gente, incluidos físicos, filósofos y teólogos. También se dio cuenta de que no le importaba demasiado, de que el vacío del sofá era mucho mayor que el de la ignorancia. De no haber querido saber, quizá habría podido disfrutar más tiempo de la compañía de Dailyn. El conocimiento, sin embargo, no tiene marcha atrás.

La ignorancia —dijo en voz alta imitando la voz de Cifra, el traidor de Matrix—, es la felicidad.

Nunca le había prestado demasiada atención a esa frase. De haberlo hecho, probablemente no habría querido hacerse los análisis que le dieron la mala noticia y el cáncer ya lo habría matado.

Por la tarde se hizo un análisis de sangre y le dieron cita para su primera sesión de quimioterapia.

Se ajustó al ritmo de vivir solo de nuevo. Se acostaba y se levantaba más tarde, comía peor, ya que le apetecía menos cocinar, y perdía el tiempo viendo viejas comedias en la tele que no le hacían reír. La casa, eso sí, siempre se encontraba limpia y recogida. La razón bailaba entre que Dailyn podía aparecer de nuevo y quería demostrarla que podía cuidar de sí mismo, y que en cualquier momento el tumor podía atacar una zona vital de su cerebro. Si perdía de forma repentina la facultad de manejarse por sí mismo, no lo encontrarían tirado entre basura y suciedad.

Acudió a la primera sesión de quimio algo nervioso. “¿Me dolerá?” era la pregunta que se hacían todos la primera vez. No importaba lo que dijeran los médicos o los demás pacientes, había que pasar por ello. Se tumbó en una cama bastante cómoda, le cogieron una vía y le colocaron un goteo. Estuvo allí tumbado casi dos horas, leyendo una revista, aburrido casi, mientras comprobaba que, efectivamente, no le dolía nada, y que en realidad no era para tanto.

Puede que esta tarde o mañana tengas náuseas —le había dicho el médico—, pero no serán muy fuertes, los efectos secundarios en las primeras sesiones no se notan tanto.

Hay gente que lo pasa muy mal desde la primera sesión, ¿no? —había respondido él, nada convencido.

Cada paciente es diferente, y las dosis y los tratamientos también son específicos en cada sesión, así que no te fíes de las experiencias de los demás. Ya me contarás dentro de tres semanas.

Salió de allí andando, algo mareado pero contento. “Esta es la famosa quimioterapia”, pensaba cuando volvía hacia su casa, “pues la primera sesión no ha sido para tanto”. Sin embargo, por la tarde aparecieron las náuseas y no pudo retener nada en el estómago. Pasó el resto del día mareado en el sofá y vomitando en el baño. La noche no fue mucho mejor.

Al día siguiente se levantó cansado, pero con apetito y con el estómago asentado. Comió algo ligero y salió a pasear para que le diera el aire. Echaba de menos la compañía de Dailyn, pero no sentía la necesidad de hablar con nadie. Incluso había pensado acudir a algún grupo de ayuda, de los que prestan atención psicológica a enfermos terminales, y decirles “Fijaos en mí, voy a morir dentro de poco y sé que no es importante excepto para unas pocas personas. Vuestra vida continuará, igual que cuando vosotros muráis, la vida del resto del mundo seguirá su curso”. Por alguna razón le parecía una idea alentadora. “Siempre amanece”, solía decir Dailyn cuando él se ponía pesimista. Se prometió que, cuando acudiera a la segunda sesión de quimio, se acercaría a hablar con alguien. Porque Dailyn había marchado, pero la vida seguía.

Comió en su casa, por si acaso volvían a marearse. Realizó algunas consultas por internet y llamó a un amigo al que hacía años que no veía. Cuando se acostó esa noche, se sintió orgulloso de las decisiones que estaba tomando.

Se levantó descansado, fuerte y animado. Nada más vestirse, se acercó hasta la estación de autobuses y sacó un billete de ida y vuelta a la ciudad que lo había visto crecer, donde vivía el único de sus amigos del pasado al que le quería contar su experiencia con Dailyn. Desayunó leyendo el periódico, para hacer tiempo, y vomitó hasta el vaso de agua que había bebido nada más levantarse. Ya empezaba a acostumbrarse a vivir con nauseas. “Esto es como un embarazo”, había bromeado en la fiesta de su casa con los vecinos, “tengo un montón de células que se reproducen de forma incontrolada, y dentro de unos meses mi vida cambiará para siempre”. En su momento le había parecido gracioso, pero estaba empezando a sospechar que su malestar no estaba producido únicamente por la quimio. El tumor seguía creciendo.

Se lo tomó con resignación, porque no tenía otra opción. Se limpió bien, se enjuagó la boca con un elixir para quitarse el mal sabor, y se relajó en el autobús con un libro que había empezado la noche anterior, Sivainvi, que narraba la historia de un hombre convencido de que había contactado con una entidad divina. La lectura exigía toda su atención y le obligaba a centrarse y a no divagar. El tiempo pasó volando.

El autobús llegó a su destino más tarde de lo previsto. Se había citado en la única cafetería de la estación. Nada más cruzar la puerta, vio a su amigo, de espaldas, sentado en una mesa junto a una ventana. Miraba a través de ella, sin ver, como si al otro lado, en vez de una ruidosa terminal repleta de vehículos y gente, hubiera un prado con vacas pastando.

Hola, Salem —le dijo al acercarse.

¿Pero qué...?

Nadie te llamaba así desde hace mucho tiempo, ¿verdad? Llámame Devan, últimamente todo el mundo lo hace así y le voy cogiendo el gusto.

Salem, que obviamente no estaba acostumbrado a ese apodo de su adolescencia, se levantó despacio y, aunque se veía que tampoco estaba acostumbrado a hacerlo, le dio un abrazo a Devan.

Tío, no sabes cuánto lo siento, lo siento muchísimo, joder.

Bueno, ahora ya lo sé —respondió él con una sonrisa—. Pero no lo sientas por mí, que no me gusta. Cuando te cuente todo lo que te tengo que contar, ni te acordarás de mi cáncer.

Se sentaron, Devan pidió una infusión y algo suave de comer, y durante dos horas estuvo hablando sin que Salem le interrumpiera ni una sola vez. Le habló de Dailyn, de sus amigos, de Zazu y de la historia que éste le había contado. También le habló de sus miedos, de sus decisiones y de su esperanza de vida. Cuando terminó, se sintió como si se hubiera quitado de encima un peso enorme, aunque no sabía bien si por haber compartido la historia de Dailyn o la de su enfermedad. Aceptar y compartir las dos experiencias era algo a lo que tenía que enfrentarse antes o después, y se alegraba de haberlo hecho de una sola vez. “Ya es oficial”, pensó. “Dailyn me ha visitado y voy a morir”. Entonces, y sólo entonces, se dio cuenta de que por la cara de su amigo resbalaba una lágrima.

Estás llorando —dijo.

¿Tú no lo harías? Me dices que Dailyn era real, que lo sigue siendo, y que te vas a morir —respondió él. Y comenzó a hablar, a contar su historia y todo lo que le había ocurrido desde que habían perdido contacto.

Su vida no había sido placentera. Se había casado y se había divorciado. Vivía de alquiler en un piso pequeño mientras contribuía al mantenimiento de una hija a la que apenas veía.

No te confundas, Devan —aclaró—. No es el típico lamento de divorciado, adoro a mi exmujer y a mi niña, y si no la veo más es por falta de tiempo, no porque su madre se niegue a que pasemos más tiempo juntos. Ella se ha vuelto a casar y su marido es un buen tipo, que las quiere a las dos y que las trata bien. Simplemente no funcionó, igual que no me ha funcionado nunca. No sé qué es lo que espero de una relación pero no lo encuentro, me encierro en mí mismo y la gente acaba cansándose de mí, y a veces creo que voy a vivir siempre solo, ¿comprendes?

Claro que te comprendo. Quieres una relación que le dé sentido a tu vida. Buscas dioses y sólo encuentras personas. Esperas respuestas y sólo encuentras más preguntas. Yo no he sido capaz de ser feliz, feliz de verdad, hasta hace muy poco. Pero, ¿sabes una cosa? No ha sido Dailyn quien me ha traído la felicidad. Ha sido el cáncer.

¿Perdón?

Es una cuestión de aceptación, Salem. Ser consciente de que voy a morir, de que el mundo va a seguir girando cuando yo me vaya, de que Dailyn seguirá existiendo independientemente de que lo haga yo... Para Daylin yo ya estaba muerto, ¿no lo entiendes? Ella ve el tiempo desde fuera. Yo siempre estaré vivo en este momento, y ya he muerto hace mucho si me observas desde el futuro. Todos estamos ya muertos y el mundo sigue existiendo, igual que existía antes de que naciéramos. ¿Ves a dónde quiero llegar?

Si me vas a decir que te has hecho de una secta —dijo Salem con una sonrisa—, no quiero saber nada.

No, coño. Lo que quiero decirte es que voy a morir y que el tiempo que he pasado con Dailyn me ha hecho valorar la importancia de la vida, la que tiene, ni más ni menos. ¿Por qué se ha presentado frente a mí y no frente a ninguno de vosotros?

¿Porque estás como una cabra?

Porque yo nunca quise matar a nadie para demostrar mi amor por ella. Porque ella es vida y es necesaria, igual que Eliah es muerte y es necesario. Y yo soy el único que podía comprenderlo.

Salem guardó silencio mientras pensaba.

Yo la amaba tanto como tú —le dijo a Devan—, tanto como todos los demás.

Lo sé, Salem, pero la amabas tanto que estabas dispuesto a morir y a matar por ella, y eso nos alejaba de sus misma esencia. Dailyn no se mostró ante mí hasta que no acepté que iba a morir en breve. Creo que buscaba alguien que no la tomara demasiado en serio, que se limitara a aceptarla como lo que es, con sus virtudes y sus defectos. Si valoras la vida más de lo necesario, acabas haciendo cosas que no debes por conservarla.

Guardaron silencio durante un largo rato. Devan pidió dos cervezas (una sin alcohol), y cuando se las trajeron propuso un brindis.

Por Dailyn, y por todo lo que nos hace sentir.

Por Dailyn y por nosotros, joder —respondió Salem —. Hablamos de la diosa de la vida y la creación, tan mal no lo hicimos si llegamos a conocerla. Aunque fuera en sueños.

Devan sonrió. Le gustaba esa actitud. Pero por dentro, en lo más profundo, sabía que su amigo no comprendía lo que le estaba contando. Ella no se rodeaba de gente que se resistía a morir, sino de gente que aceptaba su mortalidad. “Hasta que no vayas a morir, Salem”, pensó, “no conocerás a Dailyn, y eso si tienes suerte”. Pero no le dijo nada. 

miércoles, 5 de octubre de 2011

Los que se resisten a morir (undécima entrada)

 La historia se perfila, los dioses demuestran ser más humanos de lo que ellos mismos quieren creer, y Devan se prepara para hacer frente al resto de su vida como siempre supo que lo haría, como siempre lo hacemos todos aunque creamos que no es así: solo.

Tenía ganas de escribir esta parte, porque no todos los días puede uno replicarle a los dioses, a las grandes respuestas y al conocimiento universal. Hay momentos, cuando todo se nos antoja inútil, en los que uno necesita creer únicamente en su propia arrogancia. 


Tengo que releer toda la historia y adaptar el ritmo a una lectura diferente a la de un blog, que es un poco caótica y avanza a saltos. Cuando esté completa la revisaré y la colgaré en un único archivo para que puedas disponer de ella con más comodidad, en diferentes formatos y estructurada como es debido. Dentro de unas pocas entradas, creo.



LA HISTORIA DEL ANGEL, LA DIOSA Y LOS CONDENADOS A MUERTE

Durante casi dos horas, Zazu se explayó a gusto. Habló de física y metafísica, de relatividad y de religión. Le contó a Devan todo aquello que él siempre había querido preguntarle a Dailyn, o que había preguntado sin obtener una respuesta clara a cambio. Empezó escuchando muy atentamente y con interés, pero al cabo de un tiempo ocurrió un hecho curioso.

Dejó de importarle.

Ver a la muerte de cerca cambia muchas cosas. Una de ellas es cómo nos enfrentamos al mundo y a la adversidad. Aprendemos a darle importancia a detalles que antes pasábamos por alto, y al revés. También se desarrolla un fuerte interés, a veces religioso, por saber lo que nos deparará el futuro.

¿Qué hay después de la muerte? A esa pregunta estaba respondiendo Zazu cuando Devan pasó a formar parte de una pequeña minoría de personas que, sabiendo que van a morir en breve, no les importa lo que haya después. Simplemente pasan de todo, y lo único que quieren es vivir bien. Aceptan que la vida no durará para siempre y lo hacen sin resignación ni lástima. Son de esas personas que sonríen de forma despectiva, apagan el cigarrillo con el pie y se marchan caminando lentamente hacia el sol poniente. Es una forma muy útil de enfrentarse a un futuro que, lo conozcas o no, te va a alcanzar igualmente.

Así que, mientras Zazu se esforzaba en expresar con palabras una compleja estructura de la existencia, Devan reinterpretaba lo que escuchaba para que realmente le sirviera de algo. Para entender a Dailyn, que era lo único que a esas alturas le importaba.

Zazu era un pez gordo, un tipo importante, de los que los tipos aún mas importantes utilizan para arreglar las cosas. Tan pronto lo enviaban a una empresa para reorganizar al personal, cortar algunas cabezas y generar beneficios, como le habilitaban un despacho junto a un gabinete de gobierno, para que asesorara a los políticos antes de que tomaran ninguna decisión. Viajaba mucho, y en sus viajes siempre le acompañaba Dailyn, porque ella era muy jovencita y tenía que mucho que aprender.

Al principio todo iba bien, ella se adaptaba muy bien en cada traslado, hacía amigos y conocía diferentes tipos de personas, y él se iba haciendo más importante y ganando cada vez más y más dinero. Pero en una ocasión, en un pueblo de mala muerte, las cosas se torcieron.

Zazu estaba allí para controlar la construcción de una fábrica nueva. No era un gran proyecto, ni era novedoso ni contaría con equipamiento moderno, pero alguien tenía que hacerlo. Y allí fue donde Dailyn hizo malas amistades.

Tenía un nombre difícil de pronunciar, y para abreviar lo llamaban Eliah. Era un muchacho joven, apenas mayor que Dailyn. Se cayeron bien desde el momento en el que se conocieron, y comenzaron a pasar mucho tiempo juntos.

Eliah era un chico tímido y reservado, hijo de otro pez gordo igual que Zazu. Un día, Dailyn le sorprendió diseccionando a un ratón. “Es para el colegio”, la dijo. “Nos han dicho que tenemos que mirar lo que llevan dentro todos los seres vivos”. Y ella no le creyó.

No fue la única vez, por supuesto, y con el tiempo él dejó de mentirla y de ocultarse. Ella vio crecer su curiosidad y, con ella, el ansia por ver morir algo que estuviera vivo, como una adicción, una necesidad fuertemente arraigada en lo más profundo de su carácter.

Ella se asustó.

Me das miedo —le dijo en una ocasión.

Tú a mí también —respondió él. Y Dailyn no supo qué decir.

Le pidió a Zazu que se marcharan de ese pueblo, pero ya era demasiado tarde. Eliah sabía cómo olía ella, y podía olfatear su rastro fuera donde fuera. Desde aquel momento se dedicó a seguirla, moviéndose despacio pero sin detenerse nunca, y Dailyn aprendió a no quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar, porque antes o después aparecía él, siempre siguiendo sus pasos, siempre husmeando a su alrededor, y su ansia y su miedo crecían cada vez que se encontraban. El dinero y los socios de Zazu no podían detenerle, porque Eliah se encontraba igual de bien relacionado que él. Todos aquellos que tenían contacto con Dailyn se impregnaban de su esencia, y él las encontraba, uno a uno, y uno por uno les arrancaba la vida, a veces a pedacitos y a veces de un tirón fuerte y rápido, como se arranca la piel a un animal muerto.

Dailyn dejó de viajar con Zazu. Sus movimientos se convirtieron en erráticos, menos predecibles pero también más lentos e inseguros. Vivían en los mismos lugares pero se movían por separado, para que resultara más difícil encontrarla. En uno de sus viajes conoció a Devan, un adolescente que la llamaba desde la oscuridad de su cuarto, como si encendiera una emisora de onda corta y preguntara “¿Estás ahí, Dailyn?”. Y ella, que nunca había conocido a nadie que la buscara sin que ella se hubiera dado a conocer previamente, sintió curiosidad y se acercó a él.

Fueron buenos tiempos. Estableció un fuerte vínculo con algunas personas, pero nunca de frente, nunca dejándose ver, nunca demasiado cerca. Tenía miedo de Eliah, de que se presentara ante ella con su mirada tímida y nerviosa, diciéndola “me sigues dando miedo”, mientras de sus manos colgaba la vida de Devan, gastada e inútil. Estaba convencida de que eso es lo que ocurriría si se daba a conocer.

Un día la dijeron que Eliah la había encontrado y decidió marcharse, lejos, sin despedirse y sin correr riesgos. Sabía que sus amigos no lo entenderían.

Al cabo de un tiempo supo que Devan había desarrollado un cáncer y que iba a morir, y pensó que, en realidad, bien podía darle una sorpresa. Se lo merecía, ¿no?


Zazu había terminado de hablar hacía ya un buen rato, pero Devan no se había dado cuenta. Dailyn guardaba silencio, sentada en un rincón de la habitación con Sopa entre sus brazos. No quería intervenir en esa conversación.

¿Y bien? —dijo finalmente Zazu—. ¿Qué opinas, Devan? ¿Tienes algo que decir?

Devan se terminó la cerveza, despacio, para ganar unos segundos más de tiempo. Los sentimientos desfilaban ante su corazón como modelos en una pasarela, todos atractivos y vestidos a la última, pero con ropas imposibles de llevar en el mundo real. Al final se decidió por el más bajito, feo y extravagante de todos ellos: el desprecio.

Se levantó y, en silencio, cogió una chaqueta. Era noche cerrada y en la calle haría frío.

¿Qué es lo que opino, Zazu? Opino que te has montado una historia de cojones. Que faltaste a tu palabra y que me has contado toda tu vida para evitar decirme que lo sientes. Opino que cometiste un error de cálculo con Eliah, que te niegas a aceptarlo y que lo estás pagando desde entonces. Y que yo no os he pedido nunca una explicación.

Sí lo has hecho.

Os he pedido una disculpa y no habéis tenido valor para dármela. Detesto a la gente que se excusa.

Zazu se levantó, visiblemente ofendido. A Devan le pareció que era más grande, más corpulento y fuerte de lo que parecía cuando estaba sentado.

No te atrevas a volver a insultarme. He venido aquí libremente a ofrecerte una explicación que no tengo por qué darte.

¿Y qué harás si vuelvo a insultarte, Zazu? ¿Pegarme? ¿Matarme? No hay nada que puedas quitarme, no te tengo miedo. Pero sí siento por ti un profundo desprecio. Sabías que Eliah podía aparecer, pero nunca dijiste nada, ni Dailyn ni tú. Me da igual quien sea él o lo que pueda hacer, me da igual si es una alegoría del diablo, de la crueldad del hombre o si es un espíritu que disfruta haciendo daño. No nos dijiste nada porque no querías reconocer que te daba miedo. Eres un cobarde, Zazu. Eres un cobarde, tú y todos los de tu especie, que nos tratáis como a niños pero no tenéis valor para enfrentaros a nosotros.

Por un instante, pareció que Zazu iba a abalanzarse sobre Devan. Estaba alterado, con el rostro rojo y congestionado, y le temblaban las manos de pura rabia.

No quiero saber nada de espíritus o de dioses —continuó Devan—, no sois mejores que las personas. Me voy a dar un paseo, y cuando vuelva no quiero que estés aquí. No quiero volver a verte nunca.

Estaba abriendo la puerta de casa cuando Dailyn se acercó corriendo hasta él.

¡Devan! ¿Y yo? ¿Qué ocurre conmigo?

Se detuvo, contuvo un suspiro y tardó un instante en volverse. Cuando lo hizo, apretó los labios y cerró fuerte la mandíbula para que la niña no viera que temblaba. Pasó un dedo por su cara, con delicadeza, casi sin rozarla, como si acariciara a un recuerdo.

Tú ya no me debes nada y yo te perdoné hace tiempo —dijo con suavidad. Apenas le temblaba la voz—. Puedes irte si quieres, ya encontraré a alguien que cuide de Sopa. Gracias por haber venido, gracias de verdad. Por los momentos que hemos pasado juntos y por recordarme lo que es mi vida. Ya no me resisto a morir, Dailyn. Ya no tengo miedo.

Se marchó sin cerrar la puerta. Según se alejaba escuchó un pequeño maullido de Sopa, que se había encontrado la puerta de la habitación cerrada y quería irse a dormir, un murmullo airado de Zazu, del que sólo entendió las palabras “arrogante” y “cabrón”, y un pequeño sollozo de Dailyn. Salió con intención de dar un paseo de una hora más o menos. Estaba convencido de que, cuando volviera a su casa, ella ya no estaría allí.

No se equivocó.