lunes, 26 de diciembre de 2011

LOS QUE SE RESISTEN A MORIR (decimooctava y última entrada)


La historia está terminada. Falta retocarla, adaptarla a un ritmo más adecuado (diferente al que imponen las entradas de un blog), pulir algunos detalles y ese tipo de cosas. 

En breve colgaré un archivo con el texto completo en diferentes formatos, para facilitar su lectura. 

He aprendido mucho escribiéndola, tanto sobre cómo escribir como sobre mí mismo. Creo que ahora tengo un poco más claro cómo contar las historias que quiero contar...

Gracias por leerme. 




Lo primero que hizo fue echar un vistazo a todo el bar, con detalle, como si tuviera que cerrar los ojos y hacer una descripción detallada de todas las personas que había en él. No le costó mucho porque estaba medio vacío.

Camareros detrás de la barra. Dos. Dailyn a su lado. Un tipo al que casi no veía dándose el filete con una chica en un rincón. Una mesa junto a un asiento acolchado, y en él, tomando una cerveza tranquilamente, un chico que no tendría más de 18 años con una mirada fría, perversa, de anciano cabrón capaz de cualquier cosa. En un instante, que en su mente duró una eternidad, tomó una serie de decisiones y ordenó sus prioridades. “Aquí y ahora comienza mi vida”, pensó.

Eliah, supongo —dijo, acercándose al chico y colocándose delante de Dailyn.

Tú eres el que supones —respondió el chico—. Así me llaman, sí. Pero eso ya lo sabes, joder.

¿Me das tu palabra de que, si nos sentamos Dailyn y yo a la mesa contigo, no nos atacarás ni harás que nadie nos ataque?

Eliah se lo quedó mirando con una expresión extraña. Se notaba que no estaba acostumbrado a tratar con gente que supiera quién era realmente y que no lo temiera. Devan miró a Dailyn, y ella le devolvió una mirada divertida, una mezcla extraña entre orgullo y felicidad. Para encontrarse tan cerca de quien se suponía que quería matarla, parecía muy tranquila.

Qué frase tan rebuscada —dijo Eliah— . No quieres dejar nada al azar, ¿eh? Vale, acepto. Mientras estéis sentados en esta mesa, no os dañaré a ninguno de los dos ni permitiré que nadie lo haga.

Eso pareció convencer a Devan, que se sentó justo en el momento en el que un camarero traía una cerveza y una coca cola. Eliah comprendió que Devan había anticipado su respuesta y había pedido en la barra antes de acercarse a él. No le gustó.

¿Y bien?

Quiero respuestas, chaval —dijo Devan— sin tonterías, sin metáforas y sin irte por las ramas. Quiero que me expliques tu relación con Dailyn y por qué la sigues. Y entonces decidiré lo que hago contigo.

Dailyn, que ya estaba acostumbrada a que Devan tratara a dioses e inmortales con la chulería de un macarra de barrio, no se sorprendió, aunque sí se preocupó un poco por la reacción de Eliah, que parecía estar haciendo un auténtico esfuerzo por controlarse. Las manos le temblaban ligeramente.

Me... me tratarás con el respeto que merezco, maldito seas. No tolero que nadie me hable así. Day, deberías haberle advertido.

Bla, bla, bla —dijo Devan moviendo la mano según hablaba, con un gesto burlón—. Eres igual que Zazu, joder, qué pagados estáis de vosotros mismos. Canta, pajarito, canta, que si lo haces bien a lo mejor te ganas mi respeto.

Eliah parecía que iba a explotar. El camarero interrumpió la escena al traer un plato de aceitunas y unos tenedores, y eso dio unos segundos a Eliah para tranquilizarse. Dailyn apretó el brazo de Devan para que guardara silencio, y sólo ella pareció notar que el hombre del fondo, el que se escondía detrás de los labios de una chica, durante un momento se quedó completamente quiero, atento a las reacciones de todo el mundo. Luego Eliah comenzó a hablar, y el hombre volvió a lo suyo.

Te he echado de menos, Dailyn —dijo—. No sabes lo duro que se me hace cada instante que paso lejos de ti. Llevo tanto tiempo buscándote, tanto tiempo...

¿Y ahora que estás cerca de ella? —dijo Devan, interrumpiendo.

Ahora que por fin la he alcanzado, me la llevaré, la abrazaré y me calentaré con su luz hasta que se extinga. Por fin eres mía.

Devan miraba a Daylin sin comprender por qué mantenía una ligera sonrisa. Parecía que no la importaban las amenazas de Eliah, como si se sintiera perfectamente segura. Devan tuvo una corazonada y sintió un escalofrío.

Day —dijo—, tú esto ya lo sabías. Has venido a este bar sabiendo que Eliah estaba aquí, y podías haberte escapado cuando hubieras querido.

Podría haberme escapado, Devan —dijo ella con una gran sonrisa—, pero entonces ¿cómo habrías podido cuidar de mí? Estoy aquí porque te quiero.

Esas fueron las últimas palabras que escuchó Devan en vida.

En su cabeza, en lo más profundo de su mente, rozando su espíritu torturado y confundido, el mundo estalló en mil pedazos. Porque toda su vida, cada segundo de su existencia desde el momento de su nacimiento, le había conducido a ese preciso momento. Daylin le acarició el cuello con las yemas de los dedos, y su roce fue el de la mujer que despide al marido que marcha a la guerra, la princesa que acepta una rosa roja en un torneo, la musa que inspira la pluma de un escritor que no tiene fuerzas para contar su historia.

Podría haber escapado, pero arriesgaba su vida inmortal para darle a Devan una oportunidad de defenderla, de demostrar su amor, de darlo todo por ella. Devan nunca había tenido una pelea por defender a nadie, ni se había enfrentado a otros hombres por el amor de una mujer, y nunca se había arrepentido de ello. Esta ocasión era diferente. Dailyn era la razón de su existencia. Su vida había cobrado un sentido que jamás, desde que perdió la fe en su adolescencia, pensó que podría alcanzar.

A Devan le sobrevino un dolor de cabeza tan intenso que lo cegó, como si un martillo hubiera hundido hasta lo más profundo un clavo afilado en cada uno de sus ojos. La presión era tan intensa que las lágrimas no fluían, porque todo su cuerpo se había paralizado. Poco a poco comenzó a ver de nuevo y se dio cuenta de que el dolor no era físico, sino emocional. Su alma gritaba tan alto que no podía escuchar nada más. Algo debía ocurrirle también a su cuerpo, porque los clientes del bar se habían levantado de sus mesas y se acercaban a él con expresión preocupada. El tiempo se agotaba.

Eliah —dijo con una voz que le sonó muy grave, como si el tiempo se hubiera ralentizado —hoy no es el día. Hoy no vas a tocar a Dailyn, tú... tú quieres matarla y ella quiere que viváis los dos. Tú rompes el equilibrio, Eliah, y... no... voy a consentirlo. Mi deber es detenerte.

Eliah se levantó de un salto y cogió el botellín de cerveza que tenía a su lado. Devan estaba preparado. No era tan rápido ni tan fuerte, pero el tiempo había dejado de tener importancia para él.

La gente se movía a cámara lenta a su alrededor. Notó unas gotas de sangre que le resbalaban desde los oídos, probablemente acababa de sufrir algún tipo de lesión interna. Sentía la piel caliente, muy caliente, le abrasaba como si estuviera metido en un horno. No tenía tiempo para esquivar a su agresor. Sintió la botella romperse contra su sien en el mismo instante en el que su mano izquierda agarraba la chaqueta de Eliah y la derecha hundía en su cuello uno de los pequeños tenedores que había traído el camarero.

Devan habría querido decir muchas cosas a Eliah. “Gracias por acercarte” fue lo primero que pensó. Le habría querido decir que a veces hay que perder para poder ganar, que se había sacrificado a sí mismo, un simple peón, para hacer un jaque al rey, desprotegiendo su cabeza para poder agarrarle y clavarle el tenedor en el cuello. Que sabía que esa herida no era mortal, pero que bastaría para dejarle fuera de combate y darle tiempo a Dailyn. Habría terminado diciéndole que, para la edad que tenía y para ser un dios, había perdido como un gilipollas.

Intuyó, más que vio, que Eliah se derrumbaba hacia atrás y caía en su sillón gritando y tapándose el cuello. Notó dos figuras junto a él. Una era Dailyn que, sin decir ni una palabra, le dio un beso en los labios, tan suave que casi fue una caricia.

Perdió la visión, aunque aún conservaba algo de oído. Escuchó más gritos y mucho movimiento a su alrededor, y notó como alguien, la segunda figura que había notado a su lado, lo movía y lo levantaba del suelo. Entre todo el barullo alcanzó a distinguir la música que sonaba de fondo.

Dibujar sonrisas en su piel,
todo el tiempo estaba pensando en ella.
En sus labios color pasión.

Sus últimas fuerzas las dedicó a esbozar una ligera sonrisa, cumpliendo así la promesa que se había hecho a sí mismo cuando supo que tenía un cáncer terminal: sonreír al menos una vez al día.

La canción que sonaba era de La Dama Se Esconde.

El mundo se oscureció.

Hubo ruido, y mucho jaleo. Llegaron ambulancias, llegó la policía. Se llevaron a Eliah, medio inconsciente, escoltado a un hospital. El camarero dijo que era el mismo chico que se había involucrado en otra pelea hacía no mucho tiempo. Esta vez la había empezado él.

Dailyn había desaparecido

Pasó un tiempo indefinido, y Devan notó que estaba respirando. Lo primero que hizo fue sorprenderse porque era consciente de sí mismo.

Pienso, así que soy real”, se dijo a sí mismo en voz baja en un alarde de originalidad.

Un instante más tarde se dio cuenta de que veía luz. Al principio era una luz informe, un resplandor que ocupaba todo su ángulo de visión, pero poco a poco se fue enfocando y se transformó en un fluorescente.

O estoy vivo o el infierno se parece mucho a un hospital”, pensó.

Su vista se aclaró y vio el techo, y luego probó a mover un poco la cabeza. Estaba en una habitación blanca, pequeña y con cortinas en vez de paredes. Era la sala de urgencias de un centro médico. Cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, era de día y se encontraba en una habitación diferente. Era más grande y mejor amueblada, como las que había visto tantas veces cuando iba a visitar a los enfermos terminales de cáncer. Esta vez su vista se aclaró más rápido. La cabeza le dolía y sentía una presión intensa bajo los párpados. Notó vendas prácticamente por todo su cuerpo. Al otro lado de la puerta escuchó una acalorada discusión, parecía un médico pegándole la bronca a alguien. Escuchó algo acerca de unos análisis y de un error muy serio. Al mover la cabeza vio un informe en una silla vacía a su lado. Tenía su nombre escrito, y junto a su historial médico había un montón de tachaduras y anotaciones.

El dolor de cabeza se incrementó de golpe. Sin pensarlo, se levantó de la cama y, agarrándose a los muebles para que no se le soltara el goteo que tenía conectado en el cuello, cerró las persianas.

Las cerró del todo.

Pero seguía viendo.

Notó el goteo que entraba en su cuerpo a través de su cuello. Estaba conectado en el lado derecho. Sin embargo, también tenía vendado el lado izquierdo. Se arrancó las vendas con rapidez, aunque ya sabía lo que se iba a encontrar. Recordó la canción que sonaba en el bar, y al tipo que le miraba atentamente desde una mesa pero que él no llegó a reconocer. El mismo tipo que lo levantó en brazos y lo llevó inconsciente al hospital.

En el lado derecho del cuello tenía una herida reciente, como si alguien le hubiera dado un buen mordisco.

¡Oh, joder! —dijo, pero esta vez no se acordó de pensarlo y lo gritó en voz alta. La puerta se abrió y entraron dos médicos con una intensa cara de preocupación.

Devan sonrió.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Los que se resisten a morir (decimoséptima entrada)

Te cuesta terminar, ¿eh?


Animo, ya te queda poco. Haz que me sienta orgulloso. Haz que cuente. Tú sigues dependiendo de los demás, pero Devan sólo depende de sí mismo.


¿Preferirías, acaso, ser feliz y estar muerto?






Esta entrada está sin corregir. Perdona las faltas, me pondré con ella y la editaré en breve. Quería verla en el blog, simplemente.









El día amaneció soleado, las nubes parecían por fin dar un respiro al cielo. Era la primera vez que Devan veía el sol en semanas. “No es un mal augurio”, pensó, y a pesar de que sentía en las tripas que no volvería a ver amanecer, decidió que no podía vivir ese día de un modo diferente al resto de su vida. Debía pasar un poco más de tiempo con Sopa y asegurarse de que fuera a quedar bien atendida, y también visitar a los niños del hospital. ¿Por qué no hacerlo? Le sobraba tiempo para morir.

Rapunzel y los demás niños se lo tomaron bastante bien cuando les dijo que posiblemente no volvería a visitarlos. Esos niños estaban más acostumbrados a ver morir a sus amigos que la mayoría de los adultos, y lo aceptaron con una facilidad pasmosa que a Devan le sorprendió y también entristeció un poco. “La muerte no debería rondar a los niños tan pequeños”, pensó. “No debo compadecerme de ellos igual que ellos no se compadecen de mí”. Pero cuando salió del hospital no pudo evitar maldecir al mundo en voz alta.

Sopa lo llevó peor. Con su particular sensibilidad, supo rápidamente que algo no marchaba bien, algo iba a cambiar y los gatos no toleran bien los cambios. Comieron juntos en la cocina, se acomodó en su regazo cuando se tumbaron a ver la tele juntos, tranquilizándose con el olor conocido, y pasaron un par de horas haciendo lo que mejor sabía hacer ella: dormir. Cuando Devan se levantó y se vistió para salir de casa, ella ni se inmutó.

Adiós, Sopa, cariño –la dijo desde la puerta con una voz más temblorosa de lo que esperaba. La gata siguió durmiendo, soñando, quizá, con los días en los que podía ver, y jugar, y perseguir cosas que se movían. Al igual que los amaneceres de Devan, esos días seguían existiendo en el pasado, fuera de su alcance. A los gatos, de todos modos, todas esas tonterías existenciales les dan igual.

¿Qué haces cuando piensas que te queda menos de un día de vida?

DESPEDIRTE DE TUS SERES QUERIDOS

O

PREPARARTE PARA IRTE A LO GRANDE

Devan lo tenía claro, llevaba meses preparándose para ese momento. Salió de su casa y bajó por las escaleras. Saludó con una sonrisa a los vecinos con los que se encontró, sin aspavientos, aunque quizá un poco más amable o entusiasta de lo habitual. Su intención era dejar la mejor última impresión posible. Pasó por su trabajo a la hora de cerrar, a saludar y a invitar a una caña rápida a sus compañeros. “Estás muy bien”, le decían todos, “para estar tan jodido”, añadían con la mirada, en silencio. Devan lo notaba y hacía como que no se daba cuenta. Se despidió rápido, pero satisfecho de haber realizado esa parada. Con esas personas había pasado muchas horas en los últimos años y, le cayeran bien o mal, a esas alturas era irrelevante. “Lo que tú sientas no te sobrevivirá”, había dicho Dailyn en una ocasión, “pero lo que los demás sienten por ti permanecerá cuando tú hayas muerto”.

Pensó en pasar por delante de su clínica veterinaria, no tanto para ver a Mireia, la última mujer de su vida, como para asegurarse de que sus arreglos para el futuro de Sopa seguían estando claros, pero le pareció fuera de lugar, porque sabía que todo estaba bien, y no lo hizo. También pensó en llamar a sus familiares más cercanos, que de cercanos no tenían nada, o a alguno de sus amigos, pero ¿qué podía decir? El único que podía comprenderle, hasta cierto punto, era Salem, y tampoco tenía nada que decirle. Sentía esa extraña sensación de paz que se alcanza cuando no tienes ninguna conversación pendiente con nadie. Estaba listo para morir.

Primero pasó por el bar de la camarera desagradable. Seguía siendo un lugar para gente formal y respetable, arreglada y bien peinada, y Devan seguía desentonando como un vegetariano en el Banquete de los Mil Jamones. “Que coincidencia”, dijo la camarera, “Eliah ha venido hoy por aquí, y le he dicho que un hombre preguntó por él no hace mucho”. Luego guardó un prudente silencio, por lo que Devan no supo si Eliah había respondido algo. Muchos años detrás de una barra habían enseñado a la camarera a mantener cara de poker ante los clientes.

No sabrás, por casualidad, dónde podría encontrarle ahora, ¿verdad? –preguntó él.

Pues sí –respondió ella–, porque me lo ha dicho antes de irse. Me dijo “si vuelve el tipo ese, le dices que me vaya a buscar al bar de la pelea, él sabe cual es”. ¿Sabes cual es?

Sabía que vendría hoy aquí”, pensó Devan. Ha venido sólo para dejarme un mensaje, sabe lo que voy a hacer, sabe lo que va a ocurrir y, probablemente, sabe dónde está Dailyn en todo momento. ¿A qué viene este juego?”

Salió de allí malhumorado, sin despedirse ni dedicarle siquiera una sonrisa a la camarera. “Gilipollas complaciente”, pensó al salir. “Se ha puesto a bailar con el diablo, y ni siquiera ha comenzado a sonar la música. Se está riendo de nosotros, de todos nosotros. De todos los que estamos vivos”.

En la calle se detuvo un momento. Sabía dónde tenía que ir, y cada momento que pasaba sentía con más claridad que allí iba a encontrar a Eliah y a Dailyn. La cabeza no le dolía, pero porque se había tomado una dosis peligrosa de analgésicos. Se encontraba algo mareado, pero mantenía las náuseas a raya, curiosamente, a base de mezclar medicamentos con bourbon.

Los dos bares se encontraban cerca uno del otro, pero Devan alargó el paseo un poco más de lo necesario. Pasó por una plaza pequeña, poco más que un rincón medio escondido entre dos edificios, y pidió un cigarrillo a unos chicos. Se sentó en un banco de una calle peatonal y se lo fumó muy despacio, casi sin saborearlo. Cada calada le hacía toser porque hacía mucho tiempo que no fumaba, y además le dio un ligero mareo y un pinchazo en una sien. Pero se lo terminó, pese a todo, mientras observaba a la gente que paseaba por la calle y especulaba sobre sus vidas. “Esos dos no se quieren, pero no saben vivir el uno sin el otro”, decía sobre una pareja de personas algo mayores que caminaban con paso rápido, como si tuvieran prisa por volver a una madriguera de la que no debían haber salido. “Ese es un asesino y el tipo al que sigue es su víctima”, pensó cuando un hombre de semblante serio pasó a su lado, seguido de cerca por un hombre con gabardina que mantenía una discreta distancia y cuya mirada contenía un odio intenso.

Ese niño estará muerto dentro de cien años”, pensó al ver pasar a una mujer joven con un bebe en un carrito. El bebé lloraba mientras la madre intentaba consolarlo y le abrigaba para que no se resfriara con el aire frío que se estaba levantando. “La vida es pasajera y la tratamos como si fuera eterna”, se dijo en voz baja mientras recordaba sus últimas palabra con Dailyn.

Siguió sentado un rato más, pero el aire cada vez soplaba con más fuerza y el cielo, que llevaba despejado todo el día, comenzó a cubrirse. Se levantó con desgana y, ajustándose la chaqueta para protegerse, se dirigió al bar en el que se encontraba Eliah. Cruzó la puerta sin mirar atrás, sin vacilar, sin pensárselo ni un segundo más. “Al infierno con todo”, dijo en voz alta.

Dailyn se encontraba allí.

¡Devan! –gritó al verle. Corrió hacia él con una sonrisa y se echó a su cuello como si fuera un niño que se acabara de encontrar a Papá Noel. Eso le pilló desprevenido a Devan, pero mantuvo el equilibrio y no se calló al suelo. Le costó un poco no hacerlo, de todos modos.

¿Qué haces tú aquí? –preguntó cuando recuperó la verticalidad. ¿Y con quién has venido? Porque te recuerdo que los niños, ejem, sin un adulto que os acompañe no...

Eliah está aquí, Devan –dijo ella, interrumpiéndolo. La sonrisa había desaparecido.

Ahora sí que ya no entiendo nada –respondió él.