martes, 28 de agosto de 2012

LA SANGRE DE LAS BAILARINAS


Tenía muchas ganas de escribir este relato.

Espero que nadie se sienta ofendido. Quiero dejar claro que estoy en contra de cualquier tipo de acto que conlleve la tortura o el sufrimiento de un ser sensible, y que alguien capaz de matar a alguien a sangre fría es un psicópata peligroso que no debería andar libre por la calle.

Que quede claro, que no quiero malentendidos. 




LA SANGRE DE LAS BAILARINAS


—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Cristo con una cierta angustia—. Nunca había golpeado así a nadie.

—Eso es mentira —respondió Frank—. Hace poco golpeaste en la cabeza a un hombre y lo mataste.

Cris suspiró. Frank era un buen tipo y le estaba ayudando mucho, pero no terminaba de caerle bien. Siempre estaba sacando punta a todo lo que decía, como si él tampoco se encontrara muy a gusto en presencia de Cristóbal. Ninguno de los dos tenía elección, de todos modos. La mente de Cris había hecho aparecer a Frank Castle en un momento en el que sus conocimientos eran necesarios, y no se marcharía hasta asegurarse de que todo había terminado. Cris, aunque era consciente de que no eran reales,  no controlaba esas visiones que le imponía su mente enferma. Cuanto antes terminara con todo el asunto, antes desaparecería Frank.

—Me refería, listillo—respondió finalmente—, a que nunca había golpeado a nadie con la intención de dejarlo inconsciente. Tú tendrás mucha práctica en pelearte con todo el mundo, pero para mí todo esto sigue siendo algo nuevo.

—Tú tranquilo, Cris. Sigue mis instrucciones y no te preocupes, ya verás como todo sale bien.
Frank, en el fondo, era un buen tipo. Se podían decir muchas cosas malas sobre él, pero desde luego sabía hacer su trabajo. Aunque éste no fuera legal y no estuviera demasiado claro, consistía frecuentemente en golpear a la gente, interrogarla, dispararla y sobrevivir a todo ello sin que le pillara la policía. Cris no tenía intención de disparar a nadie en aquella ocasión, pero sí había necesitado dejar inconsciente a un hombre de forma rápida y limpia. La parte más delicada había sido sorprenderlo en un lugar alejado de la vista de todo el mundo, sin testigos ni nadie que pudiera dar la voz de alarma. De momento iba saliendo todo muy bien.

El hombre emitió un gemido, lo que indicaba que, de momento al menos, seguía con vida.

—¿Ves? —dijo Frank con una sonrisa.

Cris se la devolvió, aliviado. Había golpeado al hombre en la base del cráneo con una barra de acero envuelta en un trapo de cocina. No era el arma más apropiada, pero había funcionado. Sin perder más tiempo, abrió la puerta del coche del hombre, que se encontraba al lado, y con un cierto esfuerzo le subió al asiento trasero y lo dejó allí tumbado. Era un monovolumen con las lunas traseras tintadas, lo que le venía estupendamente para que nadie le viera desde fuera. Se subió al asiento del conductor, arrancó el motor, colocó el asiento y los retrovisores, y, justo antes de marcharse, Castle le puso la mano en el hombro.

—¿No te olvidas de algo, Cris?

Cristobal miró al hombre grande y fuerte que se había sentado en el asiento del copiloto. Hizo un gesto de extrañeza con los hombros, indicando que no sabía a lo que se refería. Frank señaló al hombre tumbado en el asiento trasero.

—Deberías atarlo y amordazarlo, por si se despierta a medio camino. También deberías vendar la herida de la cabeza, para que no deje el asiento perdido de sangre.

—¿Para que la policía no sepa que ha estado aquí tumbado?

—Porque va  a estropear la tapicería.

Cris sonrió, hizo un apaño rápido como le sugería Frank, y salió pitando de allí. Tampoco convenía tentar demasiado a la suerte.

Condujo con cuidado, sin saltarse los semáforos ni exceder el límite de velocidad. No le importaba hablar con Frank porque, aunque nadie más podía verlo, dentro del coche daba la sensación de que estaba hablando por el manos libres.

—La tecnología es maravillosa, Frank —dijo—, gracias a los teléfonos móviles no parece que esté más loco que los demás, ¿verdad?

—Nunca he dicho que lo estuvieras. Cruce. Semáforo en ámbar, frena.

—Sí, ya lo sé. Nadie lo dice nunca, excepto yo —Cris hizo una mueca y frunció el ceño—. Pero ¿sabes una cosa? Cuando el mundo enloquece a tu alrededor, cuando todo parece que va a hundirse… Permanecer cuerdo es una falta de respeto hacia el mundo, un acto hipócrita. Vivo en un mundo de mierda. ¿Por qué no actuar en consecuencia?

Frank guardó silencio. Nunca respondía cuando Cristo se ponía serio y hablaba sobre su locura, no tenía nada que decir y no era su labor aconsejarle en ese sentido. Frank era un hombre de acción. Vivía a través de la mente de Cristóbal, hacía posibles esos momentos intensos de fuerza y enfrentamiento, aportaba cordura al mundo de los hombres. No tenía nada que decir hasta que llegaran a su destino y ataran al pasajero de la parte de atrás a una silla.

Condujo en silencio durante un rato más, salieron del centro, dejaron atrás las luces de los barrios periféricos y se metieron en un polígono industrial a medio construir. La mitad de las naves se encontraban vacías, abandonadas, algunas de ellas sin haberse llegado a ocupar nunca. Cris metió el vehículo en una de ellas. La había inspeccionado ese mismo día por la mañana de forma discreta, y sabía que tenía una pequeña habitación medio amueblada lejos de la entrada. Paró el motor, bajó del coche y abrió la puerta de atrás. El pasajero no se movía.

—Está consciente —dijo Frank— pero lo disimula porque tiene miedo. Hace bien, ¿verdad? Comprueba las cuerdas antes de bajarlo, no sea que te dé guerra.

Cris comprobó que, efectivamente, el hombre se encontraba consciente, pero las ataduras estaban bien prietas y no podía zafarse. Medio lo sacó, medio lo empujó fuera del coche, mientras el hombre se debatía e intentaba gritar a través de la mordaza. 

—Bueno, pues a ello —dijo Cris con ánimo—, que no tenemos todo el día.

Sin ningún miramiento, agarró al hombre por una pierna y lo arrastró varios metros hasta la habitación medio amueblada. Lo levantó y lo sentó en una silla vieja de madera.

—Ahora voy a atarte bien fuerte a la silla —dijo— y, si no me das problemas mientras lo hago, te quitaré la mordaza y te prometo que no te ocurrirá nada malo, ¿de acuerdo?

El hombre asintió con rapidez. Tenía los ojos muy abiertos  y respiraba muy rápido, con dificultad, como si el aire no terminara de llegarle a los pulmones. Cristóbal lo ató a la silla dando varias vueltas con una cuerda alrededor de su pecho, y también ató las piernas a las patas traseras. Frank, desde detrás de la silla, supervisaba la operación. No le soltó las manos en ningún momento.

—Y ahora, como soy un hombre de palabra, te voy a quitar la mordaza.

El hombre respiró con fuerza y tosió varias veces.

—¡Por Dios! —dijo— ¡He estado a punto de asfixiarme! ¡Maldito loco! No tienes ni idea…

—Ah, ah. La primera norma del buen cautivo es no insultar a quien tiene el poder —interrumpió Cris—, y menos si ya ha demostrado que tu bienestar no es una prioridad.

El hombre palideció ligeramente. Había miedo en sus ojos, pero también algo más, una chispa de arrogancia y rebeldía.

—Tú… No sabes quién soy, ¿verdad? ¿Es que no me reconoces, hombre?

Cristóbal miró fijamente al hombre, con calma, fijándose bien, y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—¡Oh, no puede ser! Eres… eres el cantante, coño, el compositor.

—¡Sí, sí! Vamos, ya sabes, hombre, ¿por qué me haces esto? Vamos, suéltame, y yo…

—¿Y tú qué harás? —dijo Cris interrumpiendo de nuevo— ¿Me pagarás mucho dinero? ¿Me invitarás a tu próximo cumpleaños? ¿O quizá me dedicarás una canción?

El hombre miró fijamente a Cristóbal sin comprender.

—Pero yo… ¿qué te he hecho? Salía de la plaza, iba hacia mi coche y tú me has atacado sin… sin…

—Sin mediar palabra. ¿Es eso lo que quieres decir?

—¡Sin que yo te haya provocado!

Cristóbal le miró fijamente, sin pestañear. Se dirigió hasta el coche y sacó una barra de acero del maletero, una capa para el agua, unas botas altas y unos guantes. En silencio, comenzó a vestirse con todo ello. El hombre veía su futuro cada vez peor, más doloroso, y mucho más corto.

—De verdad, yo… No sé qué he podido hacer para que me tengas tanto odio, yo… No te he hecho nada.

Cris siguió a lo suyo. Ya se había atado las botas, que eran de plástico, y estaba encintando la capa de agua para que le cubriera bien todo el cuerpo.

—¿Te envía alguien? ¿Cuánto te pagan? Sea lo que sea yo te doy el doble, ¡el doble! Lo que quieras, yo… te daré lo que me pidas.

Cris había terminado de prepararse. En la cabeza no se había puesto nada. Se dirigió hacia el hombre dejando que la barra de acero resbalase por el suelo. Hacía un ruido irritante, como de uñas rascando una pizarra.

—Te voy a contar una historia. Se trata de la vida de una bailarina de Creta cuyo nombre no recuerda nadie y que te va a ayudar a entender de qué va todo esto. Es importante que comprendas, es importante porque… Porque creo que nadie debería pasar por lo que vas a pasar tú sin saber la razón. Esa es una de las razones por las que estás aquí atado, porque nadie debería sufrir daño y permanecer en la ignorancia —Cristo se sentó en el suelo y bajó la voz—. Así que ésta es la historia de Dayasa, la bailarina. Te va a gustar, ya verás.

«Dayasa, como todas las mujeres que habían sido ofrecidas al templo de Temis, se había entregado en cuerpo y alma desde que era una niña a honrar a los dioses y a mantener viva la tradición. No hay registros ni textos que cuenten esta historia, porque Dayasa vivió hace mucho, mucho tiempo, en la época en la que los hombres rezaban a muchos dioses diferentes y los héroes, sus hijos bastardos, campaban a sus anchas por la tierra.

“¿Y qué tradición había que mantener viva en aquel entonces?”, pensarás. Pues muchas, ya que algunas de las cosas que haces porque crees que son correctas, en realidad no son más que tradiciones, costumbres arraigadas en la mente colectiva de la humanidad. Es costumbre que por las noches tengamos sueño, que el hambre se nos pase cuando comemos, que las mujeres parezcan más débiles que los hombres, que los animales sean menos inteligentes que nosotros, o que llegue un momento en la vida en el que tengamos que morir. Todo eso no son más que tradiciones, costumbres a las que nos aferramos para… ¿para qué, te preguntarás?

Para que el mundo no cambie. Para que los dioses sigan siendo dioses y tengan poder sobre nosotros. Pero esa es otra historia y no viene al caso.

En aquella época ya había tradiciones, como te he dicho, y Dayasa se había entregado a ellas, como no sé si te he dicho, porque era una huérfana que había sido ofrecida al templo y, la verdad, no tenía otra opción.

Una de las misiones de las niñas del templo de Temis, además de limpiar y cocinar, era prepararse para la noche en la que bailarían frente al sagrado Auroch, mostrandose desnudas por primea vez y ofreciendo su virginidad a los dioses. En realidad, lo que hacían era bailar frente a un toro enfurecido y luego, agotadas y sumisas, acostarse con el hombre que ofreciera la ofrenda más generosa al dios. Los guardianes del templo eran gente muy práctica.

Dayasa, según se acercaba su gran noche, se encontraba cada vez más emocionada, y pasaba sus horas libres saltando los toros de madera de la sala de entrenamiento, dando vueltas, una y otra vez, y sus maestras admitieron que era, sin duda, la mejor bailarina que habían visto nunca.
Dos semanas antes de su gran momento, el toro con el que debía bailar llegó al templo. Aunque se suponía que no debía verlo, por la noche se deslizó entre las sombras para acercarse a las cuadras. No podía contenerse de la emoción.

Lo que vio allí, claro, no era lo que se esperaba. En vez de una bestia salvaje, fuerte y orgullosa, se encontró con un animal asustado, sucio, agotado por la tensión y los nervios que había pasado hasta llegar allí, acurrucado dentro de su jaula. No era un dios. Era un herbívoro, lleno de golpes, de mierda y de miedo. Dayasa se acercó a él, puso su mano en su frente, y lloró.

Más tarde se enteró de que la carne del animal se serviría en un banquete el día después del baile. El banquete se haría en honor del máximo benefactor del templo, es decir, del hombre que se acostara con ella la noche anterior.

Eso no sucedería si el toro conseguía superar la destreza de la bailarina y acabar con su vida antes de que terminara su baile, que duraba una media hora. Es decir, si la niña se tropezaba y el toro la embestía, si era corneada según saltaba por encima de él, o algo parecido, no se le daría muerte después del espectáculo. En ese caso, el animal habría demostrado ser más digno que la niña a los ojos de los dioses, y quedaría libre. Eso no había ocurrido nunca desde que se había instaurado el rito, pero era una norma que le daba un cierto aliciente al juego, los visitantes pensaban que el animal tenía una oportunidad, y así todos tan contentos. En realidad, las dos semanas que la bestia pasaba en las cuadras del templo se aprovechaba para sangrarlo y drogarlo adecuadamente, no fuera a dar un espectáculo desagradable, es decir, diferente.

Total, que ya te puedes imaginar el resto. Dayasa visitó al animal todas las noches, se encariñó de la inocencia de su mirada, y tomó la decisión de sacrificarse por él.

Tú ya sabes, como buen aficionado a estas cosas, que los toros aprenden rápido. Dayasa se dedicó a saltar por encima de él, una y otra vez, hasta que él reconoció los movimientos. “Cuando llegue el momento”, pensó ella, “y salte por encima de él, como ya lo he hecho tantas veces, no lograré engañarlo. Se anticipará, levantará la cabeza en el momento justo, y me abrirá el vientre con sus cuernos”.
Eso no fue lo que ocurrió, claro. Los toros también aprenden, por ejemplo, a reconocer a las personas que no les quieren mal. La noche del baile, Dayasa saltó a la arena, vestida únicamente con un pañuelo, joven, hermosa y grácil. El toro, aunque había sido hostigado, golpeado y alanceado para asustarlo y volverlo agresivo, cuando vio a su amiga agachó la cabeza y se acercó a ella con sumisión, buscando un consuelo y ayuda que nadie podía darle.

“¿Por qué?”, preguntó con su mirada. Dayasa, viendo los cuernos cortados, los ojos irritados y la debilidad del animal, no supo responderle. Se sintió engañada, ofendida y avergonzada de la especie a la que pertenecía. Llena de ira se volvió, saltó sobre los asientos y corrió gritando hacia los hombres que hacían las ofrendas ese año.

No llegó hasta ellos, claro. La detuvieron mucho antes, sujetaron sus brazos y sus piernas, y presos de la excitación de verla casi desnuda, allí mismo intentaron violarla. »

Cristóbal terminó de hablar y permaneció en silencio frente a la mirada confusa del hombre, que no había entendido nada.

—Pero… Tú estás mal de la cabeza —dijo—. ¿Qué tiene que ver esa historia conmigo? ¿Es por lo de la chica de la semana pasada? ¿Por eso estoy aquí? Mira, no sé lo que te habrá contado, pero ella estaba de acuerdo en…

—¡No!—gritó Cris. Sin previo aviso, cogió la barra de acero y le golpeó con todas sus fuerzas en la cara. Se oyó claramente el ruido de los huesos al romperse, y varios dientes hechos pedazos salieron disparados entre sangre y saliva.

—¡No, joder, no! ¡No tienes ni idea, no te has enterado de nada! ¡De qué coño me estás hablando! No sé nada de ninguna chica ni… por favor, ¡cómo puedes ser tan lerdo! En tus canciones vas de tipo listo, y mírate ahora. ¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a proponer un pacto entre caballeros? Los únicos pactos que vas a poder hacer a partir de ahora los negociarás en el infierno, que es donde te voy a enviar. Allí respetan mucho a los que tienen cuernos, así que jódete.

Cristóbal respiraba con dificultad. Frank miraba sin decir nada, sentado en el capó del coche. En su expresión no había ni una mueca, ni una sonrisa, nada que indicara que aprobaba o rechazara lo que estaba viendo.

—No, patán estúpido —continuó, más calmado—. No estás aquí por ninguna chica. Estaba esperando a la salida de la corrida de toros y, mira tú por dónde, te vi salir, con tu puro y tu sonrisa, y pensé “a este tipo lo he de matar”. Por eso estás aquí.

El hombre, que después del golpe que había recibido se encontraba fatal, intentó decir algo pero no lo consiguió. De su boca salía un hilo de sangre que le resbalaba por el cuello y se metía por dentro de la camisa. Cris lo miró y sintió una pequeña punzada de culpa.

—Sí, ya sé que pensarás que tú no haces nada malo, y bueno, admito que quizá no sea para tanto. No eres un torero, ni un ganadero, pero en fin, ellos lo hacen por dinero, no tienen por qué disfrutar con ello…
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo Frank con cara de pocos amigos—. ¿Te estás excusando? ¿Estás justificando tus actos? ¿En qué estás pensando?

—Yo… No sé, Frank. No es que tenga dudas, no es eso. Tampoco necesito justificarme, me da igual que lo que hago sea correcto, o no, o resulte excesivo… Es lo que hago, y ya está, no tengo que rendirle cuentas a nadie.

—¿Entonces?

—Es que… Creo que este tipo… No sé, a lo mejor tenía que haber buscado a otro, o haberme dado cuenta de quién es, ¿sabes? Sus canciones me gustaban mucho cuando era un chaval, y…
El hombre miraba a un lado y al otro, buscando al tipo con el que estaba hablando el loco de la barra de acero, sin encontrarlo, por supuesto, y sin comprender nada. Ni siquiera se daba cuenta de que iba a morir.

—Cris, ahora ya no te puedes echar atrás.

—Tienes razón, Frank. Lo hecho, hecho está. Si él se ha cruzado en mi camino en lugar de alguien más anónimo, pues mira, por algo será. Voy a terminar con esto, que empiezo a estar cansado.

El hombre, al escuchar estas palabras, abrió mucho los ojos e intentó gritar, pero de su boca destrozada no salían más que gruñidos sin sentido. Cris, respirando despacio, sereno y tranquilo, se agachó hasta colocar su cabeza a la altura del hombre, y se acercó a él.

—Te voy a matar. Lo voy a hacer por tu falta de empatía, porque no me gustas, y porque creo que el mundo será un lugar mejor sin ti. Quiero que sepas que esto lo hago por voluntad propia, no sigo las órdenes de nadie, ni escucho voces estúpidas que me obligan a hacerlo, ni nada por el estilo.

—¡Eh!

—Perdona Frank, ya sabes a lo que me refiero, quiero decir que… que nadie me paga ni me ofrece nada a cambio, que no hay dioses ni hombres detrás de este acto, que sólo estoy yo. ¿Me comprendes, infeliz? ¿Comprendes por qué vas a morir?

El hombre miró a Cris. De uno de sus ojos había brotado una única lágrima, que resbaló despacio y se detuvo en su barba mal afeitada.

—Tomaré eso como un sí. ¿Sabes lo que más me ha molestado de ti? ¿Lo sabes? Que cuando te he contado la historia de Dayasa, no has querido saber qué fue de ella. Te has limitado a insultarme.
Con estas palabras, interrumpiendo un gemido del hombre que parecía que iba a intentar hablar de nuevo, Cris le golpeó de nuevo con toda la fuerza que pudo reunir, justo en la base del cráneo. El hueso emitió un ruido seco, como un chasquido, y empezó a expulsar sangre a borbotones. Cristóbal siguió golpeándolo, una y otra vez, a pesar de que había muerto con el primer golpe. Cuando se detuvo, difícilmente se podía reconoce un cráneo humano en la masa informe que había a los pies de Cris.
Frank estaba sonriendo cuando se acercó a él.

—¿De qué te ríes?

—Cris, ¿te das cuenta de que le prometiste a este tipo que no le ocurriría nada malo si no te daba guerra mientras lo atabas a la silla? Has mentido a un hombre justo antes de matarlo.

—Sí, bueno… ya. Cosas que pasan —respondió—. Pero tienes razón, no debería haberlo hecho. A partir de ahora no les mentiré. No está bien.

—Venga, recoge tus cosas y limpia tu rastro. Te iré indicando y estará todo listo en un momento.
Cris limpió los lugares que había tocado, por donde se había movido y por donde no recordaba si había pasado, para asegurarse de que no dejaba rastro alguno de su presencia en aquel local. El coche era un tema más complicado, porque no quería deshacerse de él, no de momento, y pensaba guardarlo en una plaza de garaje de un tipo que había muerto recientemente y que no tenía coche. Disponía de tiempo para limpiarlo. Era una larga historia.

Al terminar, Cris rompió las ataduras de manos y piernas y roció el cuerpo con gasolina.  

—Escucha, Cris —dijo Frank cuando se montaron para marcharse—, yo no conocía la historia de Dayasa. ¿Tan mal acabó?

—En realidad sí. Cuando la sujetaron entre todos, ella se debatió con tanta fuerza que golpeó a uno de los hombres y le hizo sangrar. Presa de un ataque de furia, el hombre le golpeó en la cara con tanta fuerza que le partió el cuello. La pobre murió en el acto. En ese momento, un dios viejo llamado Eliakat, mucho más antiguo que Temis, llegó al templo buscando a Dayasa, a quien perseguía desde hacía mucho tiempo porque era su ofrenda, o su prometida, o algo parecido, eso no lo tengo muy claro. Viendo lo que había ocurrido, tomó posesión del toro, se transformó en una bestia enorme, mitad animal y mitad humano, y allí mismo ensartó en sus enormes cuernos a todo ser humano que había en el templo, hombres, mujeres y niños. No dejó a nadie con vida.  Luego derribó las paredes sobre sus cuerpos.

—¿Quién te ha contado todo eso?

—Dayasa, claro. ¿No sabes que ahora es una diosa de la naturaleza y que habita en este mundo? Es una niña muy simpática. Aunque creo que ha cambiado de nombre.

Frank miró fijamente a Cristóbal y se echó a reír.

—Tío, estás fatal.

Cris, según daba la vuelta al coche para salir, echó una cerilla encima del reguero de gasolina que llevaba hasta el cuerpo, y se alejó de allí. Mientras conducía camino del garaje donde iba a guardar el coche, no dijo ni una palabra. “Si tú supieras, Frank”, pensó, “te sorprenderías, y también comprenderías muchas cosas. Pero sólo sirves para ayudarme, para darme ánimos y para orientarme, y no llegas más allá. Eres tan limitado como un amigo al que no se ve más que una vez al año.” 

Frank, a pesar de que vivía en el interior de su cabeza, no escuchó nada.


******************
Edición del 05/09/2012: He realizado algunos camibos que me habéis sugerido, puliendo algunas cosillas del texto que no quedaban muy bien... ¡Gracias a todos!

martes, 7 de agosto de 2012

La edad adecuada para leer clásicos

 No hace mucho abrí un hilo en un foro de literatura en el que escribo a menudo, comentando el tema de "leer a los clásicos" y de la edad más apropiada para hacerlo. A pesar de que había respuestas muy interesantes (otras no tanto, porque toda conversación tene una cierta tendencia a desvirtuarse, trate de lo que trate), como no tngo permisos de la gente (no los he pedido), me limitaré a copiar un par de tonterías que escribí yo.




El otro día comentaba con una amiga que hace tiempo que no leo más que literatura rápida, de esa que busca entretener sin pretensiones. Entre Rowlings, Kings, Martins y Arawnas, de vez en cuando intercalo algún clásico o algún tostonazo, pero por regla general... Leo cosas "intrascendentes" (que conste que no es un apelativo peyorativo).



Esta amiga me decía que a ella le ocurría lo mismo, que cuando era una adolescente leía a Tolstoy y a Cervantes, pero que llevaba un tiempo en el que le llamaba más la atención cuando veía un librito de la "Biblioteca Orbis de Ciencia Ficción" que de los "Grandes Clásicos de la Literatura Universal".


hasta la foto es aburrida



¿Hay una edad para cada cosa? Yo creo que sí, creo que las grandes obras, las que están firmemente asentadas como "grandes" porque están avaladas por siglos de lectores asombrados, o simplemente aquellas que se suelen recomendar por la crítica de forma unánime, son las primeras que le llaman la atención a uno, son las primeras que disfruta... Con el paso del tiempo, aquellas que realmente uno quiere leer cada vez son menos y cada vez son más las novedades o los libros que simplemente apetecen por entretenimiento o evasión pura y dura.



El Quijote o Crimen Y Castigo me parecen unos libros impresionantes y que me encantaron en su día... Pero antes me apetece releer Tormenta de Espadas que las andanzas del ingenioso Mochales de la Mancha. Tengo a Joyce en la pila desde hace tiempo, pero se han colado Silverberg y Pratchett. Lo siento, Ulises, pero las andanzas de la Guardia de la Noche me tiran que no veas...


"la pila de libros pendientes por leer" (definición gráfica)

 

[La conversación se desvía hacia el "estilo de los clásicos"]


 Que conste que no hay que confundir "clásico" con "libro lento, aburrido o denso", ya que no tienen nada que ver aunque a veces los confundimos. Además, las ganas de leer algo denso, profundo o intenso no tienen relación con que uno haya leído o no a los clásicos.

Creo que va por rachas; en momentos de más estrés, agobio o falta de tiempo libre, uno tiende  a recurrir a la literatura "cómoda", ágil o que no requiera una especial concentración. En ese sentido, la literatura más densa supone un pequeño reto al que hay que tener ganas de enfrentarse. La Caverna, por ejemplo, lleva mucho tiempo mirándome de reojo desde un rincón de la mesa, sepultada detrás de los libros de Harry Potter.  



 [Y cómo no, se termina hablando de la "buena" y la "mala" literatura, de los libros que son obras maestras y de los que no valen un pimiento]


Este tipo de discusiones siempre terminan hablando del enemigo de La Historia Interminable (nota cultural). Es muy fácil llevarlas al extremo y decir que no se puede comparar una mierda total con una obra de arte maravillosa, pero en cuanto se empiezan a usar obras más "intermedias"... es donde los absolutos dejan de tener sentido.

El propósito de un libro es que sea leído, lo primero, disfrutado, lo segundo, y que genere emociones intensas en el lector, lo tercero.

Si un libro no entretiene, es decir, si leerlo se convierte en algo tedioso, es un mal libro, por mucho que lo pintemos de obra maestra, porque leer es una actividad de ocio, y no utilizamos nuestro ocio en algo que no nos gusta.

Obviamente, hablo de novela.

Y obviamente, todo lo que estoy diciendo es subjetivo. Que a mí me aburra La Sombra del Viento no significa que sea un mal libro, significa que PARA MÍ es un mal libro.

Hay una característica de los clásicos que no debemos olvidar: han sobrevivido al paso del tiempo, han superado la criba, y eso significa que algo bueno tienen que tener.

¿El bueno Cervantes porque "es un clásico"? Lo que está claro es que, de todos los escritores de su generación, lo recordamos a él. Algo bueno tendrá que tener, ¿no?, nos guste o no, posee una calidad que ha superado el paso del tiempo.

Esa es la grandeza de los clásicos que, por su propia concepción, las obras contemporáneas no pueden tener.... Al menos, hasta que pase un tiempo.



jueves, 2 de agosto de 2012

EL PARLAMENTO DE LAS PLAGAS


Te dejo con uno de mis relatos favoritos. Trata de cómo, a veces, lo que somos y lo que sentimos no son lo mismo. Trata del fin de la humanidad. Y de los viejos amigos.

Espero que te guste.



La Muerte no se impacientaba. A lo largo de su existencia había aprendido a no dejarse llevar por la ansiedad. Ella sabía, mejor que nadie, que con el tiempo todo termina sucediendo. Su misma esencia se basaba en esa afirmación.

Preparó café. Aún faltaba algo de tiempo hasta que llegaran sus invitadas, así que sacó unas bandejas y colocó sobre ellas unas pastas que había horneado esa misma mañana. Eran dulces de chocolate y vainilla, pequeños y delicados. A Muerte le gustaba cocinar. Se relajaba entre fogones y pucheros, bailaba entre cacerolas y, aunque nunca lo admitiría en público, cantaba viejos temas de Madonna mientras lo hacía. Creaba sabores nuevos, sutiles y diferentes al ritmo de Like a Virgin, y de ese modo sentía que hacía algo útil y provechoso. Ofrecía algo que sus invitados disfrutaban y que, por un instante, hacía que se sintieran más cómodos en su presencia.

Esa era su intención cuando colocaba sobre las bandejas las pastas de chocolate y vainilla que había cocinado. Alguien se quejaría, claro. Siempre había alguna que se quejaba del sabor de la leche de soja o de que no hubiera bocaditos de salmón ahumado. Muerte era vegetariana, porque sólo así podía olvidarse de su trabajo cuando se encerraba en la cocina. Sus invitadas lo sabían, así que probablemente alguna de ellas se presentaría en su casa con un pastel de carne.

Las muy perras.

Confiaba en que acudieran todas. No era muy habitual convocar a las Plagas de la Humanidad a una reunión, pero eran tiempos difíciles, había que tomar medidas drásticas y hacía falta verse las caras. A pesar de que algunas de las Plagas estaban muy atareadas, confiaba en que todas, sobre todo las más ancianas, fueran conscientes de la gravedad de la situación y no ignoraran su llamada. Las Plagas más jóvenes se escandalizaban a la mínima ocasión y veían el fin del mundo en cada terremoto o catástrofe, pero las viejas, como Guerra o ella misma, que ya estaban un poco de vuelta de todo, sabían que a la humanidad era más difícil exterminarla que a una colonia de cucarachas en mitad de un vertedero, y no solían hacer mucho caso de señales, profecías o calendarios del fin del mundo.

Muerte, en realidad, también tenía mucho trabajo pendiente, pero se las apañaba estupendamente para estar siempre en el lugar en el que debía estar. “Para hacer tu trabajo no necesitas más que un momento”, solía decir Hambre, “¡pero el mío requiere años de dedicación!”.

“Privilegios de la edad”, respondía ella, que era la mayor de todas. Cuando discutían entre ellas las demás Plagas callaban y no osaban entrometerse, porque Hambre y Muerte eran las más ancianas. Discutían mucho, pero la última palabra todos sabían quién la tenía. El primer ser vivo había muerto con el estómago lleno.

Sonó el timbre. Cuando se acercó, Muerte vio que su acogedor hall de entrada, con su puerta acristalada de resina y aluminio, se había transformado en una pequeña puerta de madera ennegrecida y vieja, con una cerradura oxidada y una mirilla enrejada, como de mazmorra. Eso sólo podía significar una cosa.

—Hola, Miedo —dijo mientras abría—. Eres muy puntual. Más que puntual, de hecho, me temo que tendrás que esperar un rato.

—¿Soy la primera? —dijo Miedo—. Yo… Estaba por aquí cerca, y… Espero no molestarte.

—Tú nunca me molestas, querida —respondió Muerte con cariño—. Ésta también es tu casa, ya lo sabes, así que pasa y nos tomaremos un café juntas mientras llegan las demás.

Miedo sonrió y miró a Muerte con sus ojos grandes y negros. A pesar de ser una de las Plagas más ancianas, parecía una niña.

—Gracias, Kali. Tú siempre eres amable conmigo. Tú nunca me haces de menos ni te ríes a mis espaldas. ¿Puedo usar el servicio?

—Eh… sí, claro, está donde lo dejaste la última vez. Creo que también siguen ahí tus toallas y tu cepillo de dientes. Y no me llames así, que ya sabes que no me gusta.

Miedo entró y se dirigió con cierta urgencia hacia uno de los servicios. Conocía bien la casa, porque Muerte y ella habían vivido juntas durante mucho tiempo.

“Nadie se ríe a tus espaldas, querida,” pensó Muerte mientras observaba a la sombra de su amiga, que esperaba pacientemente en la puerta del lavabo, “porque todas sabemos de lo que eres capaz y, mientras tú no te des cuenta, viviremos más tranquilas”.

La puerta se abrió, la sombra se pegó de nuevo a su dueña y Miedo salió sonriendo y más tranquila.

—¿Has preparado pastas? Huelo a chocolate. ¿Has hecho pastas de chocolate, Muerte? ¿Me das una? ¿Dónde las tienes?

Muerte iba a abrir la boca cuando el timbre de la puerta sonó otra vez.

—En la cocina, tesoro —respondió—. Y si vas poniendo unos platitos y servilletas en la mesa te estaré muy agradecida. Las de tela, no las de papel.

La puerta se había transformado de nuevo, pero seguía sin ser la suya. Se había convertido en una puerta acorazada, llena de gruesos remaches, vieja y con golpes y abolladuras en la chapa. Cuando abrió, se encontró con la cara triste y alicaída de Guerra.

—Hola, Muerte —dijo sin ningún entusiasmo. Malformación viene conmigo.

—Hola, queridas —respondió la anfitriona—. Pasad al salón, Miedo acaba de llegar.

Guerra estaba pálida y ojerosa. Últimamente había adelgazado mucho. Malformación entró detrás de ella, agachando la cabeza sin atreverse a mirar a Muerte a la cara.

—Hola. ¿Puedo pasar? He sido puntual, ¿verdad?

—Mal, tontita, claro que puedes pasar. Anda, vamos, y no te preocupes, que has sido puntual como un reloj.

Malformación había estado a punto de no acudir a la reunión. Se encontraba muy incómoda en presencia de Muerte, y no sabía muy bien por qué.

—¿Por qué no podemos ser amigas? —había preguntado Mal en una ocasión—. ¿Es por algo que he dicho, o por algo que he hecho? Tú y yo no nos molestamos, ¿no?, yo nunca he hecho nada que pudiera molestarte, ¿no?

Muerte no había sabido qué responder y había callado, sonriendo como hacía siempre que no tenía nada que decir. Malformación era muy inteligente, la conocía bien, y no había nada que pudiera decir para tranquilizarla. No había hecho nada malo, cierto, pero su misma presencia ya le ponía nerviosa. Cada vez que Malformación entraba en escena, Muerte no sabía muy bien cómo actuar. A veces, cuando se llevaba la vida de una persona que había pertenecido a Mal, pensaba que llegaba demasiado tarde, que no tenía que haber permitido a esa persona vivir tanto tiempo. A veces pensaba que la misma existencia de Malformación era un error, y se preguntaba si no debería hacer algo al respecto. Pero sabía que no podía hacer nada, porque Malformación de las Plagas de la Humanidad también era Genio de las Virtudes de los Hombres, y no era decisión suya privar al mundo de su presencia.

Mal no sabía nada de todo eso, pero lo intuía, y por eso siempre se encontraba incómoda en presencia de Muerte. Ni todas las pastas de chocolate y vainilla del mundo podían evitarlo.

Poco a poco, el resto de las plagas fueron llegando y tomando asiento. Hambre se presentó con una tarta de queso, una botella de licor de manzana y una empanada de atún.

—Si no hay comida en la mesa me siento incómoda, ya lo sabes —había dicho a Muerte.

—Pero... podías haber traído cosas que no hubieran gritado antes de ser cocinadas —había respondido ella, intentando ignorar el pasado de la empanada. Muerte vivía en varios tiempos a la vez, así que todo lo que había estado vivo en algún momento había pasado por sus manos antes de llegar a la mesa. Se llevaba bien con los vegetales, el trigo de la harina con la que cocinaba no tenía demasiados recuerdos de su propia existencia, pero con el atún era diferente. Miedo miraba la empanada con una cierta tristeza, como recordando algún momento del pasado, pero no se atrevía a decirle nada a las Plagas mayores. “Al menos”, pensó Muerte, “ya no trae pedazos de carne humana, como hacía al principio”. Los primeros tiempos de la humanidad habían sido complicados para Hambre, ya que había sido en gran medida responsable de su creación.

Peste fue la última en llegar. Atravesó una puerta de madera podrida y moho, cruzó el pasillo, entró en el salón y tomó asiento en silencio, sin decir ni una palabra a nadie. Muerte fue la única que le dedicó una sonrisa, porque tenía la firme creencia de que la amabilidad curaba todas las amarguras, pero no la llamó por su nombre, porque no sabía cuál era en ese momento. Peste cambiaba de nombre continuamente, intentando adaptarse a los tiempos de los hombres, pero las últimas pandemias habían tenido nombres tan ridículos y tan variables que había terminado por rendirse. Ahora nadie sabía cómo referirse a ella, y ella tampoco.

—Bueno, pues ya estamos—dijo Muerte—. Nos podemos ir sentando.

Habían acudido todas, y con una puntualidad poco habitual. Eso significaba que eran conscientes de la gravedad de la situación, y eso haría más fácil tomar una decisión. El estado del mundo realmente era un desastre.

—GRACIAS A TODAS… —empezó diciendo Muerte. Se interrumpió, carraspeó y se aclaró la garganta—. Perdón. Gracias a todas por venir. Sé que son malos tiempos y que tenemos mucho trabajo por hacer, y os agradezco que os hayáis tomado la molestia de acudir. Ya sabéis que la situación es muy delicada y tenemos que tomar una decisión. El mundo está fatal y no podemos continuar así.

—A mí no me miréis —dijo Desolación—. Yo llego cuando las demás ya habéis terminado con lo vuestro. Creo que todas sabemos quién se ha estado pasando de la raya.

Excepto Pachanga y Crisis Bursátil, dos de las más jóvenes que no estaban prestando atención, todas las demás Plagas miraron a Guerra.

—¿Qué pasa? ¿Ya me estáis culpando a mí otra vez? Estoy harta de vosotras —dijo la acusada—, siempre me echáis el marrón a mí de todo lo que ocurre. Pero ¿sabéis una cosa? Yo no soy más que la consecuencia, la que paga vuestros platos rotos, así que a lo mejor tenéis que pensar más en lo que hacéis vosotras y dejar de señalarme a mí cada vez que ocurre un desastre.

Se armó un pequeño revuelo, porque las plagas eran muy vanidosas, sin excepción, y a ninguna le gustaba ser la causante de una desgracia, a pesar de que su propia existencia se basaba, precisamente, en ser causa de desgracias.

—¡Siempre estás en todas partes! —gritó Contaminación, que en realidad viajaba mucho más que Guerra, pero casi nadie se daba cuenta.

—¡Eres la que siempre lo complica todo! —dijo Peste, que en el último momento había decidido llamarse Cáncer.

Muerte y Hambre se miraban y sonreían, porque ellas sabían que las cosas eran mucho más sencillas de lo que pensaban las demás plagas, y que todo se reducía, en el fondo, a evitarlas a ellas dos. Finalmente, la mayor acudió en defensa de Guerra.

—Escuchad todas —dijo—, Guerra tiene algo de razón, no podemos acusarla de ser la culpable de todo. Además, estamos aquí para tomar una decisión, porque así no podemos continuar. Tenemos que intervenir, eso está claro, porque al hombre no se le puede dejar solo, pero tenemos que decidir si lo hacemos para salvar a su especie o si acabamos con ella definitivamente y buscamos una sustituta. Yo os propongo que echemos un vistazo al mundo y que tomemos una decisión en base a lo que veamos. ¿Qué os parece?

—Pues que como cambiemos de especie me voy a aburrir mucho durante siglos —dijo Crisis mientras chocaba la palma de la mano con Pachanga. Ninguna de las dos pintaba nada hasta hacía muy poco tiempo—. Pero por mí vale. ¿Quién elije lo que vemos?

—Yo misma —dijo Guerra—. Voy a elegir una escena de una zona en la que yo no haya intervenido, para que no digáis que soy partidista.

Las Plagas rezongaron un poco, pero consintieron. Despejaron el centro de la mesa, quitaron las copas y los platos y se deshicieron de las sombras que proyectaban las lámparas del techo, para que no molestaran. Las bandejas de pastas estaban vacías, observó Muerte con satisfacción, pero la empanada estaba casi intacta. “La próxima vez tengo que preparar más cantidad”, pensó.

Dejaron las tazas en una mesita auxiliar y amontonaron todas las sombras en un sillón, mientras Guerra abría en la mesa una ventana al mundo de los hombres. Comenzó dibujando con el dedo un rectángulo, luego otros rectángulos en el interior, así hasta completar el dibujo de una ventana. Por donde pasaba el dedo, quedaba en la mesa una marca amarilla, como si estuviera escribiendo con un rotulador dorado. Cuando terminó, dibujó dos tiradores redondos en el centro y levantó la mano.

—Ya está. Abre tú misma, Mal.

Malformación agarró los tiradores, que sobresalían por encima de la mesa, y tiró de ellos hacia arriba.

En la ventana no se veía más que una espesa niebla negra, como si el Universo estuviera todavía formándose. Cuando las brumas comenzaron a aclararse, se perfiló sobre un fondo negro la silueta del planeta Tierra. La ventana se fue acercando más y más rápido a la superficie, hasta que se empezaron a ver los continentes, las formaciones naturales, y finalmente las ciudades. La imagen se giró y se acercó al sureste asiático, cada vez más rápido, hasta detenerse encima de un barrio enorme en las afueras de una ciudad. La imagen se volvió borrosa y se transformó en el interior de una de las casas, en una habitación compuesta por un aseo y una cama. En ella se encontraban dos niños de corta edad y, como sucedía en la mayor parte del mundo, Hambre ya les había visitado hacía tiempo. La niña, que tenía unos ocho años, acunaba al niño, que no tendría más de seis, mientras le cantaba una canción de cuna.

—Muy monos —dijo Indiferencia con sarcasmo—, sólo faltan los cachorros de gatitos jugando en un rincón, Guerra. En el fondo a ti te gustan los niños.

—No la he elegido a propósito —respondió Guerra con un ligero enfado—, ha sido una ventana de probabilidad en una ciudad sin mí. Los niños siempre son niños en cualquier parte del mundo, es más fácil comprenderlos a ellos que a los adultos.

—Callaos, por favor —dijo Cáncer—, que no oigo a la niña. Tiene una voz preciosa.

La niña seguía cantando aunque el niño, lejos de dormirse, parecía cada vez más despierto. Sonreía a su amiga (en realidad no eran hermanos), que realmente tenía una voz muy dulce. Lentamente, sacó el brazo derecho de la manta con la que se tapaba y buscó la mano de la niña. Sus dedos se entrelazaron muy suavemente, como sólo pueden hacerlo los niños y los muy ancianos, cuando el contacto de una mano amiga es todo lo que exige el corazón, que aún no sabe de otras necesidades o que ya está cansado de ellas. Aunque su voz flaqueó por un instante, la niña no dejó de cantar la misma estrofa de una canción que se cantaba en todo el mundo con las mismas notas. La letra variaba de unos países a otros, pero el significado siempre era el mismo, siempre la cantaba un adulto a un niño a quien protegía, siempre ofrecía consuelo y apoyo. La niña, a sus ocho años, había aprendido la responsabilidad que tenía frente a alguien más débil, aunque no fuera de su familia, aunque no ganara nada a cambio. Esa necesidad de proteger la inocencia no se la habían inculcado los adultos; había nacido con ella.

Las Plagas siguieron escuchando en silencio, sin atreverse a interrumpir a la niña, comprendiendo lo que significaba su canción desde el primer momento, porque eran las Plagas de la Humanidad y también su última esperanza de supervivencia. Todas eran, sin excepción, muy sensibles a los actos de los hombres, aunque no fueran responsables de ellos o de cómo se dejaban dominar por su presencia.

Cuando la niña calló, finalmente, pasó un buen rato hasta que Muerte se decidió a romper el silencio.

—Bueno, esto es lo que hay. Sabemos de lo que es capaz la especie y también sabemos que nacen siendo inocentes. La decisión es nuestra. Queridas, no podemos marcharnos de aquí sin decidir algo. ¿Intervenimos? ¿Les dejamos a su aire? ¿O cambiamos de especie?

—Un solo inocente merece la pena —dijo Malformación—. Ni siquiera nosotras podemos atrevernos a juzgarlos a todos. Voto por intervenir y salvar el mundo. Yo digo que hay que ayudarlos y que Guerra no es responsable de todo lo que ocurre en la superficie del planeta. ¿Quién me apoya?

—Yo también voto por la vida —intervino Desolación—, en una o dos generaciones, estos niños serán capaces de hacer del mundo un lugar habitable de nuevo.

Las demás plagas asintieron una detrás de otra, apoyando a Malformación.

—Mirad —dijo Miedo—, parece que entra alguien.

A través de la ventana abierta sobre la mesa, vieron como se abrió la puerta de la habitación. Entraron dos hombres, adultos, bien vestidos y bien alimentados. Los niños dejaron de sonreír. Las plagas supieron, en ese mismo instante, que algo malo, algo horrible, estaba a punto de ocurrir.

—Pero dijiste que esta ciudad no te pertenece, Guerra —susurró Indiferencia—, y Miedo no tiene motivos para haberla visitado. No… no hay razón para que los niños se asusten, o sufran… ¿no?

Miedo se mordía las uñas sin ocultar su ansiedad, porque esa escena ya la había visto antes. Hambre, que sabía que su labor no acababa cuando los hombres llenaban el estómago, sino que continuaba hasta que satisfacían todas sus necesidades, era la única que comprendía lo que ocurría.

—No es culpa mía —decía para sí misma—, no es culpa mía, por favor, no me culpéis a mí…

Las plagas, una a una, fueron apartándose de la imagen de la habitación. Muerte fue la única que mantuvo la mirada fija en ella, en todo momento, cuando uno de los hombres comenzó a pegar a los niños, cuando el otro comenzó a desnudarse. El sonido, sin embargo, no podían ignorarlo. La niña que cantaba hacía unos instantes gritó hasta que perdió la voz. El niño lloraba silenciosamente, más acostumbrado al dolor que a las canciones.

—¡No lo soporto más! ¡Muerte, cierra eso y vamos a detener esa locura! —gritó Cáncer.

—Lo que estáis viendo ocurrió ayer —dijo Muerte con calma—. Yo me llevé a los niños hace horas, antes de que empezara la reunión.

Al cabo de un rato cesaron los gritos y los lamentos. Muerte cerró la ventana y la mesa volvió a convertirse en una superficie opaca, lisa y sin dibujos. Contaminación pasaba la mano por encima, como si buscara algún rastro de los niños en ella. Las más jóvenes se habían alejado y hablaban entre ellas, pero Indiferencia no podía contenerse y lloraba en un rincón, sola y completamente descontrolada. Nunca había visto nada parecido. Las Plagas estaban acostumbradas a ver las consecuencias de su presencia, pero aquella crueldad no las pertenecía a ninguna de ellas. Era una Plaga inexistente, propia, creada por y para la humanidad, ajena a las leyes de la Naturaleza y de la vida. Jamás tomó forma o nombre, ni se presentó a las demás como habían hecho las jóvenes al nacer. Seguía oculta en el interior del hombre y no se podía hablar con ella, o cambiar, o simplemente intentar comprender.

—Tú lo sabías —dijo Hambre volviéndose hacia Muerte—. Lo sabías y no nos has dicho nada. Has jugado con nosotras.

—Tienes razón —respondió—, yo sabía lo que iba a ocurrir porque ya había ocurrido, a veces se producen desajustes en el tiempo cuando observamos el mundo. Pero recuerda que yo no abrí la ventana. No me juzgues, Hambre, porque tú y yo sabemos mejor que nadie de lo que es capaz el hombre. No sé de qué te sorprendes.

—Yo… Lo sé, tienes razón, pero… Pensé que esto ya no ocurría, pensé que… A estas alturas y todavía…

Muerte dejó a su amiga tranquila. Se retiró de la mesa y se fue a la cocina a preparar más café, porque presentía que a todas las vendría bien una taza bien caliente. Cuando estuvo listo se acercó con una bandeja preparada. El olor penetrante hizo que las Plagas se volvieran hacia ella. El café de Muerte era famoso incluso entre los hombres.  

—Tenemos que tomar una decisión —dijo—, no quiero que os dejéis influenciar por lo último que habéis visto. La inocencia se pierde con facilidad. Los hombres nacen inocentes, pero aprenden la violencia rápidamente, en cualquier parte del mundo y en cualquier época. Tenemos que decidir qué hacemos ahora que están sumidos en el caos.

Indiferencia, que se había mantenido alejada, se acercó a la mesa. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro deformado en una mueca de rabia infinita.

—Mátalos —dijo—. Mátalos a todos.

—Indi, querida. ¿Estás segura? Esta decisión no tiene vuelta atrás.

—Mátalos —dijo Cáncer poniéndose en pie.

—A todos. Hasta el último de su especie.

—Mátalos a todos.

Las palabras se transformaron en un grito de una sola voz. Una tras otra se unieron, y gritaron, y exigieron a Muerte que actuara, sin dudar, sin tardanza y sin excepción. La sentencia era clara y unánime: Genocidio.

Muerte se levantó de su silla y pidió silencio con las manos.

—Está decidido entonces. La humanidad muere hoy.

—Llámame cuando quieras empezar de nuevo —dijo Malformación poniéndose en pie. Recogió su bolso y su sombra, que seguía en el sillón junto a todas las demás, y abandonó la casa con una mueca de disgusto sin despedirse. Muerte le perdonó la grosería, porque sabía que había apostado muy fuerte por el hombre. Generación tras generación, había esperado a que la civilización del hombre floreciera, esperando el momento en el que ya no las necesitaran a la mayoría de ellas. Pero en lugar de eso, las plagas cada vez habían sido más, y más maduras, llenas de matices, de nombres y de rostros. Era la que más se había sentido decepcionada por el fracaso.

Poco a poco, las plagas se fueron marchando. Miedo fue la última en abandonar la casa, igual que había sido la primera en llegar.

—Te dejo sola, que hoy tendrás mucho trabajo —dijo—, pero cuenta conmigo, ¿vale? Entre las dos seguro que podemos hacer algo.

—Eso haré, querida —respondió Muerte, y en el fondo, sabía que Miedo iba a ser la única a quien iba a llamar, que no iba a contar con ninguna de las demás Plagas. “A partir de ahora”, pensó, “ella y yo nos ocuparemos de todo”.

 Muerte se quedó sola, y nadie puedo ver que estaba sonriendo. Llevaba mucho tiempo esperando esa decisión. Cuando la llevara a cabo podría empezar de nuevo, podría intentarlo de nuevo con otra especie. Pero no iba a cometer los mismos errores. Esa vez no pensaba permitir que Hambre se entrometiera. Lo haría todo ella misma, como debía haberlo hecho la primera vez. Las Plagas menores no iban a ser necesarias en mucho tiempo y, respecto a las mayores, sabía muy bien que debía mantenerlas al margen todo lo posible. Si Hambre se metía de por medio, los hombres se peleaban entre ellos, pero cuando ella se acercaba, los hombres se abrazaban unos a otros. Miedo y Muerte serían las únicas que intervendrían. La nueva creación sería consciente de ellas más que del resto de las Plagas.

“Esta vez”, pensó, “todo será diferente”. 


*********************

Me siento en deuda con Neil Gaiman y Terry Pratchett, por todo lo que me han enseñado, inspirado y permitido vivir. Sus mundos vivirán mucho más tiempo que el nuestro.