domingo, 12 de junio de 2011

Los que se resisten a morir (segunda entrada)

No sé si esta historia terminará como he pensado que termine. Tampoco sé si va a funcionar correctamente, porque tiene la estructura de un castillo de naipes.

Debo aclarar una cosa: En la historia aparecen personajes que han existido realmente. Por ejemplo la gatita de Devan, basada en un ser realmente excepcional que hace tiempo que camina entre mantas mullidas y lonchas de jamón de york.

Sopa, querida, espero que, desde el cielo de los gatos, no te parezca mal que hable de ti.

Los gatos, especialistas en vivir bien.




Devan se fue andando hasta su casa, porque andar, lo que son las cosas, siempre había pensado que era sano y que venía bien para mantenerse en forma. Nada más llegar, para contrarrestar la ironía, se abrió una cerveza.


Entonces se sentó en su sofá, con la televisión apagada, con los zapatos puestos y el informe médico en un sobre cerrado. Lo usó de posavasos. Miró a su gata, Sopa, que dormía sobre su cojín favorito, ajena a todo y a todos. Ella no tenía conciencia ni de sus enfermedades, que las tenía y muy graves, ni del paso del tiempo. Vivía feliz con su cuenco de comida siempre lleno, con unas caricias de vez en cuando y con el calor del sol en su lomo, cuando calentaba a través de los cristales. La quedaba poco tiempo de vida, porque ya era muy mayor, y estaba ciega, pero no parecía importarla lo más mínimo. Devan, a su lado, se sintió poco evolucionado, como alguien menos preparado, menos consciente de sí mismo.

—Darwin ­—pensó en voz alta—, no tienes ni puta idea.

Entonces comenzó a pensar, porque era inevitable. Era un soñador, pero también era consciente de la necesidad de ser práctico. Tenía que tomar una serie de decisiones, respecto al trabajo, a contárselo a los amigos y a los familiares, que alguno tenía (en realidad no se lo llegó a contar a ninguno), y respecto a la vida que iba a llevar a partir de ese momento, si decidía someterse a un tratamiento agresivo que lo dejaría hecho polvo, o si decidía seguir viviendo su vida, atar cabos sueltos y hacer algunas cosillas que tenía pendientes desde hacía tiempo, antes de que el tumor afectara al control de su cuerpo y lo inmovilizara en una cama. Eso iba a ocurrir, pero tenía que decidir si no le importaba que fuera pronto, a cambio de unos meses de vida útil, o más tarde, arriesgándose a entrar en un hospital y no volver a salir.

Era una decisión difícil, pero ya estaba acostumbrado a tomarlas. Atrás quedaban los meses de pesadillas y las noches de insomnio que ya no tendría, porque ahora se habían hecho realidad y ya no había nada que temer. Porque de eso se trata todo, de eso hablan los sueños: de temer lo que pueda ocurrir. Como a él ya le había ocurrido lo que más temía, se sintió de algún modo en calma, en paz.

Algo parecido la ocurría a Sopa cuando se encontraba el cuenco de comida vacío: sus peores pesadillas se hacían realidad. Ella lo llevaba mucho peor, porque al fin y al cabo no estaba tan arriba en la escala evolutiva. Y eso que su problema se solucionaba regularmente por La Mano que Alimenta, que es como ella llamaba a Devan. En silencio, porque era un gato.

Así que pensó. Y pensó. Y tanto se aburría que estuvo a punto de abrirse otra cerveza, pero se dio cuenta de que, realmente, emborracharse no sólo no era una solución sino que podía llevarle a la tumba. La última copa bien podía convertirse, de forma literal, en la última.

O eso le habían dicho. Porque llegados a ese punto no terminaba de creerse todo lo que decían los médicos. Bien mirado, aunque ellos tampoco se lo creían, todo lo que hacían era por su bien, de eso sí estaba seguro. Devolvió la cerveza al frigorífico.

Se dio una vuelta por la casa. Parecía que la veía por primera vez. Era algo fría, a pesar de sus esfuerzos (y los de Sopa) por hacerla acogedora. Devan tenía algunos problemas para expresar sus emociones, y eso se dejaba notar en la decoración de las habitaciones. Parecían sacadas de un catálogo de Ikea cuyo decorador acabara de recibir la carta de despido. En realidad no hacía vida fuera del salón-cocina, del baño y de la habitación. No tenía una sala para trabajos manuales, ni una cama para invitados. Aunque eso sí, había una pequeña habitación, poco más que un cuarto de plancha, en el que guardaba algunos de sus libros más preciados, sus apuntes del instituto, los cuadernos que le servían de diario cuando era un adolescente y sus notas de sectario.

Él no lo veía así, claro, no se consideraba a sí mismo como el despojo de una secta, pero cualquier psicólogo que echara mano de esos apuntes no dudaría en:

a)            Encerrarle en un manicomio.
b)            Someterle a una terapia intensiva para hacerle olvidar esas tonterías, y luego encerrarle en un manicomio.
c)            Analizar esas notas, ver el conjunto y darse cuenta de que no había errores ni inconsistencias, que las cosas cuadraban. Y luego encerrarse juntos en un manicomio, confiando en obtener un descuento de grupo.

Devan había creído firmemente en su propia religión, esa que había desarrollado por escrito. Luego había crecido, y poco a poco lo había ido olvidando todo… los otros mundos, las vidas alternativas, los seres formados por sentimientos puros que guiaban sus actos como una conciencia infantil, y por supuesto, que daban sentido a su vida. De eso tratan todas las religiones.

Por aquel entonces él era un hombre apasionado y extrovertido, la alegría de las fiestas con su humor y sus extravagancias, hasta que perdió la fe.

UN METODO INFALIBLE PARA ENCONTRARTE MUY, MUY MAL.
-              Elige una religión.
-              Créetela, de forma que tu vida, tus penurias y tus problemas tengan sentido y justificación en forma de plan divino.
-              Acostúmbrate a consolarte pensando que no debes preocuparte por nada, porque Dios Te Ama.
-              Pierde la fe, de forma paulatina pero inevitable, hasta que te des cuenta de que vivías en una mentira.
-              Intenta apechugar.

Le quedó un ligero toque de amargura y un inconfundible cinismo. Y cuando se acostó esa noche, sin ganas ni de ver la televisión, ni de leer, ni de entretenerse con sus recuerdos de novias pasadas, no conseguía dormirse, porque por las noches es cuando más solo se puede uno llegar a sentir.

Le entraron ganas de llorar, con esa desesperación que se te aferra a las tripas cuando te sientes completamente vulnerable. El corazón se le aceleró de puro miedo, irracional y rebosante de pensamientos que no se concretaban, pero que hablaban de muerte y desaparición. Hasta que Sopa se subió a la cama y, con movimientos expertos, se abrió paso entre las sábanas y se acurrucó al calor de su cuerpo, no se tranquilizó. Al final se durmió cuando empezó a escuchar un ligero ronroneo. No tenía ni idea, claro, pero si hubiera sabido que al día siguiente iba a conocer a uno de los espíritus de sus apuntes, ni el ronroneo de todos los gatos de una fábrica de envasado de atunes le habría tranquilizado.

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