viernes, 16 de noviembre de 2012

FANTASMAS DE MARTE


Este relato me ha costado. El original no me gustó nada, y lo he retocado una y otra vez. A pesar de ello,  espejo, supongo, de mis propios pensamientos, el resultado es complejo, enmarañado, y a veces denso y pesado. 

Encierra una gran verdad: Siempre nos sentimos solos, aun cuando formamos parte del Mundo. Es nuestra naturaleza.



Los homenajes de este relato son obvios y fantásticos. Edgar Rice Burroughs nos mira desde el cielo marciano y sonríe.

Edit: Te propongo que lo leas con la misma canción que escuchaba yo, una y otra vez, mientras lo retocaba... Es una melodía que se adapta bastante bien a la imagen que pretendía transmitir. 

Edit 2: He modificado una expresión repetida y afinado un poco más la descripción de una sonrisa en la superficie de Marte. Gracias, Sr. Jorge. Así uno va mejorando.











FANTASMAS DE MARTE

Dos días después de estrellarse en la superficie del planeta, dos años después de abandonar su planeta natal, el corazón de Kyle dejará de latir. No habrá lágrimas a su alrededor, ni llantos desconsolados. No sentirá tristeza, ni dolor, ni tan siquiera arrepentimiento. Morirá habiendo satisfecho el sueño de su vida: llegar a Marte. 

Habría preferido seguir viva, realizar su trabajo, construir las bases para una instalación en la superficie del planeta rojo y volver a la Tierra, gloriosa, victoriosa, convertida en uno de los mayores héroes de la historia del hombre.Pero no será así. La misión está perdida. 

La estación, en órbita sobre el planeta, se desintegra de forma lenta y silenciosa. Pequeños fragmentos de acero, aluminio y titanio flotan alrededor de Marte, cayendo en una larga y cadenciosa elíptica, mezclados con pequeñas burbujas de sangre, agua y nitrógeno. Los sistemas de seguridad fallaron, la vida se escapó entre fisuras, cables sueltos y explosiones. Todos los ocupantes de la estación han muerto. Todos, menos uno. Una mujer logró llegar hasta el módulo de superficie y activarlo, y se arriesgó a una caída descontrolada hasta la superficie, planeando a través de una atmósfera tenue y frágil. Buscó una superficie adecuada, lejos de las tormentas que azotaban la superficie, y se dirigió hacia ella, en lo más profundo del Valle Mariner.

Las estrellas lucen en el cielo. Kyle es consciente de ello, pero no puede verlas. Algunas brillan desde el origen de los tiempos y siguen existiendo, en el borde del Universo. Algunas ya han desaparecido, pero su luz aún no lo sabe y sigue llegando hasta nosotros, atravesando el tiempo y el espacio. Soplan vientos huracanados, allá arriba, por encima de las crestas, de las paredes, de los ríos de dióxido de carbono y  las mareas de arena cambiante que rodean el valle. La pequeña nave con la que ha llegado hasta el planeta se ha partido en pedazos. Kyle, envuelta en su traje protector, se arrastra torpemente de uno a otro. Está condenada, lo sabe, pero su cuerpo se niega a admitirlo. Nunca fue de las que se sentaban a esperar. La muerte la encontrará intentando sobrevivir.

Hasta el último momento se aferra a la conciencia, pensando, casando palabras, hilvanando pensamientos como si alguien pudiera leerlos algún día en algún futuro, como si su mente fuera un diario que se pudiera encontrar entre las arenas del tiempo de Marte, en un futuro lejano, y así pudieran pasar a la historia. “Estos fueron los últimos pensamientos de la primera persona en pisar el suelo del planeta”, dirían los profesores, y los alumnos escucharían en silencio, maravillados e impresionados por su coraje. Pero el mundo donde nació, la Tierra, ya la recuerda muerta, desde el momento en el que las comunicaciones se cortaron, mientras enviaban un último y desesperado informe de daños. En todos los futuros posibles, tome las decisiones que tome a partir de este momento, inevitablemente, va a morir.

El corazón late y bombea sangre al cerebro, a los brazos, y se escapa por las heridas de las piernas fracturadas y deshechas. Pierde fuerza poco a poco y se también huyen sus ganas de vivir. El hígado se colapsa, las conexiones neuronales se interrumpen, los pulmones se inundan. Kyle siempre ha estado muerta, sobre la arena, desde el momento en el que nació. Sus últimas fuerzas las utiliza en quitarse el casco del traje de protección. El oxígeno escapa y se pierde en una atmósfera frágil. Los ojos se Kyle se cierran. “Que Dios se apiade de mi alma”, piensa. Un segundo más tarde, su mente la traiciona y genera un nuevo pensamiento. “Tenía que haberme quedado en casa”.

Igual que en el momento de su nacimiento, tan lejano, llora de miedo ante lo desconocido. Igual que entonces, lo desconocido es un mundo inmenso, mayor que todo lo que ha vivido hasta este momento. El miedo la invade, se acostumbra a él, y de pronto lo ignora. La mente de los hombres siempre ha temblado ante la grandeza del espacio y, en ese planeta tan cercano, y tan lejano, el miedo sólo puede dejarse atrás.

La conciencia de Kyle se despierta y mira con unos ojos que ya no tiene. Por pura costumbre se levanta, mira a su alrededor y ve su cuerpo inerte detrás de ella.

“Estoy muerta”, piensa. No sabe cómo lo hace porque, en rigor, no debería ser capaz de pensar. Su cuerpo yace a sus pies. El casco está en el suelo y una ligera brisa agita sus cabellos. Su rostro, deformado por la falta de presión, oculta una sonrisa forzada. Pero es su cuerpo el que sonríe, muerto, silencioso e inmóvil, no su alma, que se agita con el viento que pasa a través de ella.

El momento de su muerte vibra a su alrededor, como si el tiempo fluctuara y se mezclara con la arena. Lo primero que percibe, aunque tardará aún en asumirlo, es que el paso del tiempo ha dejado de tener importancia. Para un cuerpo sin sustancia, la física es una cuestión de perspectiva. ¿Ha muerto hace un instante, o hace un año? Su cuerpo no ha cambiado, aún tardará en deshidratarse y momificarse. Su sonrisa permanece, debajo de la descompresión y los fluidos que dibujan manchas en su pelo, en la arena y el traje.

 “Hermoso cadáver”, susurra alguien que no está a su lado.

Kyle se vuelve. Justo cuando lo hace, se da cuenta de que no tiene un cuerpo, ni unos ojos que vean a través de él. Es su conciencia la que ha girado, la que se ha concentrado en otra dirección. Es una sensación extraña.

“Me llamo John”, dice el fantasma de un hombre.

John es una presencia a su alrededor. Lo será durante mucho tiempo, y a veces esa presencia se alejará tanto que parecerá que nunca ha existido. Pero en este momento, John se encuentra junto a ella. Kyle comprende que su sistema de referencia, su forma de pensar en pasado y futuro, sigue atrapándola.

Dice que se llama John. Lo reconoce por la memoria muerta de su cuerpo sangrante, roto y abandonado tras ella. Cuando estaba viva, leyó acerca de él, de sus aventuras, de sus viajes y de sus batallas. “¿Cómo puedo recordarlo”, piensa de forma intuitiva. “Esos recuerdos están almacenados en mi cerebro, que ha dejado de funcionar”. Su mente inquieta, científica, sigue buscando respuestas a las preguntas equivocadas. Quien está frente a él es, desde su punto de vista, más importante que la persona que fue ella.

“Sé de ti”, dice sin hablar. “Te conozco. Me hablaron de ti. Cuando vivía. Eres John Carter, de Marte. Eres el conquistador.”

La esencia de John asiente sin moverse. El sol empieza a iluminar el mundo a su alrededor, pero ninguno de los dos proyecta sombra alguna. En un instante pasa un día entero, una rotación gastada e inmutable. Kyle ha estado pensando durante todo el tiempo, lentamente, comunicándose de forma intuitiva, casi sin palabras, con el ser que tiene frente a ella.
“John Carter no existe”, piensa. “Es producto de la imaginación de un escritor”.

Sin embargo, su presencia la envuelve y la sobrecoge. John es tan real como ella misma y como el planeta sobre el que flotan sus almas.

Cae la noche, y transcurre, pero Kyle no se da cuenta hasta que vuelve de nuevo el día y trae la luz consigo. Entonces habla de nuevo.

“¿Podemos movernos?”

John extiende una mano que no tiene, agarra su cintura con suavidad incorpórea, y se elevan de un salto por encima de las paredes escarpadas del valle. No están volando. Tampoco percibe la inercia y la velocidad de un salto. Sabe que se está moviendo porque el paisaje cambia a su alrededor, pero igualmente podría ser el planeta el que gira ignorándola a ella y su presencia incorpórea.

“Claro que podemos movernos”, dirá él cuando se posen de nuevo en el suelo. Ella lo mirará a los ojos y verá dos estrellas gemelas a través suyo, soles recién nacidos cuya luz aún no ha llegado hasta el planeta. Los verá porque John no tiene un cuerpo que oculte la belleza del cielo, y ella no tiene unos ojos tan ciegos que sólo perciben la luz. Sentirá una paz cálida, serena, la paz que ansía todo ser vivo desde el momento en el que nace, pero aún no sabrá la razón y, cuando la comprenda, esa paz será eterna.

John le muestra la belleza serena y silenciosa del planeta rojo. Corren y vuelan a través de las tormentas. Saltan hasta las cimas de Tharsis y planean por las suaves pendientes del Olimpo. Se dejan caer por las grietas de los volcanes hasta el núcleo incandescente. Lo ven enfriarse, poco a poco, grado a grado, dejando que transcurra el tiempo a una velocidad difícil de percibir incluso para ellos, y luego retroceden de nuevo al presente, bailando al filo de una dimensión extraña. Regresan a la muerte reciente de Kyle y el núcleo brilla y fluye con el calor primigenio. Suben a la superficie, a los vientos huracanados y las tormentas de arena que se extienden por cientos de kilómetros. La estación espacial se sigue descomponiendo en el cielo, poco a poco, visible cuando el sol se oculta, con sus ocupantes muertos, todos ellos, incluso aquel que logró escapar y caer a la superficie.

“Te enseñaré a los habitantes del planeta”, dice John. Kyle lo comprende, porque en el futuro ya los conoce a todos, pero en ese momento no sabe nada de su existencia. Aún le cuesta pensar en términos no lineales. “Creía que no había vida en Marte”, responde, y se da cuenta en un instante de que su razonamiento no tiene sentido. “¿Estoy viva?”, se pregunta. “¿Qué es lo que soy? ¿Perderé la conciencia de mí misma?”

John no responde, porque sabe que no existe una respuesta verdadera y él nunca miente. A veces la conciencia se diluye, y a veces permanece hasta que el cuerpo se corrompe y luego desaparece, cuando los vientos, la arena y el hielo descomponen las redes neuronales apagadas y frías.

A veces, simplemente, el alma sobrevive a todo eso, cuando encuentra una nueva cuna en la que crecer.

Viajan de nuevo y visitan las ruinas de una civilización desaparecida hace siglos, grandes ciudades que se descomponen y se convierten en arena roja. Kyle nunca había visto construcciones como esas, los restos de una civilización ajena a la especie humana. Entre los muros y los monumentos erosionados, el rostro deshecho de John les contempla desde el pasado, tallado en estatuas, en monedas y en edificios. El rostro que refleja su espíritu había sido grabado cientos de veces con precisión sagrada.

“Eres tú”·, dice ella. “Esta ciudad te rendía culto”.

“Claro que soy yo”, responde John. “Yo era su rey, su protector, su mejor. Yo permaneceré cuando llegue el hombre de nuevo, y se establezca en la superficie y bajo ella, y también permaneceré cuando viaje hacia las estrellas, evolucione y desaparezca. Yo soy Marte, y existiré mientras el planeta exista. Cuando se consuma en las llamas del sol moribundo, dentro de un tiempo infinito, me uniré a él y desapareceré. Ya lo he hecho, en ese momento, pero nunca antes, nunca hasta entonces. Yo jamás abandonaré Marte.”

Kyle se siente de pronto triste, inocente y frágil. Sabe que ella marchará, dejará el planeta y se fundirá en la mente colectiva de una especie diferente, descendientes de los seres humanos que ella ha conocido, dentro de varios milenios. Lo sabe de una forma intuitiva, porque poco a  poco está aprendiendo a conocer lo que aún no ha ocurrido en el tiempo. Sabe que la especie a la que ella pertenecía viajará al planeta rojo, y a otros planetas, y finalmente abandonará el Sistema Solar y se adentrará en el espacio profundo, transformada en algo muy diferente al ser humano que ella conoció, tan pequeño, egoísta y frágil.

 John no les acompañará. El mantendrá su esencia, su corazón, una pasión primitiva reservada a los espíritus de los animales y a los dioses. A pesar de haber sido humano, hombre, terráqueo, él siempre será recordado como el hijo predilecto de Marte. Ella aún no comprende la relación entre ese hombre y el planeta. Existe una profunda verdad que ronronea en el núcleo incandescente, viaja a través de las arenas fundidas hasta la superficie fría, y le habla en forma de vientos y tormentas. Pero ella no sabe escuchar.

“No soy la primera”, siente Kyle. Ya no tiene pensamientos, sino certezas e incertidumbres. No es la primera, nunca lo ha sido. Ese es el hecho. “No soy el primer ser humano que muere en este planeta. “

El alma de John no dice nada, pero su presencia dice “te equivocas”. La abraza de nuevo, salta con ella, alto, por encima de la atmósfera, de las tormentas y de los restos mortales de los hombres de la estación espacial, hasta que la curvatura del planeta se hace visible. Bajo ellos se extienden las inmensas montañas y la paz caótica del polvo y el paso del tiempo.

“Estás viendo Marte”, dice John. Nunca fueron sueños. Marte existe, extiende sus promesas, toca la conciencia de los hombres y colapsa su función de onda, transformándola, enlazando con el mundo en el que sus sueños se hicieron realidad.

“En Marte nacerá Michael Smith, viajará a la Tierra y conmoverá la sociedad de los hombres con su visión de las relaciones humanas. Martin Gibson llegará a una colonia humana, se perderá en los mares de plantas y descubrirá cosas asombrosas. Manhattan creará una nave inmensa de cristal con la que recorrerá la superficie del planeta. El ser humano, ya establecido, vivirá con los breekmen, los cazadores, muy diferentes de los agresivos y despiadados luchadores que conocí yo. Como ellos habrá muchos más. La población de Marte es inmensa, siempre diferente, infinita, variable en función de quien la observa. Tu equipo y tú, Kyle, esperabais encontrar un planeta muerto, y eso fue Marte para vosotros. Pero esa ha sido, es, tan solo vuestra realidad.”

“Yo pertenezco a una realidad diferente”, prosigue después de un silencio largo, “más sencilla, más universal. Yo fui el primero en ser creado.”

Kyle siente, escucha, piensa, y entonces comprende, porque la comprensión, para una mente tan inmensa como la suya, termina llegando antes o después. Comprende por qué puede pensar, y recordar, y sentir, a pesar de carecer de un cuerpo y un cerebro preparado para ello. Comprende mientras las arenas de Marte giran y se agitan ante la llegada de una nueva tormenta.

El ser humano no es inmortal, su espíritu no perdura. Sin embargo, el planeta sí lo hace. Su red neuronal ha permanecido vacía, sin razón alguna para funcionar, hasta que llegó ella. Sus pensamientos, sus recuerdos, y a partir de ahí, el planeta entero, comenzaron a experimentar un tiempo nuevo, diferente y lleno de vida.

La forma de vida más grande del sistema solar comprendió, tomó conciencia de sí misma a través de la conciencia del hombre, y viajó atrás en el tiempo, y adelante, y en un instante la historia se había creado a sí misma, todas las historias, todas nuevas y todas diferentes en infinitos mundos. Era un planeta que no sabía que estaba vivo, que no sabía que podía pensar, y sentir, y viajar en la mente y las vidas del resto del Universo. Pero aprendió rápido, aprende a cada momento que pasa, lo habrá aprendido todo mucho antes de que el sol lo devore.

Kyle siente que es la madre, la creadora y la víctima del sueño de un planeta infinito. Piensa en aquellos personajes que han viajado a Marte, que han vivido o que vivirán mucho tiempo después. Son muchos, más de los que había imaginado. Pero por encima de todos ellos, siempre ha estado él, un único individuo destacando entre varias especies, brillando, saltando y volando sobre sus cabezas. Es John Carter, el conquistador, el primer hombre en soñar con Marte, alcanzar su superficie y conquistar su corazón. Su esencia parece tan pálida, insustancial y carente de vida como la suya propia, pero su corazón late inmenso, fluyendo por cada grieta del planeta.

Kyle comprende, desde ese momento y para siempre. Esa comprensión perdurará, incluso cuando su esencia se diluya con la mente colectiva de la humanidad, en uno de los futuros posibles. John, el primer hijo de Marte, viajará y se fundirá en esa mente colectiva y, a su pesar, sobrevivirá al planeta.  

sábado, 10 de noviembre de 2012

LA INTERPRETACIÓN DE LAS CORTINAS AZULES



Cita:

Frase sacada de una novela cualquiera: Las cortinas eran azules.
Lo que interpreta tu profesor de literatura: Las cortinas representan su inmensa depresión y su falta de deseo de continuar.
Lo que quería decir el autor: Las cortinas eran azules y ya está, coño.



El autor puede tener una idea en mente cuando escribe una frase determinada, pero en mi opinión, el autor no es consciente de las implicaciones de lo que escribe, no es dueño de su subconsciente. El escritor utiliza palabras para traducir emociones y pensamientos que no sabe que guarda en su interior, y por eso siente la necesidad de escribirlos.

¿Qué quiere decir el autor cuando escribe que las cortinas eran azules?

Puede querer describir el color de las cortinas y ya está, pero... ¿por qué las describe como azules? ¿Porque son así las de su cuarto, porque le gusta el color, o porque en ese momento se siente deprimido, sin ganas de continuar, y sin darse cuenta eso le hace pensar en cortinas azules?

Como en todas las formas de arte, es muy fácil caer en el absurdo, como en el ejemplo que estamos usando, y reducirlo todo a un chiste de profesor retorcido con moraleja en forma de Navaja de Occam, ya sabes, ese principio que dice que, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta.

El chiste no tiene gracia, en realidad. La visión del crítico de arte equivocándose frente a las pretensiones del autor, para regocijo del personal, me recuerda a un grupo de chicos en pantalón corto, paletos con dificultades para leer y escribir, haciendo correr al chico con gafas, al empollón de la clase, riéndose y burlándose de él, como hace Nelson, el personaje de Los Simpsons, por ser más inteligente que ellos.



Ja, ja.

Idiota. Algún día trabajarás para Milhouse.



Para mí, el color de las cortinas puede tener un significado diferente que para el autor. Puede evocar un recuerdo, o un sentimiento completamente alejado de sus intenciones. Quizá en una frase esas intenciones pasen desapercibidas, pero si se repiten a lo largo del texto, entonces su interpretación no será tan aleatoria o subjetiva como nos hacen creer los chistes. Si el azul simbolizara la depresión y el personaje del libro se terminara suicidando, ¿podríamos decir que el autor simplemente quería describir el color de las cortinas? ¿O podríamos pensar que, de forma consciente o inconsciente, el autor estaba creando una atmósfera, evocando la depresión y trasladándola al color de las cortinas?

Toda interpretación es válida si es veraz, si se realiza a partir de un sentimiento cierto.

Si un libro te vuelve nostálgico, será por alguna razón. Puede que el autor no lo pretendiera, pero esa razón existe, es real, y será más válida cuanto más universal sea, es decir, si a mucha gente le vuelve nostálgico ese libro por la misma razón, esa razón tendrá más peso, pero no será más real que el resto de razones.

La realidad no siempre es sencilla. Lo que quiere decir un artista no lo sabe ni el propio autor.


Desconfía de aquellos que pueden explicar con detalle lo que hacen y por qué lo hacen: Probablemente estén mintiendo.

¿No lo crees así? ¿El color de las cortinas es siempre casual?

 Preguntemos a nuestros sentimientos, y decidamos.




Busco respuestas a preguntas que no sé cómo formular. ¿Por qué Dailyn, mi diosa de la Naturaleza, es una niña flaca y más bien feucha? ¿Por qué Damian, mi mago adolescente, fuma tanto? ¿Por qué siempre se mueven las sombras de las esquinas cuando no las miras?