Este relato me ha costado. El original no me gustó nada, y lo he retocado una y otra vez. A pesar de ello, espejo, supongo, de mis propios pensamientos, el resultado es complejo, enmarañado, y a veces denso y pesado.
Encierra una gran verdad: Siempre nos sentimos solos, aun cuando formamos parte del Mundo. Es nuestra naturaleza.
Los homenajes de este relato son obvios y fantásticos. Edgar Rice Burroughs nos mira desde el cielo marciano y sonríe.
Edit: Te propongo que lo leas con la misma canción que escuchaba yo, una y otra vez, mientras lo retocaba... Es una melodía que se adapta bastante bien a la imagen que pretendía transmitir.
Edit 2: He modificado una expresión repetida y afinado un poco más la descripción de una sonrisa en la superficie de Marte. Gracias, Sr. Jorge. Así uno va mejorando.
FANTASMAS
DE MARTE
Dos
días después de estrellarse en la superficie del planeta, dos años después de
abandonar su planeta natal, el corazón de Kyle dejará de latir. No habrá
lágrimas a su alrededor, ni llantos desconsolados. No sentirá tristeza, ni
dolor, ni tan siquiera arrepentimiento. Morirá habiendo satisfecho el sueño de
su vida: llegar a Marte.
Habría preferido seguir viva, realizar su trabajo, construir las bases para una instalación en la superficie del planeta rojo y volver a la Tierra, gloriosa, victoriosa, convertida en uno de los mayores héroes de la historia del hombre.Pero no será así. La misión está perdida.
La estación, en órbita sobre el planeta, se desintegra de forma lenta y silenciosa. Pequeños fragmentos de acero, aluminio y titanio flotan alrededor de Marte, cayendo en una larga y cadenciosa elíptica, mezclados con pequeñas burbujas de sangre, agua y nitrógeno. Los sistemas de seguridad fallaron, la vida se escapó entre fisuras, cables sueltos y explosiones. Todos los ocupantes de la estación han muerto. Todos, menos uno. Una mujer logró llegar hasta el módulo de superficie y activarlo, y se arriesgó a una caída descontrolada hasta la superficie, planeando a través de una atmósfera tenue y frágil. Buscó una superficie adecuada, lejos de las tormentas que azotaban la superficie, y se dirigió hacia ella, en lo más profundo del Valle Mariner.
Habría preferido seguir viva, realizar su trabajo, construir las bases para una instalación en la superficie del planeta rojo y volver a la Tierra, gloriosa, victoriosa, convertida en uno de los mayores héroes de la historia del hombre.Pero no será así. La misión está perdida.
La estación, en órbita sobre el planeta, se desintegra de forma lenta y silenciosa. Pequeños fragmentos de acero, aluminio y titanio flotan alrededor de Marte, cayendo en una larga y cadenciosa elíptica, mezclados con pequeñas burbujas de sangre, agua y nitrógeno. Los sistemas de seguridad fallaron, la vida se escapó entre fisuras, cables sueltos y explosiones. Todos los ocupantes de la estación han muerto. Todos, menos uno. Una mujer logró llegar hasta el módulo de superficie y activarlo, y se arriesgó a una caída descontrolada hasta la superficie, planeando a través de una atmósfera tenue y frágil. Buscó una superficie adecuada, lejos de las tormentas que azotaban la superficie, y se dirigió hacia ella, en lo más profundo del Valle Mariner.
Las
estrellas lucen en el cielo. Kyle es consciente de ello, pero no puede verlas. Algunas
brillan desde el origen de los tiempos y siguen existiendo, en el borde del
Universo. Algunas ya han desaparecido, pero su luz aún no lo sabe y sigue
llegando hasta nosotros, atravesando el tiempo y el espacio. Soplan vientos
huracanados, allá arriba, por encima de las crestas, de las paredes, de los
ríos de dióxido de carbono y las mareas
de arena cambiante que rodean el valle. La pequeña nave con la que ha llegado
hasta el planeta se ha partido en pedazos. Kyle, envuelta en su traje
protector, se arrastra torpemente de uno a otro. Está condenada, lo sabe, pero
su cuerpo se niega a admitirlo. Nunca fue de las que se sentaban a esperar. La
muerte la encontrará intentando sobrevivir.
Hasta
el último momento se aferra a la conciencia, pensando, casando palabras,
hilvanando pensamientos como si alguien pudiera leerlos algún día en algún
futuro, como si su mente fuera un diario que se pudiera encontrar entre las
arenas del tiempo de Marte, en un futuro lejano, y así pudieran pasar a la
historia. “Estos fueron los últimos pensamientos de la primera persona en pisar
el suelo del planeta”, dirían los profesores, y los alumnos escucharían en
silencio, maravillados e impresionados por su coraje. Pero el mundo donde nació,
la Tierra, ya la recuerda muerta, desde el momento en el que las comunicaciones
se cortaron, mientras enviaban un último y desesperado informe de daños. En
todos los futuros posibles, tome las decisiones que tome a partir de este
momento, inevitablemente, va a morir.
El
corazón late y bombea sangre al cerebro, a los brazos, y se escapa por las
heridas de las piernas fracturadas y deshechas. Pierde fuerza poco a poco y se
también huyen sus ganas de vivir. El hígado se colapsa, las conexiones neuronales se
interrumpen, los pulmones se inundan. Kyle siempre ha estado muerta, sobre la
arena, desde el momento en el que nació. Sus últimas fuerzas las utiliza en
quitarse el casco del traje de protección. El oxígeno escapa y se pierde en una
atmósfera frágil. Los ojos se Kyle se cierran. “Que Dios se apiade de mi alma”,
piensa. Un segundo más tarde, su mente la traiciona y genera un nuevo
pensamiento. “Tenía que haberme quedado en casa”.
Igual
que en el momento de su nacimiento, tan lejano, llora de miedo ante lo
desconocido. Igual que entonces, lo desconocido es un mundo inmenso, mayor que
todo lo que ha vivido hasta este momento. El miedo la invade, se acostumbra a
él, y de pronto lo ignora. La mente de los hombres siempre ha temblado ante la
grandeza del espacio y, en ese planeta tan cercano, y tan lejano, el miedo sólo
puede dejarse atrás.
La
conciencia de Kyle se despierta y mira con unos ojos que ya no tiene. Por pura
costumbre se levanta, mira a su alrededor y ve su cuerpo inerte detrás de ella.
“Estoy
muerta”, piensa. No sabe cómo lo hace porque, en rigor, no debería ser capaz de
pensar. Su cuerpo yace a sus pies. El casco está en el suelo y una ligera brisa
agita sus cabellos. Su rostro, deformado por la falta de presión, oculta una sonrisa forzada. Pero es su cuerpo el que sonríe, muerto,
silencioso e inmóvil, no su alma, que se agita con el viento que pasa a través
de ella.
El
momento de su muerte vibra a su alrededor, como si el tiempo fluctuara y se
mezclara con la arena. Lo primero que percibe, aunque tardará aún en asumirlo,
es que el paso del tiempo ha dejado de tener importancia. Para un cuerpo sin
sustancia, la física es una cuestión de perspectiva. ¿Ha muerto hace un
instante, o hace un año? Su cuerpo no ha cambiado, aún tardará en deshidratarse
y momificarse. Su sonrisa permanece, debajo de la descompresión y los fluidos que dibujan manchas en su pelo, en la arena y el traje.
“Hermoso cadáver”, susurra alguien que no está
a su lado.
Kyle se
vuelve. Justo cuando lo hace, se da cuenta de que no tiene un cuerpo, ni unos
ojos que vean a través de él. Es su conciencia la que ha girado, la que se ha
concentrado en otra dirección. Es una sensación extraña.
“Me
llamo John”, dice el fantasma de un hombre.
John es
una presencia a su alrededor. Lo será durante mucho tiempo, y a veces esa
presencia se alejará tanto que parecerá que nunca ha existido. Pero en este
momento, John se encuentra junto a ella. Kyle comprende que su sistema de
referencia, su forma de pensar en pasado y futuro, sigue atrapándola.
Dice
que se llama John. Lo reconoce por la memoria muerta de su cuerpo sangrante,
roto y abandonado tras ella. Cuando estaba viva, leyó acerca de él, de sus
aventuras, de sus viajes y de sus batallas. “¿Cómo puedo recordarlo”, piensa de
forma intuitiva. “Esos recuerdos están almacenados en mi cerebro, que ha dejado
de funcionar”. Su mente inquieta, científica, sigue buscando respuestas a las
preguntas equivocadas. Quien está frente a él es, desde su punto de vista, más
importante que la persona que fue ella.
“Sé de
ti”, dice sin hablar. “Te conozco. Me hablaron de ti. Cuando vivía. Eres John
Carter, de Marte. Eres el conquistador.”
La
esencia de John asiente sin moverse. El sol empieza a iluminar el mundo a su
alrededor, pero ninguno de los dos proyecta sombra alguna. En un instante pasa
un día entero, una rotación gastada e inmutable. Kyle ha estado pensando
durante todo el tiempo, lentamente, comunicándose de forma intuitiva, casi sin
palabras, con el ser que tiene frente a ella.
“John
Carter no existe”, piensa. “Es producto de la imaginación de un escritor”.
Sin
embargo, su presencia la envuelve y la sobrecoge. John es tan real como ella
misma y como el planeta sobre el que flotan sus almas.
Cae la
noche, y transcurre, pero Kyle no se da cuenta hasta que vuelve de nuevo el día
y trae la luz consigo. Entonces habla de nuevo.
“¿Podemos
movernos?”
John extiende
una mano que no tiene, agarra su cintura con suavidad incorpórea, y se elevan
de un salto por encima de las paredes escarpadas del valle. No están volando. Tampoco
percibe la inercia y la velocidad de un salto. Sabe que se está moviendo porque
el paisaje cambia a su alrededor, pero igualmente podría ser el planeta el que
gira ignorándola a ella y su presencia incorpórea.
“Claro
que podemos movernos”, dirá él cuando se posen de nuevo en el suelo. Ella lo
mirará a los ojos y verá dos estrellas gemelas a través suyo, soles recién
nacidos cuya luz aún no ha llegado hasta el planeta. Los verá porque John no
tiene un cuerpo que oculte la belleza del cielo, y ella no tiene unos ojos tan
ciegos que sólo perciben la luz. Sentirá una paz cálida, serena, la paz que
ansía todo ser vivo desde el momento en el que nace, pero aún no sabrá la razón
y, cuando la comprenda, esa paz será eterna.
John le
muestra la belleza serena y silenciosa del planeta rojo. Corren y vuelan a
través de las tormentas. Saltan hasta las cimas de Tharsis y planean por las
suaves pendientes del Olimpo. Se dejan caer por las grietas de los volcanes hasta
el núcleo incandescente. Lo ven enfriarse, poco a poco, grado a grado, dejando
que transcurra el tiempo a una velocidad difícil de percibir incluso para ellos,
y luego retroceden de nuevo al presente, bailando al filo de una dimensión
extraña. Regresan a la muerte reciente de Kyle y el núcleo brilla y fluye con
el calor primigenio. Suben a la superficie, a los vientos huracanados y las
tormentas de arena que se extienden por cientos de kilómetros. La estación
espacial se sigue descomponiendo en el cielo, poco a poco, visible cuando el
sol se oculta, con sus ocupantes muertos, todos ellos, incluso aquel que logró
escapar y caer a la superficie.
“Te
enseñaré a los habitantes del planeta”, dice John. Kyle lo comprende, porque en
el futuro ya los conoce a todos, pero en ese momento no sabe nada de su
existencia. Aún le cuesta pensar en términos no lineales. “Creía que no había
vida en Marte”, responde, y se da cuenta en un instante de que su razonamiento
no tiene sentido. “¿Estoy viva?”, se pregunta. “¿Qué es lo que soy? ¿Perderé la
conciencia de mí misma?”
John no
responde, porque sabe que no existe una respuesta verdadera y él nunca miente.
A veces la conciencia se diluye, y a veces permanece hasta que el cuerpo se
corrompe y luego desaparece, cuando los vientos, la arena y el hielo
descomponen las redes neuronales apagadas y frías.
A
veces, simplemente, el alma sobrevive a todo eso, cuando encuentra una nueva
cuna en la que crecer.
Viajan
de nuevo y visitan las ruinas de una civilización desaparecida hace siglos,
grandes ciudades que se descomponen y se convierten en arena roja. Kyle nunca
había visto construcciones como esas, los restos de una civilización ajena a la
especie humana. Entre los muros y los monumentos erosionados, el rostro
deshecho de John les contempla desde el pasado, tallado en estatuas, en monedas
y en edificios. El rostro que refleja su espíritu había sido grabado cientos de
veces con precisión sagrada.
“Eres
tú”·, dice ella. “Esta ciudad te rendía culto”.
“Claro
que soy yo”, responde John. “Yo era su rey, su protector, su mejor. Yo
permaneceré cuando llegue el hombre de nuevo, y se establezca en la superficie
y bajo ella, y también permaneceré cuando viaje hacia las estrellas, evolucione
y desaparezca. Yo soy Marte, y existiré mientras el planeta exista. Cuando se
consuma en las llamas del sol moribundo, dentro de un tiempo infinito, me uniré
a él y desapareceré. Ya lo he hecho, en ese momento, pero nunca antes, nunca
hasta entonces. Yo jamás abandonaré Marte.”
Kyle se
siente de pronto triste, inocente y frágil. Sabe que ella marchará, dejará el
planeta y se fundirá en la mente colectiva de una especie diferente,
descendientes de los seres humanos que ella ha conocido, dentro de varios
milenios. Lo sabe de una forma intuitiva, porque poco a poco está aprendiendo a conocer lo que aún no
ha ocurrido en el tiempo. Sabe que la especie a la que ella pertenecía viajará
al planeta rojo, y a otros planetas, y finalmente abandonará el Sistema Solar y
se adentrará en el espacio profundo, transformada en algo muy diferente al ser
humano que ella conoció, tan pequeño, egoísta y frágil.
John no les acompañará. El mantendrá su esencia,
su corazón, una pasión primitiva reservada a los espíritus de los animales y a
los dioses. A pesar de haber sido humano, hombre, terráqueo, él siempre será
recordado como el hijo predilecto de Marte. Ella aún no comprende la relación
entre ese hombre y el planeta. Existe una profunda verdad que ronronea en el
núcleo incandescente, viaja a través de las arenas fundidas hasta la superficie
fría, y le habla en forma de vientos y tormentas. Pero ella no sabe escuchar.
“No soy
la primera”, siente Kyle. Ya no tiene pensamientos, sino certezas e
incertidumbres. No es la primera, nunca lo ha sido. Ese es el hecho. “No soy el
primer ser humano que muere en este planeta. “
El alma
de John no dice nada, pero su presencia dice “te equivocas”. La abraza de
nuevo, salta con ella, alto, por encima de la atmósfera, de las tormentas y de
los restos mortales de los hombres de la estación espacial, hasta que la
curvatura del planeta se hace visible. Bajo ellos se extienden las inmensas
montañas y la paz caótica del polvo y el paso del tiempo.
“Estás
viendo Marte”, dice John. Nunca fueron sueños. Marte existe, extiende sus
promesas, toca la conciencia de los hombres y colapsa su función de onda,
transformándola, enlazando con el mundo en el que sus sueños se hicieron
realidad.
“En
Marte nacerá Michael Smith, viajará a la Tierra y conmoverá la sociedad de los
hombres con su visión de las relaciones humanas. Martin Gibson llegará a una
colonia humana, se perderá en los mares de plantas y descubrirá cosas
asombrosas. Manhattan creará una nave inmensa de cristal con la que recorrerá
la superficie del planeta. El ser humano, ya establecido, vivirá con los
breekmen, los cazadores, muy diferentes de los agresivos y despiadados
luchadores que conocí yo. Como ellos habrá muchos más. La población de Marte es
inmensa, siempre diferente, infinita, variable en función de quien la observa.
Tu equipo y tú, Kyle, esperabais encontrar un planeta muerto, y eso fue Marte
para vosotros. Pero esa ha sido, es, tan solo vuestra realidad.”
“Yo
pertenezco a una realidad diferente”, prosigue después de un silencio largo, “más
sencilla, más universal. Yo fui el primero en ser creado.”
Kyle siente,
escucha, piensa, y entonces comprende, porque la comprensión, para una mente
tan inmensa como la suya, termina llegando antes o después. Comprende por qué
puede pensar, y recordar, y sentir, a pesar de carecer de un cuerpo y un
cerebro preparado para ello. Comprende mientras las arenas de Marte giran y se
agitan ante la llegada de una nueva tormenta.
El ser
humano no es inmortal, su espíritu no perdura. Sin embargo, el planeta sí lo
hace. Su red neuronal ha permanecido vacía, sin razón alguna para funcionar,
hasta que llegó ella. Sus pensamientos, sus recuerdos, y a partir de ahí, el
planeta entero, comenzaron a experimentar un tiempo nuevo, diferente y lleno de
vida.
La
forma de vida más grande del sistema solar comprendió, tomó conciencia de sí
misma a través de la conciencia del hombre, y viajó atrás en el tiempo, y
adelante, y en un instante la historia se había creado a sí misma, todas las
historias, todas nuevas y todas diferentes en infinitos mundos. Era un planeta
que no sabía que estaba vivo, que no sabía que podía pensar, y sentir, y viajar
en la mente y las vidas del resto del Universo. Pero aprendió rápido, aprende a
cada momento que pasa, lo habrá aprendido todo mucho antes de que el sol lo
devore.
Kyle
siente que es la madre, la creadora y la víctima del sueño de un planeta
infinito. Piensa en aquellos personajes que han viajado a Marte, que han vivido
o que vivirán mucho tiempo después. Son muchos, más de los que había imaginado.
Pero por encima de todos ellos, siempre ha estado él, un único individuo
destacando entre varias especies, brillando, saltando y volando sobre sus
cabezas. Es John Carter, el conquistador, el primer hombre en soñar con Marte,
alcanzar su superficie y conquistar su corazón. Su esencia parece tan pálida,
insustancial y carente de vida como la suya propia, pero su corazón late
inmenso, fluyendo por cada grieta del planeta.
Kyle
comprende, desde ese momento y para siempre. Esa comprensión perdurará, incluso
cuando su esencia se diluya con la mente colectiva de la humanidad, en uno de
los futuros posibles. John, el primer hijo de Marte, viajará y se fundirá en
esa mente colectiva y, a su pesar, sobrevivirá al planeta.
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