martes, 29 de enero de 2013

LOS ULTIMOS DIAS DE POE



El 7 de octubre de 1849, a las tres de la madrugada, murió el escritor Edgar Allan Poe. Sus últimas palabras están registradas, pero nadie sabe lo que ocurrió antes de ingresar en el hospital, durante los últimos días de su vida.  

Pienso en su obra, en el reflejo de su vida. Pienso en la belleza de sus poemas y la intensidad de sus relatos

Pienso en su inmortalidad, que alcanzó sin proponérselo.

Entonces me doy cuenta de que estoy deseando escribir sobre él, porque es lo mínimo que puedo hacer, honrar, supongo, su memoria, o quizá simplemente admirarlo. 


Escribí este relato intentando captar lo que siento al leer sus relatos. 

Por supuesto no lo he conseguido, ni mucho menos. 





LOS ULTIMOS DIAS DE POE


El 29 de septiembre atracó el barco en Baltimore. Edgar caminó, despacio y sin la menor determinación, en dirección a la estación de trenes, donde debía tomar su transporte hasta Filadelfia. Allí le esperaba Rufus Gridwold con la promesa de editar sus obras completas. Para Poe, que había fijado la fecha de su boda al cabo de un mes, suponía la esperanza, la estabilidad y la paz que jamás había disfrutado. Podría brindarle a su segunda esposa y a su tía Muddie un futuro, un plato de comida siempre lleno y un vaso de licor siempre vacío.

Era un día áspero. La niebla hablaba del otoño recién llegado. Faltaban horas hasta que partiera el tren, y Edgar decidió calentarse los huesos con una copa. No tardó en encontrar el más miserable y sucio de los tugurios del puerto, provisto de una discreta sala que conectaba con un callejón y donde un hombre podía sentarse y beber en la oscuridad. Allí nadie le miraría con reprobación, ni le adularía, ni le pediría que recitara algún poema. Entre los desamparados y los borrachos, Poe sabía que no tenía nada que perder, ni que demostrar. Tenía mucho en común con ellos, como tanto se esforzaban en recordarle. «Mr. Poe no valoraba las leyes de Dios ni las humanas», había dicho de él Mary, su primer amor. Ni el mundo de los hombres ni el cielo tenían nada que ofrecerle, y contemplaba ambos con desprecio, desde fuera, como un cuervo posado en el dintel de una puerta. Recordó así el busto de Palas que adornaba la casa en las afueras de la capital, donde había  pasado algunos de los pocos y más sinceros momentos de paz, cuando veraneaba junto a Virginia Clemm.

Se sentó en una mesa apartada, buscando las sombras y el anonimato en un rincón. La primera copa calentó su cuerpo, y la segunda enfrió su alma atormentada. Virginia había sido su único amor correspondido, arrebatada de sus manos temblorosas hacía más de un año. Quizá hacía una eternidad.

«Virginia», pensó. «Dios mío, dentro de un mes volveré a casarme. ¿Tan pronto he conseguido olvidarte?» Pero no era así. Jamás podría olvidarla, y todos sus amigos y familiares lo sabían. La suya era una vida de mentiras y verdades a medias. 

 Su visión empezó a nublarse, por el efecto del alcohol y porque la luz del día había desaparecido. Apenas un par de velas iluminaban el local. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sentado? Tenía que tomar un tren, y llegar a Filadelfia, y reunirse con el perro pomposo y envidioso que era Gridwold, y conseguir que publicaran de nuevo su obra, obtener dinero, y que su nueva esposa viviera en paz. 

Pero su mujer, la auténtica, la que le había destrozado el corazón, había muerto. No se puede engañar a la máscara de la muerte roja. 

Intentó levantarse, y no pudo. Estaba intentando llamar al camarero para pedirle más licor, cuando vio que alguien se acercaba hacia él. Era una mujer menuda y frágil, casi infantil. Le sonrió con ojos grandes y sinceros. 

—Virginia —dijo él con voz queda, sin pestañear, sin un atisbo de duda o miedo en su voz—, eres tú.

La aparición sonrió con un deje de melancolía, como cuando se observa una vieja fotografía de un ser querido.

—Tienes razón querida, yo no te llamaba así—volvió a decir Edgar—. Así te llamaron los ángeles. Yo te llamaba mi niña dulce.

El fantasma de la mujer se sentó a su lado, flotando entre las sillas vacías, sin ensuciarse con la grasa y el vino del suelo. No parecía la mujer enferma que tosió sangre por primera vez, varios años atrás, mientras tocaba el arpa para Eddie y sus amigos. Tenía la piel blanca, casi transparente, y la mirada de la niña que se casó con él mientras se escondía de la mitad de su familia, que desaprobaba la relación, cuando contaba tan sólo con trece años. 

—¿Has venido a buscarme? —preguntó el escritor—. No me importa acompañarte, ahora, en este momento y para siempre.

— Mi alma y tu alma, amor —respondió ella con voz queda—, no pertenecen al mismo Dios. 

—¡Mi alma nunca ha sido mía! Jamás la vendí ni hice trato alguno con dioses o demonios. ¿Cómo habría de vender aquello que no me pertenece? Mi alma siempre te ha pertenecido a ti, desde el momento en el que nací. Y si negocié con ella, conseguí un mal trato. Mi oficio no me ha traído la felicidad, ni la paz, ni la riqueza, ni siquiera el amor. Me fuiste arrebatada demasiado pronto. 

La figura movía la cabeza asintiendo ligeramente mientras escuchaba, embelesada. La voz de Edgar siempre había tenido ese efecto en Virginia.

—Dicen que soy un gran escritor. Las gentes más instruidas y los críticos quedaban maravillados cuando recitaba mis poemas. “Annabel Lee arrancaba lágrimas a las mujeres y oprimía el corazón de los hombres”, escribían en los diarios. ¿Cómo podría no hacerlo? Era nuestra historia… Pero insisto, querida, en que mi talento, que jamás he negado, y mi éxito, que siempre negaré, son obra mía. No he pagado más precio que el de entregar mi vida a la poesía y a la literatura. Mi vida, no mi alma. 

—¿No lo comprendes, amor?  —susurró Virginia—. Tu alma inmortal llegará al cielo, pero la mía jamás podrá subir tan alto. Quise vivir junto al hombre al que amaba, y lo conseguí. Pague el precio, que fue caro, pero volvería a pagarlo una y otra vez, porque cada día que viví a tu lado mereció una eternidad. Fui yo quien hizo un pacto con quien no debía para poder vivir contigo.

El escritor se puso en pie, tambaleándose, cogió su capa y la echó sobre sus hombros.  

—Vamos, entonces —dijo con voz firme —. Negociaré por tu alma con el ser infame que diga poseerla. Llévame hasta él.

—No puedo permitírtelo… Mi vida fue… Oh, querido, mi alma fluye tan lejos… He venido a despedirme de ti, no a ver cómo te condenas por mi culpa.

Edgar hizo un gesto hacia su amada, como si quisiera sujetarla con suavidad por sus hombros menudos. Mantuvo sus manos en alto, abrazando el espíritu de la mujer.

—Sabes cómo soy, querida. No vas a convencerme ni voy a permanecer quieto mientras alguien intenta separarnos. Compré una fusta y di de latigazos al tío de Mary cuando se quiso interponer entre nosotros, antes de conocerte, cuando era poco más que un niño. Muddie te habrá contado esa historia cientos de veces. Que me sienta desdichado no significa que no luche por aquellos a quienes amo, y a quienes respeto. 

—Conozco la historia, querido —Virginia sonrió, y su cuerpo entero pareció iluminarse—. También sé que su familia te agredió y te desgarró la ropa. Fuiste a casa de Mary como un loco y le tiraste la fusta a la cara. 

—La arrojé al suelo, no a su cara. Y sí, me echaron a puntapiés de casa de su tío. Eran un atajo de cobardes y paletos.

—Diste latigazos a un hombre por amor a una mujer… —murmuraba el fantasma cuando abandonaban el local— Mi brillante poeta resultó ser un caballero… Y aún te preguntas qué es lo que me enamoró de ti, Eddie.

Cuando Poe salió a la calle, los pocos transeúntes con los que se cruzó se preguntaron quién era aquel borracho que caminaba tambaleándose, hablando solo y sonriendo ligeramente, como si el mundo entero fuera un chiste de mal gusto.

Cinco días después, un vagabundo mal vestido que deliraba, febril y enloquecido, fue ingresado en un hospital de Baltimore. Llegó con una nota garabateada en un bolsillo de su chaqueta destrozada. Alguien lo había reconocido y había avisado a un médico amigo suyo. 

El médico, a pesar de sus esfuerzos por recuperar su cordura, se vio obligado a atarlo a una cama y a sedarlo fuertemente y, por más atención que prestó a sus desvaríos, no encontró en ellos rastro alguno de razón.

—¡Reynolds! —gritaba Poe una y otra vez—. ¡Reynolds! ¡Vete, huye! ¡Aléjate mientras puedas! ¡No está hueca!

—¿A quién está llamando? —preguntaba el médico. —¿Quién es Reynolds?

—¿No le conoce, hombre? Reynolds, el explorador. Decía… decía que la tierra está hueca… ¡Hueca! ¡Insensato! ¡Se equivocaba, doctor, se equivocaba! Porque allí me he encontrado… No, no fue allí, fue en un miserable tugurio del puerto…

—¿A quién, señor Poe? ¿A quién se ha encontrado?

—¡A Gordon! ¡A Gordon Pym, el maldito marinero sobre el que escribí! ¡Así se hizo llamar el muy canalla! ¡Tres días he pasado con él, negociando, bebiendo y peleando con espadas y con palabras!

Cuando Edgar perdía el control, el doctor se alejaba, despacio, maldiciendo las drogas y el alcohol que habían arrastrado a una mente tan brillante a la locura.

—¡Sabe rimar, doctor!— gritaba una y otra vez. —¡Rima mejor que yo, maldito sea! ¡Mejor que yo!

Al tercer día pareció recuperar algo de lucidez, y los médicos aprovecharon para hablar con él. Entre mantas empapadas de sudor y la luz del alba que entraba por la ventana, el poeta parecía ya un cadáver.

—¿Hay esperanza, doctor?

—Señor Poe, su estado es muy grave —le dijeron.

—No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo —respondió.

Entonces se quedó profundamente dormido. A veces parecía despertar y murmurar frases ininteligibles.

—Me ha ganado… Me ha vencido con mis propias armas.  He perdido aquello que jamás fue mío.

No recibió ninguna visita. Ni su prometida, ni su tía Muddie, con quien vivía, sabían de su estado. Pero cuando la luz bajaba, cuando la estancia se iluminaba con la escasa luz de las estrellas, se dibujaba a su lado la silueta de una joven, apenas una niña, que cogía su mano y parecía apretarla con fuerza. 

Finalmente una noche, la quinta desde que ingresó en el hospital, la enfermera avisó al médico de guardia. Edgar Allan Poe se moría. 

—Que Dios ayude a mi pobre alma —dijo con voz entrecortada. 

El ritmo de su respiración descendió poco a poco hasta detenerse, y su corazón dejó de latir. Cubrieron su rostro con una sábana y se alejaron de la sala. Si se hubieran girado habrían podido ver, por un instante, dos figuras etéreas que se alejaban, casi desdibujadas, juntas, la mano de ella en la espalda de él, la mano de él acariciando su cuello delgado, sin temblores ni espasmos. Les esperaba una eternidad en lo más profundo, donde nunca llega la luz del cielo.

«Volvería a pagar el precio, una y otra vez», había dicho ella. Edgar, cada día de dolor y sufrimiento infinitos, piensa que tiene razón, y lo seguirá pensando durante mucho tiempo. Cada noche vuelve a negociar, rimando y golpeando, por el alma de su amada. 

En cada ocasión está más cerca de vencer.