domingo, 13 de noviembre de 2011

Las pequeñas cosas


Voy a escribir sobre los detalles, las diferencias que se pasan por alto y los pequeños momentos, porque estoy harto de perseguir la felicidad a grandes zancadas, corriendo, intentando alcanzarla mientras se aleja de mí siempre un paso más rápido de lo que yo me acerco a ella. A lo mejor estoy equivocado y la satisfacción de un gran logro no compensa.

El esfuerzo ¿es proporcional? Quiero decir... Cuando te propones una gran meta en tu vida, como por ejemplo comprarte una casa, la retribución que recibes, los momentos de felicidad que obtienes a cambio del esfuerzo emocional, económico y de todo tipo... ¿están a la altura?

“Claro”, me dirás, “es que comprarse una casa no es una cuestión emocional, sino práctica”. Y tendrás razón, no buscamos cobijo para ser felices, sino para satisfacer una necesidad, para sentirnos protegidos, que es muy diferente. Quizá sólo podemos ser felices cuando nos encontramos cómodos, primero la comodidad en la base de la pirámide y luego la felicidad en la cima, como un lujo, un capricho que puede ser satisfecho sólo cuando la base está bien asentada. La felicidad se convierte en un añadido, un subproducto de la tranquilidad.

Nosotros no lo vemos así, claro. Pensamos “cuando alcance esta meta seré feliz” y nos equivocamos. La felicidad la encontramos en el camino, en los detalles, en los días soleados, las sonrisas de las cajeras y los ronroneos de los gatos.

Creo que ocurre lo mismo cuando nos sentamos a escribir. Llenos de ilusión decimos “voy a escribir una gran novela” y le dedicamos un tiempo, esfuerzo y dedicación ingentes, y pensamos “cuando la termine seré feliz”.

Pero al terminar sólo queda el vacío. No es felicidad, sino liberación. No es alegría, sino la comodidad de sentir que bajo el techo de tu novela puedes cobijarte. La felicidad está en los detalles, en los relatos, en las entradas de un blog y en las cartas a un amigo.



Si le das forma al mundo, el mundo se rebelará contra ti como una bandada de cuervos, aunque sea tuyo, tu refugio, no podrás gobernarlo y escapará a tu control. Sin embargo, si plantas un jardín, obtendrás flores.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Los que se resisten a morir (decimosexta entrada)


Todo llega...



La vida, para Devan, se podía medir en intervalos de tres semanas, que era el tiempo que transcurría entre las sesiones de quimioterapia. El universo de un enfermo gira en torno a sí mismo. Análisis, visita al oncólogo, sesión de quimio. Más análisis, más citas, más médicos. El sistema funcionaba, y hasta un cínico como él admitía que las cosas habían mejorado mucho para los enfermos de cáncer. Tuvo un par de charlas con voluntarios que se paseaban por las cabinas y las habitaciones de los afectados, hablando y ayudando a aceptar la realidad a enfermos y familiares. En un par de ocasiones le dijeron que su forma de luchar (de luchar, de perder y de aceptar la derrota) era algo muy llamativo y que podía hacer mucho bien a los demás si lo compartía, así que se armó de valor y realizó un par de visitas a los deshauciados, los que no tenían ni tratamiento ni fuerzas para volver a sus casas y pasaban sus últimos días escapando del dolor y la lucidez con analgésicos y con los últimos abrazos de los familiares.

Le fue mejor de lo que esperaba, sobre todo con los niños. El cáncer en un cuerpo que está creciendo se reproduce de forma totalmente incontrolada, y sus efectos aparecen con una rapidez sobrecogedora. El ánimo y las ganas de vivir, sin embargo, no se ven tan afectadas. “No sabéis lo que os vais a perder”, bromeaba Devan con ellos, “y no podéis valorar lo que os queda por vivir. Pero ¿sabéis una cosa? Lo que cuenta es lo que vives, no lo que te pierdes. Yo me pierdo cada vez en que entro en el hospital, ¡no se lo contéis a nadie!”. El personal sonreía porque con su imagen de torpe y despistado hacía reír a los niños, pero cuando no miraba nadie les hablaba de Dailyn, que también era una niña, de Néstor y Andros, que para ser vampiros no eran mala gente, y de Zazu, que era muy fuerte pero muy cobarde y por eso les caía mal a todos. Les hablaba de Sopa, que también estaba enferma pero que no la importaba mientras tuviera sus caricias y su jamón cocido por las mañanas. Y cuando le preguntaban dónde estaban cada uno de ellos, a veces respondía la verdad y a veces se lo inventaba.

En realidad da igual dónde esté Dailyn ahora –dijo en una ocasión a Rapunzel, que es como él llamaba a una niña de ocho años que acababa de perder su melena rubia–, porque yo sé que sigue viva, que Eliah todavía no la ha encontrado y que la veré otra vez antes de morirme.

¿Cuándo? –preguntó ella.

Pues no lo sé. Pero me he prometido a mí mismo que quiero conocer a Eliah y asegurarme de que no la haga daño. Y los caballeros siempre cumplimos nuestras promesas, no como ellos.

¿Como quienes?

Como los dioses y los adultos, Rapun. Los caballeros y los niños no podemos mentir, porque entonces nos convertimos en adultos o en mentirosos, y ya hay suficientes de todos ellos en el mundo, ¿verdad?

Rapunzel sonreía sin saber muy bien si creer a ese señor tan raro que hablaba de los adultos como si él no fuera uno de ellos, pero era una niña que aún no había dejado de creer en hadas, princesas y monstruos. Además, una noche soñó con Dailyn. No fue una visión sino un sueño normal y corriente, pero para ella fue suficiente, y desde ese día intentó acordarse de todo lo que Devan la había contado. Su leucemia siguió su curso, pese a todo.

Con los familiares, sin embargo, Devan no se encontraba cómodo. Como él era un enfermo, no lo trataban del mismo modo que a los demás voluntarios y consejeros que se prestaban a ayudarles. Cuando hablaban con él a veces detectaba un pequeño rechazo, les recordaba una enfermedad y una mortalidad de la que querían alejarse, y a veces también le trataban con lastima o aún peor, con condescendencia. Aprendió pronto a ignorar a ese tipo de familiares, y sólo hablaba con ellos cuando se acercaban y mostraban un interés real en lo que estaba haciendo. Tardó poco tiempo en labrarse una pequeña fama, y tanto los médicos como los enfermos se acostumbraron a sus rarezas, a sus historias, y a llamarle Devan. De un modo u otro animaba a los pacientes y les hacía pensar en algo más importante que su enfermedad. Hizo más amigos en dos meses de hospital que prácticamente durante toda su vida anterior.

Pasó el tiempo y llegó el frío. Mientras se recuperaba en su casa de su sexta sesión de quimio, durante la segunda noche (que en su caso era mucho peor que la primera), arrodillado en el inodoro mientras las náuseas hacían su trabajo, Devan sintió que había llegado el momento. No fue una visión mientras dormía, ni una revelación que llegara con las primeras luces del amanecer. La sensación de que Eliah y Dailyn estaban cerca, no de él, pero sí de un momento cercano en su vida, le sorprendió vomitando en ropa interior. Mientras jadeaba y se limpiaba sudor y lágrimas de la cara, sintió el roce suave de Sopa entre sus pies descalzos.

Sopa, cariño –la dijo con voz entrecortada–, creo que me voy a morir hoy.  

domingo, 6 de noviembre de 2011

Los que se resisten a morir (decimoquinta entrada)


El amanecer sorprendió a Devan dormido en el sofá. No era la primera vez que se acurrucaba en el dos plazas y se tapaba con la manta de Dailyn, pero sí era la primera que se despertaba llorando. Esa noche se había acostado algo borracho y con una considerable dosis de calmantes para evitarse la jaqueca por la mañana, pero nada le había preparado para la decisión que, sin consultarle siquiera, habñia tomado su subconsciente mientras dormía.

Era el momento de ocuparse de Sopa.

La gata, que tenía sus propias ideas acerca de cómo ocuparse del cáncer de Devan, había dormido apoyada en su cabeza afeitada. A veces se revolvía un poco y se daba una vuelta, rozando sus bigotes contra el cuero cabelludo, intuyendo que algo no marchaba del todo bien ahí dentro. Si el tumor se moviera y saliera a tomar el aire de vez en cuando, como uno de esos parásitos que aparecen en las películas de terror que se infiltran en la gente a través de los oídos, si asomara sus tentáculos aunque fuera un sólo instante, Sopa estaría allí, vigilando. Lo atraparía con sus garras, porque aunque estaba ciega tenía buen oído y buen olfato, jugaría con él con la crueldad propia de los felinos, y luego lo devoraría poco a poco. Esa habría sido su forma de ayudar a Devan con aquello que tanto parecía preocuparle. No como una correspondencia a sus atenciones y a su cariño, pues los gatos no contraen deudas, sino como un gesto de aprecio, desinteresado y carente de importancia. Salvarle la vida sería un efecto secundario. Los gatos tampoco entienden la diferencia entre la vida y la muerte.

Para Devan, que había conocido a un avatar de la creación, la diferencia era grande, pero a un nivel muy poco práctico. “Cuando vas a morir,” le había dicho a Andros la noche anterior, “al mundo no le importa si quieres seguir vivo, pero sí lo que haces mientras estás en él”.

Adelantó la revisión semestral de Sopa. La gata ya no se ponía nerviosa en el transportín, desde que había perdido la vista se tomaba esas incomodidades con bastante resignación. Había aprendido a confiar en Devan, quizá obligada por su minusvalía, y eso simplificaba mucho las cosas. Además Mireia, la veterinaria que la atendía, tenía una mano excelente con los gatos. Olía a atún.

A simple vista está todo bien –dijo después de reconocerla y de darla una golosina–. Pero mejor esperamos a los resultados de los análisis, ven dentro de tres días que ya los tendré listos.

Devan había aprendido a no esperar nada bueno de los resultados de un análisis. Sin embargo, a pesar de su historial, Sopa tenía mejor aspecto que él.

¿Has pensado qué vas a hacer con ella? –continuó ella– ¿Tienes a alguien que la cuide cuando tú no estés para hacerlo?

Eh... No, la verdad es que aún no –respondió él, sorprendido por la franqueza de la veterinaria, que mostraba más interés por la supervivencia de la gata que por la suya–. Quizá tú me puedas echar un mano, porque no me fio lo suficiente de ninguna de las personas que conozco. Tenía una amiga que se iba a hacer cargo de ella, pero... En fin, que no me fio de nadie. Me queda algo de dinero ahorrado, había pensado hacer una especie de fondo o algo parecido para que la cuidaran en alguna residencia de animales, ya sabes, donde los deja la gente cuando marcha de vacaciones. Pero no conozco ninguna.

Mireia le miró con una mezcla entre desconfianza y un atisbo de respeto. Para ella, Devan era el tipo raro de la gatita ciega. En ese momento se convirtió en el tipo raro que hacía lo que había que hacer por la gatita ciega. Era un cambio a mejor.

Deja que haga unas llamadas, ¿vale? Cuando vengas a por los resultados te cuento.

No sabes cómo te lo agradezco –dijo él con una sonrisa. Se sorprendió cuando ella le correspondió (era la primera vez que la veía sonreir a un animal de dos patas), pero no lo demostró. Salió de la consulta, fue a casa y se pasó el resto del día leyendo con Sopa acurrucada a su lado.

Al día siguiente empezó a hacer números. Acercó su coche hasta su taller habitual para ver si se lo compraban. Era un trasto viejo y ni siquiera intentó regatear, por lo que no sacó mucho dinero. Lo dejó allí, a la espera de que tramitaran los papeles, y no se volvió a montar en él. Luego se dirigió al banco para ver si podía rehipotecar su casa. Como la tenía prácticamente pagada no le pusieron pegas, y salió de allí contento: Tenía efectivo suficiente para garantizar una buena vida a Sopa aunque viviera algunos años más.

Se le hizo casi mediodía, así que entró en una cafetería a tomar una infusión e intentar comer algo. El café prácticamente lo había abandonado, ya que le sentaba mal casi siempre. Aunque no le pillaba de camino, paseó un rato más para entrar en la cafetería en la que se había encontrado con Dailyn. Un poco de nostalgia no hacía daño a nadie. Nadie se le acercó, ni le tocó el hombro por la espalda, ni le sorprendió llamándole por un nombre extraño. La vida, interesante o no, había dejado de tener forma humana. Hizo tiempo hasta la hora de comer leyendo el periódico y mirando por la ventana. A veces necesitamos sentirnos arropados por la gente, aunque sean desconocidos. Así pasó el resto del día, y el siguiente. No se atrevía a sentirse solo hasta que tuviera los resultados del análisis de Sopa.

Al tercer día recibió un mensaje en el teléfono. “Ya puedes pasar a por los resultados”, decía sin aclararle nada, ni una pista sobre si eran buenos o malos. Fue a la clínica nervioso, pero no asustado. “La ventaja de una enfermedad anunciada”, pensaba, “es que te da tiempo para hacerte a la idea, sea cual sea”. No supo bien si su subconsciente se refería a la enfermedad de Sopa o a la suya propia.

Buenas noticias –dijo Mireia en cuando le vio entrar–. Sopa se encuentra perfectamente, teniendo en cuenta que está hecha polvo.

Sí son buenas noticias –respondió Devan aliviado–, últimamente ronronea más que nunca. La veo feliz, teniendo en cuenta lo que tú dices, que aguanta como puede.

Sí, yo la he visto bastante bien también –continuó ella–, probablemente te sobreviva.

Hasta él se quedó sin palabras por la falta de tacto. Mireia se dio cuenta de que se había pasado, y se sonrojó ligeramente.

Disculpa, yo... Quería decir que tu gata se encuentra muy bien y... joder, perdona.

No te preocupes –respondió Devan, que ya estaba pensando cómo sacar partido a la situación–, te perdonaré delante de un café cuando cierres la clínica. Sólo para hablar de residencias para gatos. Si quieres. Hablar de gatos, quiero decir. Lo del café no es negociable.

Mireia le dedicó su segunda sonrisa, pero esa vez fue intencionada. Por la noche Devan llegó a su casa, solo, con la vida de Sopa resuelta, el sabor del carmín en los labios y la sensación de que había pasado uno de los mejores días de su vida. Se despertó de madrugada, mareado y con un dolor de cabeza tan intenso que tuvo que arrastrarse hasta el baño para vomitar antes de tomarse una dosis doble de analgésicos. “Sigo vivo”, pensó. “El dolor me dice que sigo vivo y también que me queda poco tiempo”. Cuando volvió a dormirse, soñó que veía a Dailyn y que un tipo al que no conocía le arrancaba el corazón. Supuso que era Eliah, pero no se levantó asustado, sino aliviado.

ARTE Y RECONOCIMIENTO



¿Conoces esa frase que dice que si crees que bebes demasiado, es que bebes demasiado? Con el arte ocurre justo al contrario: Si crees que eres un artista, es que no lo eres.

Y ahora las explicaciones.

Como en todo artículo de este tipo, lo primero sería definir lo que es “arte”. Ya hay muchos libros dedicados a ese tema y personas mejores que yo lo han intentado sin conseguirlo, así que vamos a usar una definición simple y parcial, pero que (creo yo) no se aleja demasiado de la realidad.

“Arte” es el resultado de unir talento creativo y técnica en una obra capaz de generar emociones.

Parece sencillo, ¿verdad? Pues no lo es tanto.



Para empezar, una obra artística debe unir el talento creativo (una buena idea) con la técnica (conocimientos adquiridos con la práctica, con el aprendizaje o desarrollando un don natural). Es decir, que algo bien hecho, como copiar un cuadro, no es arte: es talento para pintar. Y algo creativo pero sin técnica, como manchar un lienzo tirando botes de pintura al azar, no te va a dar de comer, a no ser que antes te hayas labrado una fama y tus obras se vendan solas. No suele ocurrir.

Noche en el hotel (Abstracción en blanco y negro) - Salvador Dalí 1965

Esa definición excluye a los bodegones de la definición de arte, por ejemplo. No nos vamos a perder en detalles y vamos a zanjar ese tema con una afirmación subjetiva pero eficaz: Es cierto, los bodegones son cuadros cuya calidad suele ser proporcional a la habilidad del autor. Artistas de verdad hay pocos, y a veces se confunde artesano con artista. Si pensamos en la madera o la plata, por ejemplo, todos los artistas son artesanos, pero no todos los artesanos son artistas. ¿Me explico? Y aclarando que muchas veces es más interesante, loable y agradable el trabajo del artesano (que siempre resulta útil, cosa que no ocurre con el trabajo del artista), vamos a centrarnos en el tema.

Si crees que eres un artista, si tú te defines a ti mismo como un artista, lo más probable es que estés equivocado: no te corresponde a ti colocarte el letrero, eso es responsabilidad de tu público, de las personas que usan o disfrutan tu obra. ¿Y por qué? Por que tú no eres quién para decir que tu obra genera emociones en los demás. Son los demás quienes deben decirlo.

Por ejemplo, la sensación que te queda en el cuerpo al terminar de leer “El amor en los tiempos del cólera” es difícil de describir. Puede que no le ocurra a todo el mundo pero, desde luego, es más fácil encontrar a alguien que diga que sintió un vacío en el estómago al terminar ese libro que al terminar “El código Da Vinci”. El arte y el éxito no tienen por qué conocerse, dejaremos ese tema para otro momento.

¿A qué viene toda esta diatriba? A que hay que desconfiar de todo aquel que se identifique a sí mismo como un artista. En muchas ocasiones sus obras no son consideradas como arte más que por otros “artistas” de su misma categoría, por eso tienden a agruparse en círculos endogámicos donde se dedican a ensalzarse sus obras los unos a los otros, pero no consiguen que su calidad se reconozca fuera de su círculo de amistades y familiares. Si les preguntas, te dirán que eso sucede porque “su arte no lo comprenden”, que es la evolución artística de la excusa “es que mi profesor me tiene manía”, es decir, una mentira tan cierta como uno quiera creerse. La cruda verdad es que, si nadie comprende tu arte, es que algo estás haciendo mal.

No quiero decir con esto que únicamente los “artistas reconocidos” sean los que existen, ni que sean artistas todos los reconocidos como tales. Nada más lejos de la realidad, por supuesto. Por lo general, el mundo conoce a los creadores cuya obra resulta económicamente rentable, sean artistas o no. Ese es, de nuevo, otro tema para otro momento.

¿Se puede sacar alguna conclusión de una afirmación tan plagada de excepciones? En los artistas que me llaman la atención se repiten dos características: Primero que son humildes. Y segundo, que dedican mucho esfuerzo a sus obras. García Márquez tardó meses en encontrar una frase apropiada para el principio de “El amor en los tiempos del cólera”.

Era inevitable: el olor de las almendras amargas
 le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.


Aplicando este detalle a la literatura me doy cuenta de que no me gustan los escritores que

a) Hablan muy bien de sí mismos.
b) Usan un estilo innovador, rompedor, marcando la diferencia desde el primer momento porque su literatura es intensa y te hace pensar con cada frase.

Ni de lejos. Si tú eres de esos que buscan escribir una frase profunda cada vez que se sientan delante de un folio, piensa una cosa: Hay pocos autores que sean realmente buenos y escriban de forma novedosa. Demuestra que dominas la técnica y luego te podrás permitir el lujo de innovarla, pero no intentes correr antes de aprender a caminar.

Si alguien me hubiera dado a mí este consejo hace años, me habría resultado muy útil.