miércoles, 9 de noviembre de 2011

Los que se resisten a morir (decimosexta entrada)


Todo llega...



La vida, para Devan, se podía medir en intervalos de tres semanas, que era el tiempo que transcurría entre las sesiones de quimioterapia. El universo de un enfermo gira en torno a sí mismo. Análisis, visita al oncólogo, sesión de quimio. Más análisis, más citas, más médicos. El sistema funcionaba, y hasta un cínico como él admitía que las cosas habían mejorado mucho para los enfermos de cáncer. Tuvo un par de charlas con voluntarios que se paseaban por las cabinas y las habitaciones de los afectados, hablando y ayudando a aceptar la realidad a enfermos y familiares. En un par de ocasiones le dijeron que su forma de luchar (de luchar, de perder y de aceptar la derrota) era algo muy llamativo y que podía hacer mucho bien a los demás si lo compartía, así que se armó de valor y realizó un par de visitas a los deshauciados, los que no tenían ni tratamiento ni fuerzas para volver a sus casas y pasaban sus últimos días escapando del dolor y la lucidez con analgésicos y con los últimos abrazos de los familiares.

Le fue mejor de lo que esperaba, sobre todo con los niños. El cáncer en un cuerpo que está creciendo se reproduce de forma totalmente incontrolada, y sus efectos aparecen con una rapidez sobrecogedora. El ánimo y las ganas de vivir, sin embargo, no se ven tan afectadas. “No sabéis lo que os vais a perder”, bromeaba Devan con ellos, “y no podéis valorar lo que os queda por vivir. Pero ¿sabéis una cosa? Lo que cuenta es lo que vives, no lo que te pierdes. Yo me pierdo cada vez en que entro en el hospital, ¡no se lo contéis a nadie!”. El personal sonreía porque con su imagen de torpe y despistado hacía reír a los niños, pero cuando no miraba nadie les hablaba de Dailyn, que también era una niña, de Néstor y Andros, que para ser vampiros no eran mala gente, y de Zazu, que era muy fuerte pero muy cobarde y por eso les caía mal a todos. Les hablaba de Sopa, que también estaba enferma pero que no la importaba mientras tuviera sus caricias y su jamón cocido por las mañanas. Y cuando le preguntaban dónde estaban cada uno de ellos, a veces respondía la verdad y a veces se lo inventaba.

En realidad da igual dónde esté Dailyn ahora –dijo en una ocasión a Rapunzel, que es como él llamaba a una niña de ocho años que acababa de perder su melena rubia–, porque yo sé que sigue viva, que Eliah todavía no la ha encontrado y que la veré otra vez antes de morirme.

¿Cuándo? –preguntó ella.

Pues no lo sé. Pero me he prometido a mí mismo que quiero conocer a Eliah y asegurarme de que no la haga daño. Y los caballeros siempre cumplimos nuestras promesas, no como ellos.

¿Como quienes?

Como los dioses y los adultos, Rapun. Los caballeros y los niños no podemos mentir, porque entonces nos convertimos en adultos o en mentirosos, y ya hay suficientes de todos ellos en el mundo, ¿verdad?

Rapunzel sonreía sin saber muy bien si creer a ese señor tan raro que hablaba de los adultos como si él no fuera uno de ellos, pero era una niña que aún no había dejado de creer en hadas, princesas y monstruos. Además, una noche soñó con Dailyn. No fue una visión sino un sueño normal y corriente, pero para ella fue suficiente, y desde ese día intentó acordarse de todo lo que Devan la había contado. Su leucemia siguió su curso, pese a todo.

Con los familiares, sin embargo, Devan no se encontraba cómodo. Como él era un enfermo, no lo trataban del mismo modo que a los demás voluntarios y consejeros que se prestaban a ayudarles. Cuando hablaban con él a veces detectaba un pequeño rechazo, les recordaba una enfermedad y una mortalidad de la que querían alejarse, y a veces también le trataban con lastima o aún peor, con condescendencia. Aprendió pronto a ignorar a ese tipo de familiares, y sólo hablaba con ellos cuando se acercaban y mostraban un interés real en lo que estaba haciendo. Tardó poco tiempo en labrarse una pequeña fama, y tanto los médicos como los enfermos se acostumbraron a sus rarezas, a sus historias, y a llamarle Devan. De un modo u otro animaba a los pacientes y les hacía pensar en algo más importante que su enfermedad. Hizo más amigos en dos meses de hospital que prácticamente durante toda su vida anterior.

Pasó el tiempo y llegó el frío. Mientras se recuperaba en su casa de su sexta sesión de quimio, durante la segunda noche (que en su caso era mucho peor que la primera), arrodillado en el inodoro mientras las náuseas hacían su trabajo, Devan sintió que había llegado el momento. No fue una visión mientras dormía, ni una revelación que llegara con las primeras luces del amanecer. La sensación de que Eliah y Dailyn estaban cerca, no de él, pero sí de un momento cercano en su vida, le sorprendió vomitando en ropa interior. Mientras jadeaba y se limpiaba sudor y lágrimas de la cara, sintió el roce suave de Sopa entre sus pies descalzos.

Sopa, cariño –la dijo con voz entrecortada–, creo que me voy a morir hoy.  

3 comentarios:

  1. Me gusta. Entré aquí por casualidad y me enganché leyéndolo. ¿No has escrito más? Un abrazo.

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    1. Hola,

      Cambié de blog y retoqué el relato varias veces... Humm...

      Hagamos una cosa. Déjame un email en eduardo@relatosymentiras.com y te envío la versión corregida y completa en pdf, o en el formato que mejor te venga...

      Gracias por leer :-)

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    2. también lo subiré a www.relatosymentiras.com pero no puedo dejarlo de forma indefinida, lo tengo que retirar a los pocos días... por eso creo que es mejor si te lo envío.

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