domingo, 6 de noviembre de 2011

Los que se resisten a morir (decimoquinta entrada)


El amanecer sorprendió a Devan dormido en el sofá. No era la primera vez que se acurrucaba en el dos plazas y se tapaba con la manta de Dailyn, pero sí era la primera que se despertaba llorando. Esa noche se había acostado algo borracho y con una considerable dosis de calmantes para evitarse la jaqueca por la mañana, pero nada le había preparado para la decisión que, sin consultarle siquiera, habñia tomado su subconsciente mientras dormía.

Era el momento de ocuparse de Sopa.

La gata, que tenía sus propias ideas acerca de cómo ocuparse del cáncer de Devan, había dormido apoyada en su cabeza afeitada. A veces se revolvía un poco y se daba una vuelta, rozando sus bigotes contra el cuero cabelludo, intuyendo que algo no marchaba del todo bien ahí dentro. Si el tumor se moviera y saliera a tomar el aire de vez en cuando, como uno de esos parásitos que aparecen en las películas de terror que se infiltran en la gente a través de los oídos, si asomara sus tentáculos aunque fuera un sólo instante, Sopa estaría allí, vigilando. Lo atraparía con sus garras, porque aunque estaba ciega tenía buen oído y buen olfato, jugaría con él con la crueldad propia de los felinos, y luego lo devoraría poco a poco. Esa habría sido su forma de ayudar a Devan con aquello que tanto parecía preocuparle. No como una correspondencia a sus atenciones y a su cariño, pues los gatos no contraen deudas, sino como un gesto de aprecio, desinteresado y carente de importancia. Salvarle la vida sería un efecto secundario. Los gatos tampoco entienden la diferencia entre la vida y la muerte.

Para Devan, que había conocido a un avatar de la creación, la diferencia era grande, pero a un nivel muy poco práctico. “Cuando vas a morir,” le había dicho a Andros la noche anterior, “al mundo no le importa si quieres seguir vivo, pero sí lo que haces mientras estás en él”.

Adelantó la revisión semestral de Sopa. La gata ya no se ponía nerviosa en el transportín, desde que había perdido la vista se tomaba esas incomodidades con bastante resignación. Había aprendido a confiar en Devan, quizá obligada por su minusvalía, y eso simplificaba mucho las cosas. Además Mireia, la veterinaria que la atendía, tenía una mano excelente con los gatos. Olía a atún.

A simple vista está todo bien –dijo después de reconocerla y de darla una golosina–. Pero mejor esperamos a los resultados de los análisis, ven dentro de tres días que ya los tendré listos.

Devan había aprendido a no esperar nada bueno de los resultados de un análisis. Sin embargo, a pesar de su historial, Sopa tenía mejor aspecto que él.

¿Has pensado qué vas a hacer con ella? –continuó ella– ¿Tienes a alguien que la cuide cuando tú no estés para hacerlo?

Eh... No, la verdad es que aún no –respondió él, sorprendido por la franqueza de la veterinaria, que mostraba más interés por la supervivencia de la gata que por la suya–. Quizá tú me puedas echar un mano, porque no me fio lo suficiente de ninguna de las personas que conozco. Tenía una amiga que se iba a hacer cargo de ella, pero... En fin, que no me fio de nadie. Me queda algo de dinero ahorrado, había pensado hacer una especie de fondo o algo parecido para que la cuidaran en alguna residencia de animales, ya sabes, donde los deja la gente cuando marcha de vacaciones. Pero no conozco ninguna.

Mireia le miró con una mezcla entre desconfianza y un atisbo de respeto. Para ella, Devan era el tipo raro de la gatita ciega. En ese momento se convirtió en el tipo raro que hacía lo que había que hacer por la gatita ciega. Era un cambio a mejor.

Deja que haga unas llamadas, ¿vale? Cuando vengas a por los resultados te cuento.

No sabes cómo te lo agradezco –dijo él con una sonrisa. Se sorprendió cuando ella le correspondió (era la primera vez que la veía sonreir a un animal de dos patas), pero no lo demostró. Salió de la consulta, fue a casa y se pasó el resto del día leyendo con Sopa acurrucada a su lado.

Al día siguiente empezó a hacer números. Acercó su coche hasta su taller habitual para ver si se lo compraban. Era un trasto viejo y ni siquiera intentó regatear, por lo que no sacó mucho dinero. Lo dejó allí, a la espera de que tramitaran los papeles, y no se volvió a montar en él. Luego se dirigió al banco para ver si podía rehipotecar su casa. Como la tenía prácticamente pagada no le pusieron pegas, y salió de allí contento: Tenía efectivo suficiente para garantizar una buena vida a Sopa aunque viviera algunos años más.

Se le hizo casi mediodía, así que entró en una cafetería a tomar una infusión e intentar comer algo. El café prácticamente lo había abandonado, ya que le sentaba mal casi siempre. Aunque no le pillaba de camino, paseó un rato más para entrar en la cafetería en la que se había encontrado con Dailyn. Un poco de nostalgia no hacía daño a nadie. Nadie se le acercó, ni le tocó el hombro por la espalda, ni le sorprendió llamándole por un nombre extraño. La vida, interesante o no, había dejado de tener forma humana. Hizo tiempo hasta la hora de comer leyendo el periódico y mirando por la ventana. A veces necesitamos sentirnos arropados por la gente, aunque sean desconocidos. Así pasó el resto del día, y el siguiente. No se atrevía a sentirse solo hasta que tuviera los resultados del análisis de Sopa.

Al tercer día recibió un mensaje en el teléfono. “Ya puedes pasar a por los resultados”, decía sin aclararle nada, ni una pista sobre si eran buenos o malos. Fue a la clínica nervioso, pero no asustado. “La ventaja de una enfermedad anunciada”, pensaba, “es que te da tiempo para hacerte a la idea, sea cual sea”. No supo bien si su subconsciente se refería a la enfermedad de Sopa o a la suya propia.

Buenas noticias –dijo Mireia en cuando le vio entrar–. Sopa se encuentra perfectamente, teniendo en cuenta que está hecha polvo.

Sí son buenas noticias –respondió Devan aliviado–, últimamente ronronea más que nunca. La veo feliz, teniendo en cuenta lo que tú dices, que aguanta como puede.

Sí, yo la he visto bastante bien también –continuó ella–, probablemente te sobreviva.

Hasta él se quedó sin palabras por la falta de tacto. Mireia se dio cuenta de que se había pasado, y se sonrojó ligeramente.

Disculpa, yo... Quería decir que tu gata se encuentra muy bien y... joder, perdona.

No te preocupes –respondió Devan, que ya estaba pensando cómo sacar partido a la situación–, te perdonaré delante de un café cuando cierres la clínica. Sólo para hablar de residencias para gatos. Si quieres. Hablar de gatos, quiero decir. Lo del café no es negociable.

Mireia le dedicó su segunda sonrisa, pero esa vez fue intencionada. Por la noche Devan llegó a su casa, solo, con la vida de Sopa resuelta, el sabor del carmín en los labios y la sensación de que había pasado uno de los mejores días de su vida. Se despertó de madrugada, mareado y con un dolor de cabeza tan intenso que tuvo que arrastrarse hasta el baño para vomitar antes de tomarse una dosis doble de analgésicos. “Sigo vivo”, pensó. “El dolor me dice que sigo vivo y también que me queda poco tiempo”. Cuando volvió a dormirse, soñó que veía a Dailyn y que un tipo al que no conocía le arrancaba el corazón. Supuso que era Eliah, pero no se levantó asustado, sino aliviado.

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