El
amanecer sorprendió a Devan dormido en el sofá. No era la primera
vez que se acurrucaba en el dos plazas y se tapaba con la manta de
Dailyn, pero sí era la primera que se despertaba llorando. Esa noche
se había acostado algo borracho y con una considerable dosis de
calmantes para evitarse la jaqueca por la mañana, pero nada le había
preparado para la decisión que, sin consultarle siquiera, habñia
tomado su subconsciente mientras dormía.
Era
el momento de ocuparse de Sopa.
La
gata, que tenía sus propias ideas acerca de cómo ocuparse del
cáncer de Devan, había dormido apoyada en su cabeza afeitada. A
veces se revolvía un poco y se daba una vuelta, rozando sus bigotes
contra el cuero cabelludo, intuyendo que algo no marchaba del todo
bien ahí dentro. Si el tumor se moviera y saliera a tomar el aire de
vez en cuando, como uno de esos parásitos que aparecen en las
películas de terror que se infiltran en la gente a través de los
oídos, si asomara sus tentáculos aunque fuera un sólo instante,
Sopa estaría allí, vigilando. Lo atraparía con sus garras, porque
aunque estaba ciega tenía buen oído y buen olfato, jugaría con él
con la crueldad propia de los felinos, y luego lo devoraría poco a
poco. Esa habría sido su forma de ayudar a Devan con aquello que
tanto parecía preocuparle. No como una correspondencia a sus
atenciones y a su cariño, pues los gatos no contraen deudas, sino
como un gesto de aprecio, desinteresado y carente de importancia.
Salvarle la vida sería un efecto secundario. Los gatos tampoco
entienden la diferencia entre la vida y la muerte.
Para
Devan, que había conocido a un avatar de la creación, la diferencia
era grande, pero a un nivel muy poco práctico. “Cuando vas a
morir,” le había dicho a Andros la noche anterior, “al mundo no
le importa si quieres seguir vivo, pero sí lo que haces mientras
estás en él”.
Adelantó
la revisión semestral de Sopa. La gata ya no se ponía nerviosa en
el transportín, desde que había perdido la vista se tomaba esas
incomodidades con bastante resignación. Había aprendido a confiar
en Devan, quizá obligada por su minusvalía, y eso simplificaba
mucho las cosas. Además Mireia, la veterinaria que la atendía,
tenía una mano excelente con los gatos. Olía a atún.
–A
simple vista está todo bien –dijo después de reconocerla y de
darla una golosina–. Pero mejor esperamos a los resultados de los
análisis, ven dentro de tres días que ya los tendré listos.
Devan
había aprendido a no esperar nada bueno de los resultados de un
análisis. Sin embargo, a pesar de su historial, Sopa tenía mejor
aspecto que él.
–¿Has
pensado qué vas a hacer con ella? –continuó ella– ¿Tienes a
alguien que la cuide cuando tú no estés para hacerlo?
–Eh...
No, la verdad es que aún no –respondió él, sorprendido por la
franqueza de la veterinaria, que mostraba más interés por la
supervivencia de la gata que por la suya–. Quizá tú me puedas
echar un mano, porque no me fio lo suficiente de ninguna de las
personas que conozco. Tenía una amiga que se iba a hacer cargo de
ella, pero... En fin, que no me fio de nadie. Me queda algo de dinero
ahorrado, había pensado hacer una especie de fondo o algo parecido
para que la cuidaran en alguna residencia de animales, ya sabes,
donde los deja la gente cuando marcha de vacaciones. Pero no conozco
ninguna.
Mireia
le miró con una mezcla entre desconfianza y un atisbo de respeto.
Para ella, Devan era el tipo raro de la gatita ciega. En ese momento
se convirtió en el tipo raro que hacía lo que había que hacer por
la gatita ciega. Era un cambio a mejor.
–Deja
que haga unas llamadas, ¿vale? Cuando vengas a por los resultados te
cuento.
–No
sabes cómo te lo agradezco –dijo él con una sonrisa. Se
sorprendió cuando ella le correspondió (era la primera vez que la
veía sonreir a un animal de dos patas), pero no lo demostró. Salió
de la consulta, fue a casa y se pasó el resto del día leyendo con
Sopa acurrucada a su lado.
Al
día siguiente empezó a hacer números. Acercó su coche hasta su
taller habitual para ver si se lo compraban. Era un trasto viejo y ni
siquiera intentó regatear, por lo que no sacó mucho dinero. Lo dejó
allí, a la espera de que tramitaran los papeles, y no se volvió a
montar en él. Luego se dirigió al banco para ver si podía
rehipotecar su casa. Como la tenía prácticamente pagada no le
pusieron pegas, y salió de allí contento: Tenía efectivo
suficiente para garantizar una buena vida a Sopa aunque viviera
algunos años más.
Se
le hizo casi mediodía, así que entró en una cafetería a tomar una
infusión e intentar comer algo. El café prácticamente lo había
abandonado, ya que le sentaba mal casi siempre. Aunque no le pillaba
de camino, paseó un rato más para entrar en la cafetería en la que
se había encontrado con Dailyn. Un poco de nostalgia no hacía daño
a nadie. Nadie se le acercó, ni le tocó el hombro por la espalda,
ni le sorprendió llamándole por un nombre extraño. La vida,
interesante o no, había dejado de tener forma humana. Hizo tiempo
hasta la hora de comer leyendo el periódico y mirando por la
ventana. A veces necesitamos sentirnos arropados por la gente, aunque
sean desconocidos. Así pasó el resto del día, y el siguiente. No
se atrevía a sentirse solo hasta que tuviera los resultados del
análisis de Sopa.
Al
tercer día recibió un mensaje en el teléfono. “Ya puedes pasar a
por los resultados”, decía sin aclararle nada, ni una pista sobre
si eran buenos o malos. Fue a la clínica nervioso, pero no asustado.
“La ventaja de una enfermedad anunciada”, pensaba, “es que te
da tiempo para hacerte a la idea, sea cual sea”. No supo bien si su
subconsciente se refería a la enfermedad de Sopa o a la suya propia.
–Buenas
noticias –dijo Mireia en cuando le vio entrar–. Sopa se encuentra
perfectamente, teniendo en cuenta que está hecha polvo.
–Sí
son buenas noticias –respondió Devan aliviado–, últimamente
ronronea más que nunca. La veo feliz, teniendo en cuenta lo que tú
dices, que aguanta como puede.
–Sí,
yo la he visto bastante bien también –continuó ella–,
probablemente te sobreviva.
Hasta
él se quedó sin palabras por la falta de tacto. Mireia se dio
cuenta de que se había pasado, y se sonrojó ligeramente.
–Disculpa,
yo... Quería decir que tu gata se encuentra muy bien y... joder,
perdona.
–No
te preocupes –respondió Devan, que ya estaba pensando cómo sacar
partido a la situación–, te perdonaré delante de un café cuando
cierres la clínica. Sólo para hablar de residencias para gatos. Si
quieres. Hablar de gatos, quiero decir. Lo del café no es
negociable.
Mireia
le dedicó su segunda sonrisa, pero esa vez fue intencionada. Por la
noche Devan llegó a su casa, solo, con la vida de Sopa resuelta, el
sabor del carmín en los labios y la sensación de que había pasado
uno de los mejores días de su vida. Se despertó de madrugada,
mareado y con un dolor de cabeza tan intenso que tuvo que arrastrarse
hasta el baño para vomitar antes de tomarse una dosis doble de
analgésicos. “Sigo vivo”, pensó. “El dolor me dice que sigo
vivo y también que me queda poco tiempo”. Cuando volvió a
dormirse, soñó que veía a Dailyn y que un tipo al que no conocía
le arrancaba el corazón. Supuso que era Eliah, pero no se levantó
asustado, sino aliviado.
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