lunes, 2 de enero de 2012

Love Bytes

En lo que doy un repaso a la historia de Devan, te dejo con un relato que me ha encantado escribir y que se ha convertido en uno de mis favoritos.


Lo escribí con miras al estupendo concurso que se celebra de forma periódica aquí
http://zonaforo.meristation.com/foros/viewtopic.php?t=1847422


Las premisa principal bajo la que debíamos escribir los participantes era:
 "El relato debe representar la idea de que el amor eterno existe"




Confío en que te guste.



LOVE BYTES

Miranda apagó el cigarrillo en el cenicero, encima de una colilla, intentando no mancharse los dedos de ceniza. Apuró el café, que ya se había enfriado, mientras miraba la pantalla y pensaba una frase para finalizar su mensaje. “Así he pasado el día”, escribió. “Tú has sido lo mejor que me ha ocurrido, como siempre”. Después de un momento de vacilación, terminó con las palabras habituales.

“Siempre a tu lado. Miranda”.

Realizó un repaso rápido para comprobar que no había cometido faltas de ortografía, porque siempre se le escapaba alguna, y lo envió sin especificar un asunto ni copia para nadie. Sólo Avery debía leer sus palabras.

Guardó una copia del mensaje, se encendió otro cigarrillo y calentó agua para hacer café. Mientras esperaba una respuesta se dio una ducha de agua muy caliente, dejándola resbalar por su piel durante más tiempo del habitual. Miró la pantalla, pero no había mensajes nuevos. Se obligó a cenar, aunque no tenía hambre, y antes de acostarse pasó de nuevo por delante de la pantalla. La bandeja de entrada parpadeaba con un email no leído.

“Gracias. Te quiero”.

–Yo también te quiero –respondió ella en voz alta, sonriendo y llevándose las manos al pecho sin darse cuenta. Esa noche durmió tranquila y sin pesadillas, porque sabía que Avery, que vivía postrado en una cama desde hacía años, seguía vivo.

Al día siguiente, al llegar a casa después del trabajo, encendió el ordenador. Antes de colocar la compra o de cambiarse de ropa revisó su correo. Sabía que era muy difícil que Avery le hubiera escrito un nuevo mensaje, porque le costaba comunicarse y pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, pero sus palabras le alegraban el día, le iluminaban de un modo que no podía explicar. No cruzaban más de uno o dos mensajes a la semana, pero no siempre había sido así. Al principio, los mensajes habían sido diarios.

La relación comenzó cuando Avery era un hombre sano, completo e independiente, y Miranda no era más que una niña asustadiza y triste. Se habían conocido en un foro de videojuegos, y ésa tan sólo fue la primera afición que descubrieron que tenían en común. La primera de muchas. Primero se limitaron a hablar en foros públicos, más tarde comenzaron a cruzar mensajes privados y, después de pensárselo mucho, decidieron quedar y conocerse.

Miranda era tímida hasta rozar la fobia social, y él era mucho mayor que ella. A pesar de todo, pasaron un día entero juntos como si fueran amigos de toda la vida. Se despidieron con un roce suave, casi imperceptible, sin saber muy bien si existía una línea invisible entre ellos que no debieran cruzar, pero antes de separarse se dieron la vuelta al mismo tiempo, se abrazaron y se fundieron en un beso que duró toda la noche. Y que el sol saliera por donde tuviera que salir.

Por la mañana, Avery se montó en su coche y, mientras conducía hacia su casa, derrapó en una curva, cayó por un terraplén y dio tres vueltas de campana antes de detenerse. Su columna se llevó la peor parte. No fue un conductor borracho que había invadido su carril. No sucedió por conducir demasiado rápido o por despistarse. Los accidentes a veces simplemente ocurren.

Desde ese momento, Avery vivió postrado en una cama. Cuando tenía un buen día leía su correo, navegaba un poco por Internet y contestaba a Miranda. A veces se limitaba a dormir, a soñar con ella y luego, a través de un voluntario que iba a su casa dos veces por semana, a contárselo en un email.

Pasaron años comunicándose de ese modo, hasta que llegó un momento en el que ya fue demasiado tarde para volver a verse. Miranda comenzó a perder peso y pronto supo que se estaba muriendo, lo decían los médicos y lo decía su cuerpo delgado y pálido cuando se miraba en un espejo. A pesar de todo, siempre había sido una persona muy positiva y, una vez superado el mal trago inicial, tuvo claro lo que debía hacer mientras le quedaran fuerzas.

Se despidió de los amigos, de los familiares y de las personas que le importaban, pero no se atrevió a hacer lo mismo con Avery. Con él no. No sería justo y no le beneficiaría en nada. Confiando en que él nunca se enterara, decidió mentirle.

Los mensajes que se cruzaban no guardaban relación unos con otros. No había preguntas y respuestas, sino simples exposiciones, comentarios entre amigos que no hacían referencia más que a sus sentimientos. Sus palabras eran ajenas al mundo.

Comenzó a escribir mensajes, uno detrás de otro, escribió y escribió sin parar contando una vida que no había vivido y que jamás existiría. Calculaba que, si enviaba un par de mensajes a la semana, con mil mensajes podría mantener la ilusión de casi diez años de vida. Con cinco mil, prácticamente podría escribir una vida entera.

Pero sabía que no tenía tiempo para escribir tantos mensajes, y buscó una alternativa. La solución se la dieron sus ahorros, el alquiler de un servidor y un programa que, una vez que agotara los mensajes escritos, podría alternar entre miles de expresiones suyas para escribir mensajes originales, buenas imitaciones de su estilo que podrían parecer completamente nuevos. La empresa que lo diseñó puso a su disposición a su personal para asegurarse de que, durante un tiempo y para evitar sorpresas, todos sus mensajes serían supervisados.

Miranda quedó convencida. Siguió escribiendo mensajes, estableciendo pautas, inventando su vida, probando y perfeccionando el estilo del programa, y las fuerzas le mantuvieron en pie más tiempo del esperado. Los médicos y sus amigos se asombraban de su vitalidad, sin saber que ella lo único que quería era asegurarse de no dejar solo a Avery. Los programadores trabajaban contrarreloj para dar los últimos retoques al programa y Miranda, cuando perdió las fuerzas para escribir, comprobó orgullosa como desde su cuenta de correo electrónico se generaban mensajes nuevos, se enviaban, se procesaban para alimentar a la base de datos que crecía cada día. Eran sus pensamientos, sus emociones y sus palabras. Le resultaba extraño, porque parecía que alguien había estado leyendo su mente y escribiendo lo que veía en ella. Cuando recibió la primera respuesta de Avery a uno de los nuevos mensajes se le escapó una risilla nerviosa, como si le hubiera contado una pequeña mentira y él se la hubiera creído. Nadie lo había programado, pero todos los mensajes terminaban con las mismas palabras.

“Siempre a tu lado. Miranda”.

Avery no sospechó que Miranda ya no tenía fuerzas para coger el teclado, igual que le ocurría a él. Seguía recibiendo sus mensajes, dos a la semana. A menudo recordaba las últimas palabras que ella le había dicho la única noche que pasaron juntos. “Jamás había conocido a nadie como tú”, le dijo, y él no se atrevió a responder lo mismo por no parecer vulgar. Fueron los momentos de su vida que recordaba con más alegría.

Por eso, cuando recibía un mensaje de Miranda, se sentía un poco más feliz, más vivo, como si pudiera andar y moverse de nuevo. Leía cada palabra con atención y sincero interés. El tiempo pasaba poco a poco, los mensajes le contaban que ella crecía, que conocía a un hombre de su edad y que parecía interesado en ella. Avery se emocionó con la descripción de la boda, con el embarazo y con el niño que crecía al otro lado de la línea.

“Quise llamarle Avery, pero no me dejaron en el registro”, dijo ella en una ocasión, y él se rió en silencio. Compartió su felicidad, su tristeza, los buenos y los malos momentos. No tenía fuerzas para responderla más que escuetos mensajes de agradecimiento, aunque a veces le ayudaban y describía sus pensamientos más íntimos, con detalle, sin importarle que ella estuviera casada y tuviera una familia. Sabía que ella le quería, aunque no se lo dijera nunca.

“Siempre a tu lado. Miranda”.

Pero su tiempo se agotó, la suya era una inmovilidad sin retorno, lo había sabido desde la noche que sufrió el accidente. No temía morir, pero sí terminar su relación con Miranda. Le asustaba alejarse de ella, de sus palabras y sentimientos, y tomó una decisión. Le contaría una pequeña, insignificante e inevitable mentira para hacerla creer que seguía vivo.

Los voluntarios y amigos que habían permanecido a su lado durante su reclusión en la cama le ayudaron a usar sus ahorros, contratar servicios y asesorarse sobre una forma de responder a su correo electrónico cuando él ya no pudiera hacerlo. Sus mensajes solían ser cortos, y entre todos escribieron miles de ellos, todos diferentes, todos reflejo de sus pensamientos.

La primera vez que el programa respondió por él se sintió aliviado, un poco más en paz consigo mismo. Al sentir que ya no tenía obligaciones en el mundo, su estado empeoró rápidamente, y un día dejó de ser consciente de esas palabras que habían salido de su cabeza, que habían sido codificadas y esperaban su momento.

Los mensajes siguieron circulando, cruzando el espacio y almacenándose en más servidores, copias idénticas de sentimientos eternos, bytes enamorados de un programa infinito. Los programadores de Miranda revisaban sus mensajes, a veces los difundían porque era una historia que merecía ser contada. Los amigos y familiares de Avery leían su correo, se lo reenviaban unos a otros y a veces se ponían de acuerdo para escribir un mensaje nuevo. Siguieron circulando día tras día, año tras año. Avery y Miranda nunca habían estado tan unidos.

Fue una sola noche.