El 7 de
octubre de 1849, a las tres de la madrugada, murió el escritor Edgar Allan Poe.
Sus últimas palabras están registradas, pero nadie sabe lo que ocurrió antes de
ingresar en el hospital, durante los últimos días de su vida.
Pienso en su obra, en el reflejo de su vida. Pienso en la belleza de sus poemas y la intensidad de sus relatos
Pienso en su inmortalidad, que alcanzó sin proponérselo.
Entonces me doy cuenta de que estoy deseando escribir sobre él, porque es lo mínimo que puedo hacer, honrar, supongo, su memoria, o quizá simplemente admirarlo.
Escribí este relato intentando captar lo que siento al leer sus relatos.
Por supuesto no lo he conseguido, ni mucho menos.
LOS ULTIMOS
DIAS DE POE
El 29 de septiembre atracó el barco en
Baltimore. Edgar caminó, despacio y sin la menor determinación, en dirección a
la estación de trenes, donde debía tomar su transporte hasta Filadelfia. Allí
le esperaba Rufus Gridwold con la promesa de editar sus obras completas. Para
Poe, que había fijado la fecha de su boda al cabo de un mes, suponía la
esperanza, la estabilidad y la paz que jamás había disfrutado. Podría brindarle
a su segunda esposa y a su tía Muddie un futuro, un plato de comida siempre
lleno y un vaso de licor siempre vacío.
Era un día áspero. La niebla hablaba del otoño
recién llegado. Faltaban horas hasta que partiera el tren, y Edgar decidió
calentarse los huesos con una copa. No tardó en encontrar el más miserable y
sucio de los tugurios del puerto, provisto de una discreta sala que conectaba
con un callejón y donde un hombre podía sentarse y beber en la oscuridad. Allí
nadie le miraría con reprobación, ni le adularía, ni le pediría que recitara
algún poema. Entre los desamparados y los borrachos, Poe sabía que no tenía
nada que perder, ni que demostrar. Tenía mucho en común con ellos, como tanto
se esforzaban en recordarle. «Mr. Poe no valoraba las leyes de Dios ni las
humanas», había dicho de él Mary, su primer amor. Ni el mundo de los hombres ni
el cielo tenían nada que ofrecerle, y contemplaba ambos con desprecio, desde fuera,
como un cuervo posado en el dintel de una puerta. Recordó así el busto de Palas
que adornaba la casa en las afueras de la capital, donde había pasado algunos de los pocos y más sinceros
momentos de paz, cuando veraneaba junto a Virginia Clemm.
Se sentó en una mesa apartada, buscando las
sombras y el anonimato en un rincón. La primera copa calentó su cuerpo, y la
segunda enfrió su alma atormentada. Virginia había sido su único amor
correspondido, arrebatada de sus manos temblorosas hacía más de un año. Quizá
hacía una eternidad.
«Virginia», pensó. «Dios mío, dentro de un mes
volveré a casarme. ¿Tan pronto he conseguido olvidarte?» Pero no era así. Jamás
podría olvidarla, y todos sus amigos y familiares lo sabían. La suya era una
vida de mentiras y verdades a medias.
Su
visión empezó a nublarse, por el efecto del alcohol y porque la luz del día había
desaparecido. Apenas un par de velas iluminaban el local. ¿Cuánto tiempo
llevaba allí sentado? Tenía que tomar un tren, y llegar a Filadelfia, y
reunirse con el perro pomposo y envidioso que era Gridwold, y conseguir que
publicaran de nuevo su obra, obtener dinero, y que su nueva esposa viviera en
paz.
Pero su mujer, la auténtica, la que le había
destrozado el corazón, había muerto. No se puede engañar a la máscara de la
muerte roja.
Intentó levantarse, y no pudo. Estaba
intentando llamar al camarero para pedirle más licor, cuando vio que alguien se
acercaba hacia él. Era una mujer menuda y frágil, casi infantil. Le sonrió con
ojos grandes y sinceros.
—Virginia —dijo él con voz queda, sin
pestañear, sin un atisbo de duda o miedo en su voz—, eres tú.
La aparición sonrió con un deje de melancolía,
como cuando se observa una vieja fotografía de un ser querido.
—Tienes razón querida, yo no te llamaba así—volvió
a decir Edgar—. Así te llamaron los ángeles. Yo te llamaba mi niña dulce.
El fantasma de la mujer se sentó a su lado, flotando
entre las sillas vacías, sin ensuciarse con la grasa y el vino del suelo. No
parecía la mujer enferma que tosió sangre por primera vez, varios años atrás,
mientras tocaba el arpa para Eddie y sus amigos. Tenía la piel blanca, casi
transparente, y la mirada de la niña que se casó con él mientras se escondía de
la mitad de su familia, que desaprobaba la relación, cuando contaba tan sólo
con trece años.
—¿Has venido a buscarme? —preguntó el
escritor—. No me importa acompañarte, ahora, en este momento y para siempre.
— Mi alma y tu alma, amor —respondió ella con
voz queda—, no pertenecen al mismo Dios.
—¡Mi alma nunca ha sido mía! Jamás la vendí ni
hice trato alguno con dioses o demonios. ¿Cómo habría de vender aquello que no
me pertenece? Mi alma siempre te ha pertenecido a ti, desde el momento en el
que nací. Y si negocié con ella, conseguí un mal trato. Mi oficio no me ha
traído la felicidad, ni la paz, ni la riqueza, ni siquiera el amor. Me fuiste
arrebatada demasiado pronto.
La figura movía la cabeza asintiendo
ligeramente mientras escuchaba, embelesada. La voz de Edgar siempre había
tenido ese efecto en Virginia.
—Dicen que soy un gran escritor. Las gentes
más instruidas y los críticos quedaban maravillados cuando recitaba mis poemas.
“Annabel Lee arrancaba lágrimas a las
mujeres y oprimía el corazón de los hombres”, escribían en los diarios. ¿Cómo
podría no hacerlo? Era nuestra historia… Pero insisto, querida, en que mi
talento, que jamás he negado, y mi éxito, que siempre negaré, son obra mía. No
he pagado más precio que el de entregar mi vida a la poesía y a la literatura.
Mi vida, no mi alma.
—¿No lo comprendes, amor? —susurró Virginia—. Tu alma inmortal llegará
al cielo, pero la mía jamás podrá subir tan alto. Quise vivir junto al hombre
al que amaba, y lo conseguí. Pague el precio, que fue caro, pero volvería a
pagarlo una y otra vez, porque cada día que viví a tu lado mereció una
eternidad. Fui yo quien hizo un pacto con quien no debía para poder vivir
contigo.
El escritor se puso en pie, tambaleándose,
cogió su capa y la echó sobre sus hombros.
—Vamos, entonces —dijo con voz firme —.
Negociaré por tu alma con el ser infame que diga poseerla. Llévame hasta él.
—No puedo permitírtelo… Mi vida fue… Oh,
querido, mi alma fluye tan lejos… He venido a despedirme de ti, no a ver cómo
te condenas por mi culpa.
Edgar hizo un gesto hacia su amada, como si
quisiera sujetarla con suavidad por sus hombros menudos. Mantuvo sus manos en
alto, abrazando el espíritu de la mujer.
—Sabes cómo soy, querida. No vas a convencerme
ni voy a permanecer quieto mientras alguien intenta separarnos. Compré una
fusta y di de latigazos al tío de Mary cuando se quiso interponer entre
nosotros, antes de conocerte, cuando era poco más que un niño. Muddie te habrá
contado esa historia cientos de veces. Que me sienta desdichado no significa
que no luche por aquellos a quienes amo, y a quienes respeto.
—Conozco la historia, querido —Virginia
sonrió, y su cuerpo entero pareció iluminarse—. También sé que su familia te agredió
y te desgarró la ropa. Fuiste a casa de Mary como un loco y le tiraste la fusta
a la cara.
—La arrojé al suelo, no a su cara. Y sí, me
echaron a puntapiés de casa de su tío. Eran un atajo de cobardes y paletos.
—Diste latigazos a un hombre por amor a una
mujer… —murmuraba el fantasma cuando abandonaban el local— Mi brillante poeta
resultó ser un caballero… Y aún te preguntas qué es lo que me enamoró de ti,
Eddie.
Cuando Poe salió a la calle, los pocos
transeúntes con los que se cruzó se preguntaron quién era aquel borracho que
caminaba tambaleándose, hablando solo y sonriendo ligeramente, como si el mundo
entero fuera un chiste de mal gusto.
Cinco días después, un vagabundo mal vestido
que deliraba, febril y enloquecido, fue ingresado en un hospital de Baltimore. Llegó
con una nota garabateada en un bolsillo de su chaqueta destrozada. Alguien lo
había reconocido y había avisado a un médico amigo suyo.
El médico, a pesar de sus esfuerzos por
recuperar su cordura, se vio obligado a atarlo a una cama y a sedarlo
fuertemente y, por más atención que prestó a sus desvaríos, no encontró en
ellos rastro alguno de razón.
—¡Reynolds! —gritaba Poe una y otra vez—.
¡Reynolds! ¡Vete, huye! ¡Aléjate mientras puedas! ¡No está hueca!
—¿A quién está llamando? —preguntaba el
médico. —¿Quién es Reynolds?
—¿No le conoce, hombre? Reynolds, el
explorador. Decía… decía que la tierra está hueca… ¡Hueca! ¡Insensato! ¡Se
equivocaba, doctor, se equivocaba! Porque allí me he encontrado… No, no fue
allí, fue en un miserable tugurio del puerto…
—¿A quién, señor Poe? ¿A quién se ha
encontrado?
—¡A Gordon! ¡A Gordon Pym, el maldito marinero
sobre el que escribí! ¡Así se hizo llamar el muy canalla! ¡Tres días he pasado
con él, negociando, bebiendo y peleando con espadas y con palabras!
Cuando Edgar perdía el control, el doctor se
alejaba, despacio, maldiciendo las drogas y el alcohol que habían arrastrado a
una mente tan brillante a la locura.
—¡Sabe rimar, doctor!— gritaba una y otra vez.
—¡Rima mejor que yo, maldito sea! ¡Mejor que yo!
Al tercer día pareció recuperar algo de
lucidez, y los médicos aprovecharon para hablar con él. Entre mantas empapadas
de sudor y la luz del alba que entraba por la ventana, el poeta parecía ya un
cadáver.
—¿Hay esperanza, doctor?
—Señor Poe, su estado es muy grave —le
dijeron.
—No quiero decir eso. Quiero saber si hay
esperanza para un miserable como yo —respondió.
Entonces se quedó profundamente dormido. A
veces parecía despertar y murmurar frases ininteligibles.
—Me ha ganado… Me ha vencido con mis propias
armas. He perdido aquello que jamás fue
mío.
No recibió ninguna visita. Ni su prometida, ni
su tía Muddie, con quien vivía, sabían de su estado. Pero cuando la luz bajaba,
cuando la estancia se iluminaba con la escasa luz de las estrellas, se dibujaba
a su lado la silueta de una joven, apenas una niña, que cogía su mano y parecía
apretarla con fuerza.
Finalmente una noche, la quinta desde que
ingresó en el hospital, la enfermera avisó al médico de guardia. Edgar Allan
Poe se moría.
—Que Dios ayude a mi pobre alma —dijo con voz
entrecortada.
El ritmo de su respiración descendió poco a
poco hasta detenerse, y su corazón dejó de latir. Cubrieron su rostro con una
sábana y se alejaron de la sala. Si se hubieran girado habrían podido ver, por
un instante, dos figuras etéreas que se alejaban, casi desdibujadas, juntas, la
mano de ella en la espalda de él, la mano de él acariciando su cuello delgado,
sin temblores ni espasmos. Les esperaba una eternidad en lo más profundo, donde
nunca llega la luz del cielo.
«Volvería a pagar el precio, una y otra vez», había
dicho ella. Edgar, cada día de dolor y sufrimiento infinitos, piensa que tiene
razón, y lo seguirá pensando durante mucho tiempo. Cada noche vuelve a
negociar, rimando y golpeando, por el alma de su amada.
En cada ocasión está
más cerca de vencer.
Con la gente brillante nunca se sabe si acaban en las drogas y el alcohol por estar locos o son ellas las que provocan su particular locura y excepcionalidad.BERTA
ResponderEliminarTienes toda la razón. La locura es un privilegio de los que no tienen nada que perder.
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