La pregunta es ¿tengo idea de a dónde me lleva la historia de Devan? No es que no conozca la trama, es que a veces me siento desorientado, no sé si estoy escribiendo sobre él, sobre Dai o sobre Sopa.
Me voy a tomar unos días de descanso, quizá consiga aclarar un poco mis ideas. Ojalá Dai me dijera lo que la gustaría leer sobre sí misma. Ojalá Devan me echara una mano. Pero nada, ahí está, ignorándome, como las vacas viendo pasar el tren.
Reacciona, coño.
La idea es que voy a escribir unas cuantas páginas, avanzar la historia un poco y luego subir alguna entrada al blog. Ahora estoy subiendo la historia casi según la escribo, y no me siento muy cómodo.
El ejemplo es el principio del libro Déjame Entrar, de John Ajvide. Con cuatro imágenes bien pensadas, el autor nos ha descrito un pueblo, una población y hasta un carácter. Me encanta este tipo.
Hablaremos a mi vuelta.
Blackeberg.
Puede que pienses en trufas de coco, tal vez en drogas. «Una vida ordenada». Te imaginas una estación de metro, extrarradio. Después no hay mucho más que pensar. Sin duda vive gente allí, como en otros sitios. Para eso se construyó, para que la gente tuviera algún sitio donde vivir.
No se trata de un espacio que se haya desarrollado de forma natural, no. Aquí estuvo todo desde el principio planificado al milímetro. La gente tuvo que instalarse en lo que había. Edificios de hormigón en colores ocres esparcidos por el verde. Cuando esta historia tiene lugar, Blackeberg lleva treinta años existiendo como
población. Podría uno imaginarse un cierto espíritu pionero al estilo del Mayflower; un territorio desconocido. Sí. Imaginarse las casas deshabitadas esperando a sus inquilinos.
¡Y ahí vienen ellos!
Cruzando el puente de Traneberg con el sol en los ojos y sueños en la mirada. Corre el año 1952. Las madres llevan a sus hijos en brazos, en cochecitos de bebé o de la mano. Los padres no llevan consigo azadas ni palas, sino electrodomésticos y muebles funcionales. Puede que vayan cantando algo. La Internacional tal vez. O Vayamos a Jerusalén, según la forma de ser de cada uno.
Esto es grande. Es nuevo. Es moderno.
Pero no sucedió realmente así.
Llegaron en el metro. O en coches, camiones de mudanzas. Uno a uno. Entraron en los pisos recién construidos llevando consigo sus enseres. Organizaron sus cosas en cajones y repisas de medidas estandarizadas, colocaron sus muebles en fila sobre los suelos de linóleo y compraron otros nuevos para rellenar los huecos.
Cuando terminaron, alzaron la vista y vieron la tierra que les había sido dada. Salieron de sus portales y se encontraron con que todo el terreno estaba ya repartido. No podían hacer más que adaptarse a lo que había. Había un centro. Había amplios parques para los niños. Había extensas zonas verdes alrededor de las casas. Había zonas peatonales.
—Es un buen lugar —se decían entre ellos alrededor de la mesa de la cocina unos meses después de la mudanza.
—Hemos llegado a un buen sitio.
Sólo faltaba una cosa. Una historia. En la escuela, los niños no podían hacer un trabajo especial sobre la historia de Blackeberg, porque no la tenía. Bueno, algo había acerca de un molino. Un rey de la pasta de tabaco. Algunos curiosos edificios antiguos a orillas del lago. Pero de todo aquello hacía mucho tiempo y no guardaba relación alguna con el presente.
Donde ahora se alzaban edificios de tres alturas, antes no había más que bosque. Los misterios del pasado no estaban a su alcance; no tenían ni siquiera una iglesia. Una población de diez mil habitantes, sin iglesia.
Eso ya dice bastante de la modernidad y racionalidad del lugar. Bastante de lo ajenos que eran a las calamidades y al terror de la historia.
Lo cual explica en parte lo desprevenidos que estaban.
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