Lo escribí con miras al estupendo concurso que se celebra de forma periódica aquí
http://zonaforo.meristation.com/foros/viewtopic.php?t=1847422
Las premisa principal bajo la que debíamos escribir los participantes era:
"El relato debe representar la idea de que el amor eterno existe"
Confío en que te guste.
LOVE
BYTES
Miranda
apagó el cigarrillo en el cenicero, encima de una colilla, intentando
no mancharse los dedos de ceniza. Apuró el café, que ya se había
enfriado, mientras miraba la pantalla y pensaba una frase para
finalizar su mensaje. “Así he pasado el día”, escribió. “Tú
has sido lo mejor que me ha ocurrido, como siempre”. Después de un
momento de vacilación, terminó con las palabras habituales.
“Siempre
a tu lado. Miranda”.
Realizó
un repaso rápido para comprobar que no había cometido faltas de
ortografía, porque siempre se le escapaba alguna, y lo envió sin
especificar un asunto ni copia para nadie. Sólo Avery debía leer
sus palabras.
Guardó
una copia del mensaje, se encendió otro cigarrillo y calentó agua
para hacer café. Mientras esperaba una respuesta se dio una ducha de
agua muy caliente, dejándola resbalar por su piel durante más
tiempo del habitual. Miró la pantalla, pero no había mensajes
nuevos. Se obligó a cenar, aunque no tenía hambre, y antes de
acostarse pasó de nuevo por delante de la pantalla. La bandeja de
entrada parpadeaba con un email no leído.
“Gracias.
Te quiero”.
–Yo
también te quiero –respondió ella en voz alta, sonriendo y
llevándose las manos al pecho sin darse cuenta. Esa noche durmió
tranquila y sin pesadillas, porque sabía que Avery, que vivía
postrado en una cama desde hacía años, seguía vivo.
Al día
siguiente, al llegar a casa después del trabajo, encendió el
ordenador. Antes de colocar la compra o de cambiarse de ropa revisó
su correo. Sabía que era muy difícil que Avery le hubiera escrito
un nuevo mensaje, porque le costaba comunicarse y pasaba la mayor
parte del tiempo durmiendo, pero sus palabras le alegraban el día,
le iluminaban de un modo que no podía explicar. No cruzaban más de
uno o dos mensajes a la semana, pero no siempre había sido así. Al
principio, los mensajes habían sido diarios.
La
relación comenzó cuando Avery era un hombre sano, completo e
independiente, y Miranda no era más que una niña asustadiza y
triste. Se habían conocido en un foro de videojuegos, y ésa tan
sólo fue la primera afición que descubrieron que tenían en común.
La primera de muchas. Primero se limitaron a hablar en foros
públicos, más tarde comenzaron a cruzar mensajes privados y,
después de pensárselo mucho, decidieron quedar y conocerse.
Miranda
era tímida hasta rozar la fobia social, y él era mucho mayor que
ella. A pesar de todo, pasaron un día entero juntos como si fueran
amigos de toda la vida. Se despidieron con un roce suave, casi
imperceptible, sin saber muy bien si existía una línea invisible
entre ellos que no debieran cruzar, pero antes de separarse se dieron
la vuelta al mismo tiempo, se abrazaron y se fundieron en un beso que
duró toda la noche. Y que el sol saliera por donde tuviera que
salir.
Por la
mañana, Avery se montó en su coche y, mientras conducía hacia su
casa, derrapó en una curva, cayó por un terraplén y dio tres
vueltas de campana antes de detenerse. Su columna se llevó la peor
parte. No fue un conductor borracho que había invadido su carril. No
sucedió por conducir demasiado rápido o por despistarse. Los
accidentes a veces simplemente ocurren.
Desde
ese momento, Avery vivió postrado en una cama. Cuando tenía un buen
día leía su correo, navegaba un poco por Internet y contestaba a
Miranda. A veces se limitaba a dormir, a soñar con ella y luego, a
través de un voluntario que iba a su casa dos veces por semana, a
contárselo en un email.
Pasaron
años comunicándose de ese modo, hasta que llegó un momento en el
que ya fue demasiado tarde para volver a verse. Miranda comenzó a
perder peso y pronto supo que se estaba muriendo, lo decían los
médicos y lo decía su cuerpo delgado y pálido cuando se miraba en
un espejo. A pesar de todo, siempre había sido una persona muy
positiva y, una vez superado el mal trago inicial, tuvo claro lo que
debía hacer mientras le quedaran fuerzas.
Se
despidió de los amigos, de los familiares y de las personas que le importaban, pero no se atrevió a hacer lo mismo con Avery. Con él
no. No sería justo y no le beneficiaría en nada. Confiando en que
él nunca se enterara, decidió mentirle.
Los
mensajes que se cruzaban no guardaban relación unos con otros. No
había preguntas y respuestas, sino simples exposiciones, comentarios
entre amigos que no hacían referencia más que a sus sentimientos.
Sus palabras eran ajenas al mundo.
Comenzó
a escribir mensajes, uno detrás de otro, escribió y escribió sin
parar contando una vida que no había vivido y que jamás existiría.
Calculaba que, si enviaba un par de mensajes a la semana, con mil
mensajes podría mantener la ilusión de casi diez años de vida. Con
cinco mil, prácticamente podría escribir una vida entera.
Pero
sabía que no tenía tiempo para escribir tantos mensajes, y buscó
una alternativa. La solución se la dieron sus ahorros, el alquiler
de un servidor y un programa que, una vez que agotara los mensajes
escritos, podría alternar entre miles de expresiones suyas para
escribir mensajes originales, buenas imitaciones de su estilo que
podrían parecer completamente nuevos. La empresa que lo diseñó
puso a su disposición a su personal para asegurarse de que, durante
un tiempo y para evitar sorpresas, todos sus mensajes serían
supervisados.
Miranda
quedó convencida. Siguió escribiendo mensajes, estableciendo
pautas, inventando su vida, probando y perfeccionando el estilo del
programa, y las fuerzas le mantuvieron en pie más tiempo del
esperado. Los médicos y sus amigos se asombraban de su vitalidad,
sin saber que ella lo único que quería era asegurarse de no dejar
solo a Avery. Los programadores trabajaban contrarreloj para dar los
últimos retoques al programa y Miranda, cuando perdió las fuerzas
para escribir, comprobó orgullosa como desde su cuenta de correo
electrónico se generaban mensajes nuevos, se enviaban, se procesaban
para alimentar a la base de datos que crecía cada día. Eran sus
pensamientos, sus emociones y sus palabras. Le resultaba extraño,
porque parecía que alguien había estado leyendo su mente y
escribiendo lo que veía en ella. Cuando recibió la primera
respuesta de Avery a uno de los nuevos mensajes se le escapó una
risilla nerviosa, como si le hubiera contado una pequeña mentira y
él se la hubiera creído. Nadie lo había programado, pero todos los
mensajes terminaban con las mismas palabras.
“Siempre
a tu lado. Miranda”.
Avery
no sospechó que Miranda ya no tenía fuerzas para coger el teclado,
igual que le ocurría a él. Seguía recibiendo sus mensajes, dos a
la semana. A menudo recordaba las últimas palabras que ella le había
dicho la única noche que pasaron juntos. “Jamás había conocido a
nadie como tú”, le dijo, y él no se atrevió a responder lo mismo
por no parecer vulgar. Fueron los momentos de su vida que recordaba
con más alegría.
Por
eso, cuando recibía un mensaje de Miranda, se sentía un poco más
feliz, más vivo, como si pudiera andar y moverse de nuevo. Leía
cada palabra con atención y sincero interés. El tiempo pasaba poco
a poco, los mensajes le contaban que ella crecía, que conocía a un
hombre de su edad y que parecía interesado en ella. Avery se
emocionó con la descripción de la boda, con el embarazo y con el
niño que crecía al otro lado de la línea.
“Quise
llamarle Avery, pero no me dejaron en el registro”, dijo ella en
una ocasión, y él se rió en silencio. Compartió su felicidad, su
tristeza, los buenos y los malos momentos. No tenía fuerzas para
responderla más que escuetos mensajes de agradecimiento, aunque a
veces le ayudaban y describía sus pensamientos más íntimos, con
detalle, sin importarle que ella estuviera casada y tuviera una
familia. Sabía que ella le quería, aunque no se lo dijera nunca.
“Siempre
a tu lado. Miranda”.
Pero
su tiempo se agotó, la suya era una inmovilidad sin retorno, lo
había sabido desde la noche que sufrió el accidente. No temía
morir, pero sí terminar su relación con Miranda. Le asustaba
alejarse de ella, de sus palabras y sentimientos, y tomó una
decisión. Le contaría una pequeña, insignificante e inevitable
mentira para hacerla creer que seguía vivo.
Los
voluntarios y amigos que habían permanecido a su lado durante su
reclusión en la cama le ayudaron a usar sus ahorros, contratar
servicios y asesorarse sobre una forma de responder a su correo
electrónico cuando él ya no pudiera hacerlo. Sus mensajes solían
ser cortos, y entre todos escribieron miles de ellos, todos
diferentes, todos reflejo de sus pensamientos.
La
primera vez que el programa respondió por él se sintió aliviado,
un poco más en paz consigo mismo. Al sentir que ya no tenía
obligaciones en el mundo, su estado empeoró rápidamente, y un día
dejó de ser consciente de esas palabras que habían salido de su
cabeza, que habían sido codificadas y esperaban su momento.
Los
mensajes siguieron circulando, cruzando el espacio y almacenándose
en más servidores, copias idénticas de sentimientos eternos, bytes
enamorados de un programa infinito. Los programadores de Miranda
revisaban sus mensajes, a veces los difundían porque era una
historia que merecía ser contada. Los amigos y familiares de Avery
leían su correo, se lo reenviaban unos a otros y a veces se ponían
de acuerdo para escribir un mensaje nuevo. Siguieron circulando día
tras día, año tras año. Avery y Miranda nunca habían estado tan
unidos.
Fue
una sola noche.