FORASTEROS
Elizabeth le cerró los ojos y, al
hacerlo, sintió que su vida jamás volvería a ser la misma. La cabeza de Yanish reposaba entre sus piernas, serena y tranquila, como si estuviera durmiendo.
Ella respiraba con calma, intentando mantener el control. Llevaba años
preparándose para ese momento. Era inevitable, y siempre lo había sabido.
Cuando decidió huir con él hacia la espesura de las laderas del Bisoke y vivir como una nativa, supo que llegaría el momento en el que se quedaría sola. Ignoró los llantos de su madre, las súplicas de sus hermanas y los gritos de su padre. Ella había crecido muy lejos de aquellas tierras y sabía que sería difícil, que su infancia en Europa no la había preparado para las duras condiciones de vida en la selva, y que estaba sacrificando quizá su propia vida por alguien que jamás comprendería el enorme sacrificio que estaba haciendo. El había nacido allí y no conocía más que la selva virgen y los barrotes de las jaulas del colono. Elizabeth lo dejó todo, él a cambio le entregó todo lo que tenía: Su amor, sus caricias y la selva. Cuando cerró los ojos de su cuerpo sin vida, ella supo que jamás volvería a amar como le había amado a él. No se equivocó.
Cuando decidió huir con él hacia la espesura de las laderas del Bisoke y vivir como una nativa, supo que llegaría el momento en el que se quedaría sola. Ignoró los llantos de su madre, las súplicas de sus hermanas y los gritos de su padre. Ella había crecido muy lejos de aquellas tierras y sabía que sería difícil, que su infancia en Europa no la había preparado para las duras condiciones de vida en la selva, y que estaba sacrificando quizá su propia vida por alguien que jamás comprendería el enorme sacrificio que estaba haciendo. El había nacido allí y no conocía más que la selva virgen y los barrotes de las jaulas del colono. Elizabeth lo dejó todo, él a cambio le entregó todo lo que tenía: Su amor, sus caricias y la selva. Cuando cerró los ojos de su cuerpo sin vida, ella supo que jamás volvería a amar como le había amado a él. No se equivocó.
Habían pasado diez años desde el momento en el que
ella lo liberó y marchó con él hacia lo más profundo de la selva. Fue una noche
de tormenta, en verano, casi al amanecer. Las celdas hervían de agitación, el
olor a miedo y a sangre derramada eran intensos. Elizabeth ignoró a los
capataces y abrió la celda de Yanish, que estaba acurrucado entre las sombras
de las esquinas, temblando, abrazado a sus propias piernas porque lo habían
aislado de su grupo. Le cogió de la mano, suavemente pero con firmeza, y con
palabras amables que el no entendía le sacó de aquella sala pestilente. Los
hombres no se atrevían a detenerla, pues si había una pena más grave en
aquellas tierras que desobedecer al amo, era tocar un solo cabello de una de
sus hijas.
Salió de la celda y de las cuadras donde almacenaban
a esclavos y animales. Sabía, mientras caminaba bajo la lluvia intensa, que su
padre observaba desde las ventanas de las habitaciones superiores. No la
detendría porque siempre había respetado su iniciativa, pero tampoco se
despediría de ella. Era el hijo major, el primogénito que debía perpetuar su
estirpe de hombres fuertes y poderosos, y estaba huyendo de él, de su familia y
de su raza. Huía hacia la selva y las montañas a vivir como un animal. Pero era
su hija, y no la detendría.
Llegó hasta las puertas exteriores. Estaban
abiertas, porque allí ya no quedaban enemigos que pudieran atacarles por las
noches. Empapada y mezclando lágrimas con gotas de lluvia, su hermana pequeña
le imploraba que se quedara.
—Lizzy, no puedes dejarnos —dijo entre sollozos—.
Vas a morir entre las montañas allí sola, no tendrás una familia ni nadie que
te cuide.
—Le tengo a él —respondió mirando hacia Yanish—, no
necesito a nadie más.
—¡Pero no es como nosotros!
Sin
una palabra de despedida, dando la espalda a su hermana,
Elizabeth se adentró en la espesura acompañada del esclavo. Su hermana tenía
razón. No era como ellas. Jamás aprendería su lenguaje. La familia que la
acogiera, si lo hacía alguna, no la amaría como su padre y sus hermanas, pero
no quería un matrimonio concertado, ni un padre ausente, ni criados y esclavos
que la protegieran. Tenía a Yanish para cuidarla cuando enfermara, sus caricias
para confortarla cuando tuviera miedo, y la selva salvaje para arrancarle
gritos de alegría cuando cesara la lluvia y saliera el sol. No necesitaba más
que su mirada de infinito agradecimiento por sacarle de la celda y devolverle
la libertad.
Yanish llevaba mucho tiempo sin ver el amanecer,
alimentado a través de los barrotes, maltratado por los hombres que no le
dirigían más que miradas de desprecio. Había sido capturado hacía dos años
junto con toda su familia. A la mayoría los habían vendido y trasladado lejos
de allí, y a ninguno de ellos los volvió a ver jamás. En un solo día perdió
familia, libertad y ganas de vivir.
No es que se negara a comer, es que no tenía razones
para hacerlo. Los hombres esperaban a que engordara, a que creciera y se
hiciera lo suficientemente fuerte como para poder ser vendido y trasladado,
pero no era la debilidad quien retrasaba su traslado,
sino Elizabeth. Cuando lo vio entrar en la finca, atado dentro de una jaula,
algo se rompió en su interior.
—Padre, ¿por qué los capataces son tan crueles?
—preguntaba. Y su padre, sin volver la vista hacia su hija, respondía con el
mismo tono que utilizaba con sus empleados.
—Son animales. Viven en mis tierras y son de mi
propiedad. Si no aprenden a temernos, antes o después nos atacarán como las
bestias que son.
—Pero padre —decía ella—, son inofensivos. Mira sus
caras, sólo quieren volver a sus hogares, con sus familias. Tiemblan cuando les
amenazan y sienten miedo igual que nosotros.
Su padre, como hacía siempre que Elizabeth decía
algo que le desagradaba, guardaba un incómodo silencio y ella terminaba
pidiendo perdón. Luego bajaba hasta las cuadras y, con palabras suaves y
caricias, intentaba que Yanish, como había bautizado al recién llegado, comiera
algo y no desfalleciera. Cuando nadie la miraba, abría la celda y se metía
dentro, acariciaba su rostro asustado, limpiaba sus heridas, y a veces
conseguía que se tranquilizara y dejara de gritar en sueños.
Ahora, tantos años después de aquel primer
encuentro, él ha muerto, y ella se encuentra acariciando su cuerpo frío en la
puerta de una tosca cabaña. Lleva años sin vestir nada de ropa, pero de pronto
se siente desnuda y desprotegida. Se cubre con las telas que ha robado hace
poco en un campamento, y piensa en volver a la finca de su padre. Entonces se
gira y ve el cuerpo de Yanish, fuerte y hermoso a pesar de la falta de vida.
—No volveré a amar —le dice con un susurro,
tirando la ropa y sentándose a su lado. Coloca su cabeza entre sus piernas y lo
acuna, como ha hecho tantas veces antes, incapaz de dejarle aún ahora. Quiere
quedarse ahí con él, quedarse y morir, pero no puede. El instinto la levanta,
la obliga a caminar y alejarse sin volver la vista atrás. Quiere regresar,
gritar, llorar y maldecir, pero no puede y sigue caminando, dando un paso
detrás de otro.
Llegará hasta las tierras de su padre, donde uno de sus hombres la encontrará y la llevará de vuelta a casa, donde su hermana, que se ha
casado y vive allí con su marido y sus dos hijos, la abrazará envuelta en
lágrimas. Su padre la recibirá con la frialdad de un hombre despechado, pero es
su hija, y su corazón se ablandará, porque no es un monstruo. Le susurrará “lo
siento”, una y otra vez, cuando la estreche entre sus brazos, y ella sabrá que
en verdad lo siente, porque las celdas están vacías desde el día que marchó.
Sin embargo, a pesar de las riquezas de su familia,
de volver a Europa y de vivir una larga vida, nunca traicionará las palabras
que pronunció ante el cuerpo de Yanish. No volverá a amar, excepto a su
recuerdo.
Te he dejado un relato breve. Mi intención era que la naturaleza de Yanish la decidiera el propio lector, pero en fin, creo que lo mío son las historias y no los experimentos.
Lo escribí para un concurso, pero no me gustó el resultado porque no se adaptaba a las bases. La estructura me costó escribirla, ya que desde el presente hago una retrospectiva al pasado más lejano, y luego me voy acercando de nuevo al momento actual. Intentaba jugar con una historia cuya fuerza no dependiera de los personajes, sino de los actos que les rodeaban, de lo que implicaba su relación.
Demasiadas palabras para definir un relato tan breve, ¿verdad? Al final, lo único que conseguí es una historia de amor en la que la soledad acaba imponiéndose. ¿No terminan así todas?