El resultado es una historia que me ha gustado escribir, y compartir.
Beroy abre la puerta. En la mano derecha lleva un café
caliente, con leche, en un vaso de plástico grande. Esos vasos no pueden
tirarse a la cara y producir heridas, o romperse sobre el canto de la mesa y
usar los restos para atacar a nadie. Deja el vaso cerca de Carla muy despacio,
con una sonrisa. Aún no sabe con qué tipo de mujer va a tratar. El café, de
todos modos, no está tan caliente como para producirle quemaduras si ella se lo
arrojara a la cara. Además su sexto sentido, ese don con el que ha nacido y que
le ha convertido en el comisario más joven de la ciudad, le dice que ella no va a volverse agresiva.
—¿Y bien? —dice después de un rato—. ¿Se encuentra mejor?
¿Más relajada?
Carla baja ligeramente la cabeza y entorna la mirada en un
gesto casual, a medio camino entre el agradecimiento y la condescendencia.
—Sí, Comisario —responde ella—, me encuentro mejor, muchas
gracias. Puede interrogarme cuando quiera.
—Oh, no, esto no es un interrogatorio, faltaría más. La he
llamado porque tenemos que repasar su declaración, es el procedimiento
habitual, ya sabe —Beroy hace una pausa y confía en que la mujer no sepa leer
las emociones como hace él. Oculta algo, lo sabe desde el primer momento que la
vio, pero no ha encontrado más que una excusa para volver a hablar con ella.
Con un poco de suerte cometerá algún error y sabrá en qué le está mintiendo —.
Y Llámeme Beroy, por favor, no sea tan formal. Cuénteme de nuevo lo que
recuerda, se lo ruego. Sé que debe resultar doloroso para usted pero compréndalo,
es importante atar bien todos los cabos.
—Claro, lo entiendo. Sí, resulta doloroso, pero no se
preocupe, debemos enfrentarnos a nuestros miedos, ¿no es cierto? Debemos ser
fuertes cuando la vida nos golpea, para no caer.
Beroy asiente en silencio y mira fijamente su bebida
intentando mantener la compostura. Frente a él se encuentra una de las mujeres
más atractivas que ha visto nunca, una belleza natural que destaca por encima
de las lágrimas, de las ojeras y de la desdicha. Carla bebe un sorbo del café
caliente y entreabre ligeramente los labios, apenas unos milímetros, lo justo
para que se humedezcan y brillen. Se limpia con una servilleta, despacio,
dejando en ella una huella de carmín, un beso de un rojo intenso. Beroy se pregunta
si prestará la misma atención a sus besos que a sus palabras, si sus labios
serán tan intensos como el café caliente y humeante que ha pedido.
—¿No cree, Comisario?
—Eh, sí, disculpe —responde él, prestando de nuevo
atención—. Tiene toda la razón. Por favor, continúe.
—No voy a contarle nada nuevo, nada que no sepa ya. Mi
marido y yo estuvimos cenando en un restaurante, un local nuevo que han abierto
entre Principal y Mala Fe. Fuimos con unos amigos, el Senador Pemán y su mujer.
Al terminar la cena alargamos la sobremesa quizá más de la cuenta, ya sabe cómo
son estas cosas. No debió haber bebido tanto, pero ya conoce a mi marido,
perdón, ya lo conocía, era testarudo, y quizá yo tenía que haber insistido más
en irnos a casa pronto. Cristóbal no era de los que se amilanan, él sabía
cuándo pasárselo bien y cuándo parar. En fin, qué le voy a contar, tomó una
copa primero y alguna otra después, y el tiempo pasó volando. Cuando nos
despedimos ya era de madrugada, y nos dirigimos directamente a casa.
—¿Conducía su marido?
Carla mira al Comisario y frunce ligeramente el ceño.
Entrecierra los ojos durante un instante en un gesto de profundo desprecio que
desaparece rápidamente. Beroy apenas si ha reparado en él. Carla piensa en su
marido. Lo imagina arañando, gritando, golpeando e insultando, mordiéndose los
labios como hace cuando se desespera, quedándose sin aire y asumiendo
lentamente que va a morir.
—Sí, Comisario. Por supuesto que conducía él. Ya se lo he
dicho, a Cristobal nadie le decía lo que tenía que hacer. Además, nadie excepto
mi marido conducía su coche, es una cuestión de principios.
—¿No conduce usted por principios?
—Me refiero a los principios de mi marido. Nadie toca el
coche o la mujer de un hombre, Comisario. Debería usted saberlo si es uno de
ellos. Un hombre, quiero decir.
Beroy deja escapar el insulto. Carla ya no le parece una
mujer hermosa, afligida y necesitada de comprensión. Algo ha ocurrido, ha
recordado algo que le ha cambiado el humor. Ahora le recuerda más a un animal
salvaje enseñando los dientes y defendiendo su libertad.
—La puerta de la finca se encontraba cerrada —continúa Carla—,
como siempre, y se abrió cuando se acercó el coche, tenemos cámaras de
seguridad que identifican la matrícula. No vimos ningún indicio de que hubieran
entrado en la casa, porque la puerta del garaje se encuentra en un lateral y no
pasamos por delante de la puerta principal. Mi marido se quitó el abrigo y
entró en el salón. Escuché un grito y fui corriendo hasta él, con un pie
descalzo porque todavía me estaba desabrochando las botas cuando ocurrió…
Disculpe, Comisario, ¿me puede dar un poco de agua?
La mujer hace una pausa y bebe un largo trago del vaso que
le entrega Beroy. Se encuentra visiblemente afectada y el Comisario, a pesar de
que está acostumbrado a tratar tanto con víctimas como con criminales, se
siente conmovido por su dolor, porque sabe, con toda certeza, que es real, que
recordar esos momentos le duele profundamente.
—Yo… Debí haberme dado cuenta, ¿sabe? Debí darme cuenta de
que ocurría algo raro, y no dejo de pensar que es culpa mía. Sulu, mi perro, no
acudió a saludarnos. Se encontraba algo enfermo y era ya mayor. A veces dormía
muy profundamente y no nos oía, pero… Me lo encontré en mi despacho, que es
donde tenía su cama, en el suelo, como si estuviera dormido. Lo habían
golpeado. Quizá le dieron sólo una patada, no lo sé, pero debió ser muy fuerte.
El caso es que había sido maltratado, como un… como si hubiera supuesto una
amenaza, y eso era imposible. Era un animal viejo y enfermo, era mi perro, no
podía hacerle daño a nadie, ni a él ni a nadie. Se sintió morir y fue a mi
cuarto, a esperarme.
—Su despacho.
—¿Perdón?
—Dice que se lo encontró en su despacho, no en su cuarto. Dice
que no podía hacerle daño a él… ¿A quién se refiere?
—No me entiende, Comisario. Mi trabajo es muy absorbente,
desde que me concedieron la beca trabajo más de lo que debería, los
laboratorios y los hospitales me presionan para que avance en mis
investigaciones. A veces me quedo en mi despacho hasta tarde y duermo en el
sofá, para no despertar a mi marido, así que mi despacho se ha convertido
prácticamente en mi habitación. Sulu duerme… perdón, dormía siempre en mi
despacho, conmigo. Allí se encontraba seguro, a salvo.
—¿A salvo de quién?
—De mi marido. A veces se comportaba como un salvaje, ¿sabe?
Se ponía violento cuando bebía. Últimamente bebía mucho.
Carla hace una pausa, respira profundamente y cierra los
ojos. Beroy intenta adivinar lo que piensa pero únicamente puede saber cómo se
siente. La mujer sentada frente a él es un interrogante, un amasijo de
emociones que no consigue interpretar. Sabe que le oculta algo, pero no sabe el
qué. Quizá consiga que se venga abajo si recurre a momentos dolorosos de su
pasado, así que decide cambiar de táctica.
—Disculpe, Carla —dice finalmente, levantando una mano y
tratando de aparentar la máxima autoridad—, pero esto tenemos que dejarlo muy
claro. ¿Su marido la maltrataba? Sabe que tenemos su historial, y que incluye
una denuncia por agresión.
—Lo sé, lo sé —responde ella—, pero… Eso ocurrió hace mucho
tiempo y las cosas eran muy diferentes, ¿sabe? Fue al poco de casarnos. Por
aquel entonces yo seguía estudiando la carrera, y él era joven y brillante, uno
de los mayores constructores independientes de la ciudad. Aquella vez… Nunca me
había levantado la mano, nunca. Es cierto que discutíamos y que él tenía mal carácter,
pero yo tampoco me quedaba corta, nunca he sido del tipo sumiso, ya sabe a lo
que me refiero. Una noche llegó tarde a casa, había tenido una reunión
importante y se había alargado más de la cuenta. También había bebido, se lo
notaba en el aliento, y no se encontraba de buen humor. Yo había preparado un risotto al pesto, y había colocado una
botella de agua en la mesa. Se me olvidó sacar el vino, porque yo no bebo.
—¿No bebe vino?
—No bebo alcohol, Comisario. El alcohol nos vuelve bestias
sin civilizar, y en eso se convirtió mi marido, en una bestia. Me dio un golpe,
uno tan solo, y al caer me golpeé con la mesa. Me dijo que lo menos que
esperaba por mantenerme era llegar a casa y disfrutar una cena decente, con
vino, como Dios manda. Fue la primera vez que me golpeó, y también la última. Nunca
olvidaré esa noche.
—No volvió a golpearla.
—Jamás. Esa noche no lo abandoné, y le agradeceré que no me
pregunte la razón. La situación cambio, de todos modos, porque al poco tiempo
yo terminé mis estudios y comencé a trabajar, y a él le ocurrió lo contrario.
Sus ingresos fueron disminuyendo poco a poco; la crisis lo terminó alcanzando,
como a todo el mundo. Primero de forma sutil, con primas que no se ganaban y
pagos que no llegaban a tiempo, y al final rápidamente, con colaboradores que
quebraban y deudas que se acumulaban, hasta que él se convirtió en el
mantenido, el que no aportaba ingresos. Vivía en mi casa y yo le pagaba sus caprichos,
así que no se encontraba en buena posición para amenazarme de ningún modo.
Llevaba años sin levantarme la voz.
—Pero aun así vivía con él.
—Su apellido seguía teniendo una cierta importancia, y me
resultaba útil para conseguir financiación para mis investigaciones. No me
juzgue, Comisario, todas las relaciones se basan en el interés, de un modo u
otro. El mío era eminentemente práctico.
Beroy no responde y deja que transcurran unos segundos en
silencio. Carla se está envalentonando, y cuando las personas se confían es
cuando cuentan sus secretos. Todo el mundo sabe que a él no se le puede ocultar
nada, y esa fama le ha resultado muy útil. Pero no basta con la certeza,
necesita pruebas, y por eso deja pasar las impertinencias y los insultos,
porque no puede realizar un interrogatorio y se tiene que conformar con una
charla informal. Tiene que dejarle hablar.
—Disculpe si parezco impertinente, pero debo preguntarlo
—prosigue al cabo de un rato—. Su marido era un maltratador, o lo había sido en el pasado, no le amaba y no
disfrutaba de su compañía. ¿Qué sintió al verlo malherido?
—Mi marido había recibido un golpe muy fuerte en la cabeza y
me lo encontré en el suelo, inmóvil. A los dos segundos escuché cómo alguien
rompía el cristal de una ventana. Se ve que el ladrón, o los ladrones,
decidieron huir justo después de la agresión. Llamé a la policía en ese mismo
momento y llegaron al tiempo que la ambulancia.
—Pero cuando llegaron…
—No pudieron hacer nada por mi marido. Nadie podía.
Carla mantiene la mirada, fría y serena. Sus labios están
apretados con fuerza, pero tiemblan ligeramente. Ahí está de nuevo la pena,
intensa y profunda, oculta detrás del carmín, de los ojos claros, humedecidos y
brillantes. Beroy se impacienta, porque está perdiendo la perspectiva. Carla le
desorienta y comienza a comprender que no va a darle una respuesta clara si no
hace una pregunta clara.
—Carla —dice con seriedad—, comprenda que necesito que
responda a mi pregunta. ¿Mató usted a su marido?
La mujer mantiene la mirada y no la desvía ni un instante.
Toma aire y responde sin que la voz le tiemble lo más mínimo.
—Comisario, le aseguro, le juro por lo que usted quiera,
que yo no lo maté. Llegué a casa, alguien había entrado en ella, alguien lo atacó.
Le aseguro que hice todo lo posible para que él siguiera con vida.
Beroy mira fijamente a los ojos de la mujer, busca, analiza,
piensa y reflexiona. Finalmente, se rinde. Carla dice la verdad.
Al cabo de unas horas, la mujer abandona la comisaría. Tiene
la conciencia tranquila. Cuando llega a su casa, no obstante, no puede evitar
derramar una lágrima. No piensa en su marido, sino en Sulu, su perro, su
compañero fiel durante los últimos catorce años, muerto porque alguien decidió
darle una patada tan fuerte que destrozó su pecho.
Ella sabe, no obstante, que no fueron los ladrones quienes
lo golpearon. Lo sabe desde que se lo encontró en su despacho, cuando entró corriendo
para buscar vendas y medicamentos para intentar curar a su marido. El golpe que
lo mató, supo en ese mismo instante, se lo habían propinado justo antes de
salir a cenar, y no fue un desconocido, sino su marido. Debió agonizar durante
horas, jadeando, con los pulmones aplastados, sintiéndose morir.
Su marido detestaba a ese perro. Cuando era joven y vigoroso
no se atrevía a ponerle la mano encima, y cuando envejeció y dejó de resultar
una amenaza, ella se ocupaba de protegerlo, de cuidarlo. O eso pensaba.
En ese mismo instante, con su amigo fiel aún caliente, con
su marido agonizando y los ladrones huyendo, también tomó una decisión. Volvió
hasta el salón, cortó la hemorragia, protegió la herida y le suministró
calmantes, fuertes, experimentales e ilegales, pero funcionales. Ella sabe que
algún día revolucionarán la medicina. A su marido, en cualquier caso, lo mantuvieron
con vida, con las constantes vitales prácticamente detenidas. Manejar el
papeleo con los médicos de la ambulancia, con su historial como médico, fue
fácil. La jueza que levantó el cuerpo era una vieja amiga suya, la misma que,
siendo fiscal, años atrás le recomendó que no denunciara su marido cuando le
golpeó, que lo que debía hacer era dejarlo o asegurarse de que no volviera a hacerlo.
Unos días después, Sulu entró en su vida. No era una defensa
contra su marido, pero sí un apoyo, un amigo que siempre permanecía a su lado.
De un modo u otro, cuando Cristobal llegaba a casa, Sulu no lo esperaba en la
puerta, sino junto a su mujer, tumbado a su lado, vigilando, cuidando y
protegiendo. “Ya no está sola”, decía con su silencio.
Carla se da una ducha y se prepara un té. Se lo toma en el
salón de una casa vacía, imaginando las últimas horas de vida de su marido,
despertando al día siguiente de la agresión en una sala blanca, vacía y
silenciosa, de un hospital.
Lo imagina preguntándose dónde se encontraba antes de ser
sedado de nuevo por un médico que le debía un inmenso favor a su mujer,
Lo imagina durmiendo y recuperando la conciencia de nuevo en
una caja cerrada, rodeado de madera, tierra y silencio en la más completa
soledad.
Lo imagina arañando, gritando, golpeando e insultando.
Asumiendo, lentamente, que va a morir, como murió Sulu, solo,
en la más completa oscuridad.
A Carla se le escapa, por última vez, una única y silenciosa
lágrima.
La idea inicial era la de una mujer que se lamenta de que su
marido no está (y parece que ha sido abandonada), luego se descubre que ha
muerto (y parece que lo echa de menos) y luego que ella lo ha matado.
Esa idea no es mía, aparece en un comic del genial José
María Beroy. Al final desestimé la idea y la simplifiqué bastante, pero mantuve
el nombre del comisario como agradecimiento al “inspirador”.
El relato no está estructurado, no es más que una conversación entre
dos personas. He querido trabajar en él uno de mis talones de Aquiles, los
diálogos. Los personajes son muy básicos, mi habitual mujer de
carácter fuerte y capaz de matar, y el comisario que aquí hace casi de
narrador.
Este tipo de historias no suelen resultar muy interesantes,
así que intenté atrapar al lector con un estilo directo e impersonal, de ahí el tiempo en presente, para dejar que el carácter y las palabras de los personajes fueran
quienes sacaran adelante el peso del relato.
Espero que haya sido suficiente y que no haya aburrido. No pretendía
más.
Hola, me ha gustado la historia. Un cuento corto que mantiene el interés del lector hasta el desenlace.
ResponderEliminarEnhorabuena y suerte en el concurso!
Tengo un blog de recetas de cocina que publico con historias cortas, de mi vida, de la cocina o inventadas. Me encantaría tu opinión xD
Te sigo, desde el Caribe azul,
Me ha gustado la narración, mantiene la curiosidad, hasta el final.
ResponderEliminarSuerte. Un abrazo Cruz
Me alegro que os haya gustado, gracias mil por comentar :-)
ResponderEliminarCocco, echaré un vistazo a tu blog, ¡faltaría más!
Muy buen relato. En tu línea...
ResponderEliminarDoris
Holaa!!
ResponderEliminarPues me gustó mucho la idea, la verdad; muy original, los diálogos bastante logrados (quizás le falta un pelín de informalidad a ratos a la mujer, pero ese es un detallito sin importancia)
Me gusta cómo escribes y la imaginación que tienes :) Haces que se remuevan cosas dentro con tus ideas!
Ays, tienes razón. Los diálogos me siguen sonando un poco forzados, pero en fin, poco a poco. Como ya digo por ahí, la mayoría de las ideas que escribo me surgen en sueños, de un modo u otro.
ResponderEliminarEs como ir al cine, pero sin palomitas :-)