Te dejo un relato que he terminado de corregir, que me ha encantado escribir.
La idea surgió para este concurso, en el que las condiciones eran las siguientes:
- El relato debe ser una ucronía.
- Debe incluir una palabra claramente inventada.
- Debe incluir una palabra claramente inventada.
Después de escribirlo, presentarlo y corregirlo con los comentarios de los demás participantes, que siempre resultan de una gran ayuda, creo que el resultado ha quedado bastante aparente.
Cualquier sugerencia, observación o anotación será bienvenida, como siempre.
Que lo disfrutes.
EL HOMBRE QUE OSCURECIÓ EL MUNDO
El Halcón esperaba en pie, inmóvil frente a la vitrina.
Detrás del vidrio de seguridad se encontraba
una copia del Corpus Aristotelicum
de Andrónico, considerado como el
libro más importante e influyente de la historia.
Llevaba esperando más de media hora y empezaba a ponerse
nervioso. El Halcón no era un hombre paciente, lo sabían todos aquellos que
trabajaban con él, por lo que confiaba en que hubiera una buena razón para
hacerle perder el tiempo. Sacó su inhalador del bolsillo de la chaqueta, lo
colocó en relax y aspiró dos veces. Mientras esperaba a que la droga le hiciera
efecto, observó de nuevo el libro, una preciosa tabla de biotinta que aún
conservaba intacto su módulo de memoria. Los diseños de Gutemberg, el impresor,
habían sido una auténtica revolución en su época.
—Buenos días, Stephen —dijo una voz a su espalda—. Lamento
llegar tarde.
El Halcón se volvió y suspiró, intentando controlar su mal
humor. Era posiblemente el día más importante de su vida, y quizá el más
importante de toda su generación, así que hizo un esfuerzo y mantuvo la calma.
—Hola, Isaac —respondió—. Estaba empezando a preocuparme. Ya
que llegas tan tarde, espero que sea por una buena razón.
—No te preocupes, que no has perdido el tiempo —dijo el
recién llegado—. Tengo la clave, amigo mío, tenemos acceso a los códigos de
bloqueo, así que podemos irnos cuando quieras. Pero quiero insistir en que tu plan
me parece una idea pésima.
—Tomo nota de tu protesta, Isaac —respondió el Halcón,
sonriendo—. Ahora vamos a la Fundación, que tenemos una cita con la historia.
La perspectiva de lo que iban a hacer, el día tan intenso y
emocionante que les esperaba, había cambiado el ánimo del Halcón. Cuando
salieron a la calle, el sol les cegó
durante un instante. Era un día luminoso, como correspondía a la primavera, y
no había lluvia programada hasta la noche, así que los dos hombres caminaron
por la larga Avenida Augusta disfrutando
del buen tiempo. El Halcón era joven y atlético, pero caminaba con dificultad.
Con la medicación mantenía controlados los dolores de sus huesos, pero sabía
que no podía forzar demasiado sus piernas. No importaba, en realidad, porque a
pesar de la demora de Isaac, no tenían ninguna prisa. La Fundación se encontraba
prácticamente desierta, ya que era el Día del Mantenimiento y el turno de
mañana no trabajaba. Gracias a los accesos de Isaac, podían entrar en el
edificio y llegar hasta la Máquina de
Einstein sin encontrarse prácticamente con nadie.
No iban a ser los primeros en viajar en el tiempo, por
supuesto. La albetera, como llamaban
entre ellos a la máquina que les permitía moverse a través de la historia,
llevaba trabajando a pleno rendimiento casi cincuenta años, y no hacía falta
más que un permiso administrativo para utilizarla. Sin embargo, no podía
viajarse al pasado más allá de la fecha de creación de la misma, es decir, no
podían remontarse al pasado más que unas pocas décadas. Para salvaguardar la
historia de las paradojas temporales, su creador había introducido una serie de
códigos que impedían traspasar esa frontera. Gracias al talento combinado de
los dos brillantes científicos, se iban a convertir en los primeros en romper
el bloqueo. O eso creían.
—Piénsalo —dijo el Halcón—, los bloqueos tienen sentido
cuando debes limitar el uso de la tecnología al público en general, pero
nosotros somos inteligentes, las leyes no deberían aplicarse a todo el mundo
por igual. ¡Somos físicos, por favor! ¡No vamos a matar a nadie, ni vamos a
reescribir la historia! Pero sí vamos a ser los primeros en betear más allá del límite. ¡Los
primeros en viajar al auténtico pasado!
—No sé, Stephen, no lo veo claro. Soy mayor que tú, he
dedicado toda mi vida a la Fundación y a las aplicaciones prácticas de esta
tecnología, y tengo más experiencia con las leyes de cambio. Lo
que quieres hacer… creo que no es seguro. Einstein colocó esos bloqueos en sus
máquinas por una buena razón, y las matemáticas no mienten: siempre existe una posibilidad de cambio, una variable
desconocida que puede cambiarlo todo.
—Claro que tenía una razón, Isaac —respondió—, los bloqueos
existen porque era un pusilánime.
El Halcón sacó de nuevo su inhalador y lo colocó en vigor.
El paseo empezaba a cansarle y las rodillas le dolían.
—Sé lo que piensas —continuó—, pero te preocupas sin motivo.
Para empezar, tú estarás aquí controlando la máquina por si algo sale mal, ¿no
es así? Y además yo no voy a hacer nada arriesgado; viajando tan atrás en el
tiempo es difícil hacer algo que suponga un cambio permanente. Tú lo sabes
mejor que nadie, has publicado varios artículos sobre el Cambio Mínimo. La
historia tiende a permanecer estable. Es como intentar desviar el cauce de un
río, cuanto más cerca de su nacimiento te remontas, más fácil es que el agua
desemboque en el mismo sitio, por mucho que cambie su recorrido. No es muy
intuitivo, pero es así.
—Sí, pero todo eso es teoría —respondió Isaac—. No se ha
comprobado y, además, tú quieres viajar a un momento importante de la historia.
¿No podías limitarte a observar, por ejemplo, una puesta de sol preindustrial?
Tenían que ser muy hermosas.
—Bobadas. Lo que quiero es conocer los orígenes, ver al
hombre que cambió el mundo y que nos libró del oscurantismo. ¡Seamos
subversivos! ¿Qué pensarían nuestros descendientes si el primer viaje al
auténtico pasado consistiera en… algo tan irrelevante como ver una puesta de
sol? ¡Conozcamos al genio, digo yo! Sin Aristóteles, cualquiera de las demás
corrientes filosóficas del momento habría podido predominar y… ¿te imaginas lo
que habría sido de nosotros sin la ciencia? ¿Si las creencias en los dioses y
en un mundo que no puede ser explicado
mediante la razón hubieran dominado la sociedad? Imagina que Platón convenció a
la historia de que el mundo no puede ser conocido, de que sólo vemos sombras en
su condenada caverna. Imagina que el hombre cedió a los fanáticos religiosos,
que ofrecían un… consuelo a la ignorancia a base de la fe. Viviríamos bajo el
yugo de los grupos terroristas, de los irracionales. Ahora esos lunáticos son
pocos y nadie les hace mucho caso, pero si les hubieran permitido alcanzar el
poder, habrían dominado el mundo durante siglos.
Isaac no respondió. Se limitó a asentir, guardó silencio y
se estremeció. Tenía miedo, sí, pero no sólo porque estaban a punto de violar
la ley, ni tampoco porque su amigo quería viajar a un momento de la historia en
el que la barbarie dominaba al hombre y la muerte rondaba detrás de cualquier
esquina. Isaac sentía, en lo más profundo de su interior, que estaban
cometiendo un error. No obstante, llevaba años preparándose para ese momento.
Antes o después alguien conseguiría
romper los bloqueos, era una cuestión de talento y perseverancia, y de
este modo, estando él presente, si algo salía mal podría reaccionar a tiempo. Confiaba
en sus habilidades tanto como en la inteligencia y capacidad de respuesta de su
amigo. Sin duda, Stephen no era el físico más modesto, pero sí el más hábil de
cuantos había conocido, y su propio orgullo también estaba en juego. Hacer
historia era un premio muy atractivo.
Cuando llegaron a las instalaciones de la Fundación, tal y
como habían previsto, se encontraron el edificio prácticamente vacío, y alcanzaron
las salas de control sin cruzarse con nadie. Isaac ni siquiera tuvo que usar su
tarjeta de acceso.
—Ahora, querido amigo —dijo Isaac—, con este código que he
sustraído y que posiblemente me constará el puesto y mi licencia de trabajo,
podré operar la albetera yo solo,
mientras tú te dedicas a jugar a ser Dios.
El Halcón se volvió, le dedicó una sonrisa sincera a su
amigo y le puso la mano en el hombro.
—No sólo vamos a hacer historia —dijo—, vamos a participar
en ella.
Isaac asintió ligeramente con la cabeza y se conectó a los
controles. Introdujo la clave y contuvo la respiración mientras esperaba la
validación. Suspiró aliviado cuando el sistema le dio acceso, y comenzó a
realizar los cambios y a reprogramar el código que le permitiría introducir una
fecha de destino prohibida. Mientras tanto, el Halcón se desnudó y se introdujo
en la cápsula de viaje. Dejó sus ropas de calle fuera, pero se quedó el
inhalador y una túnica fina, como las que esperaba que llevaran los habitantes
de la época.
—No voy a correr riesgos, tranquilo. Programa mi regreso en seis
horas. Antes de que el turno de tarde se dé cuenta de lo que estamos haciendo,
ya nos habremos marchado y estaremos redactando el artículo más innovador del
año.
Isaac apenas si le escuchó, concentrado como estaba en su
trabajo. La consola aceptaba los cambios y todo marchaba correctamente.
—Suerte, Stephen —dijo en un susurro cuando se cerraba la cápsula—,
espero que no la necesites.
—¡Y yo no juego a ser Dios! —alcanzó a escuchar—¡Dios no
existe!
La máquina empezó a funcionar. Los generadores se cargaban,
el acelerador giraba cada vez más rápido y la estática se acumulaba en la sala.
Las fibras de la ropa del Halcón, junto a la cápsula, se erizaban y
encrespaban, y una tenue luz rojiza parecía emanar de los cables de
alimentación. La operación prácticamente se había completado, Isaac realizaba
los ajustes de fecha cada vez más rápido, sorteando y burlando las barreras del
sistema y, durante un instante, apenas un parpadeo, el mundo se detuvo a su
alrededor.
Su mente ágil y entrenada tuvo tiempo de comprender lo que
ocurría cuando sintió la presión en los oídos y vio el resplandor intenso a
través de las ventanas. Quiso jurar en voz alta, pero no le dio tiempo. Los
muros vibraron un instante y se combaron en una forma imposible. En el mismo
instante en el que la cápsula desaparecía, una enorme explosión reducía a
pedazos el edifico de la Fundación, aplastando todo y a todos los que se
encontraban en su interior. La máquina, Isaac, su clave de acceso y su
prodigioso conocimiento de las leyes del cambio y de los viajes en el tiempo,
desaparecieron bajos los escombros. Los ataques terroristas habían comenzado de
nuevo.
Cuando el Halcón abrió la puerta de la cápsula, lo primero
que notó fue una claridad cegadora. El aire parecía mucho más limpio, el cielo
más brillante y los colores más intensos que en su época. El sol no le quemaba
la piel, como solía hacer, y aspiró profundamente su primera bocanada de aire
puro no reciclado. Le hizo toser violentamente, porque no estaba acostumbrado
al polen y a las impurezas. Ajustó el inhalador en protección y pulsó tres
veces. Cuando se sintió más relajado, se colocó la túnica que había llevado
consigo y que, según los libros, era la vestimenta más adecuada para pasar
desapercibido, salió de la cápsula, pisó el suelo de tierra.
Su primera palabra pronunciada en la Grecia antigua fue una
maldición. Se había dejado las sandalias fuera de la cápsula.
Isaac había realizado bien los cálculos. Como habían
previsto, se encontraba en un lugar apartado de caminos, senderos y tierras de
cultivo, y no había nadie a su alrededor. La cápsula se había posado en una
pequeña hondonada, en lo que parecía ser un pequeño estanque seco por los
calores del verano. En realidad la cápsula no se movía en el espacio, sino
únicamente en el tiempo, pero realizando los ajustes correctos se podía
aprovechar la rotación de la tierra para aparecer en cualquier lugar dentro de
una amplia circunferencia alrededor del planeta. El Halcón se encontraba,
gracias a esos ajustes, en las afueras de Atenas. Acababa de amanecer, y si se
daba prisa podría ver el Ágora en la época de mayor apogeo antes de volver a su
tiempo. Colocó el inhalador en analgésico para soportar el dolor de sus pies
descalzos, pulsó una vez, y comenzó a andar.
La ciudad era mucho más grande y bulliciosa de lo que
esperaba, llena de vida, de agitación, de olores nauseabundos y de gente
gritando. El Halcón paseó entre ellos, comprobando con satisfacción que sus
conocimientos de griego clásico eran suficientes para desenvolverse entre
aquella gente, con más o menos dificultad y siempre que no le hablaran muy
rápido. En dos ocasiones le preguntaron
por su procedencia, ya que su acento era muy extraño, y en las dos ocasiones
dio respuestas diferentes.
Habló con algunas
personas, se rio con un espectáculo callejero, se sonrojó ante las
proposiciones de una mujer, y se maravilló con la oratoria de unos estudiantes que
discutían entre ellos acerca de una obra que no conocía de Jenofonte. El tiempo
pasó muy rápido, y muy a su pesar abandonó la ciudad para volver a la cápsula.
Quería llegar hasta ella con tiempo suficiente, para evitar imprevistos. “Tengo
que volver a esta ciudad”, pensó. “Me inventaré una historia y una procedencia,
para no levantar sospechas, y pasaré aquí más tiempo”. Stephen no se había dado
cuenta, pero en las últimas horas, desde que llegó a la ciudad, no había usado
su inhalador ni una sola vez. Sus planes de vacaciones no obedecían tanto a la
lógica que regía cada uno de sus actos, como a la euforia que sentía en aquel
momento.
Entonces se introdujo en la cápsula, y esperó.
No ocurrió nada. Esperó y siguió esperando. Se impacientó,
usó el inhalador y comenzó a preocuparse. Algo había ocurrido con Isaac. Esperó
hasta que oscureció, y pasó la noche metido en la incómoda cápsula, sin dormir.
Cuando amaneció, ya había tomado una decisión. Si había
alguna oportunidad de sacarle de allí, de recuperar la cápsula, sin duda ya la
habrían aprovechado. Para la albetera
no existían los retrasos, ya que aunque Isaac se hubiera demorado un año en dar
la orden de regreso, podía haberla programado para hacerlo a la hora acordada. No
tenía sentido esperar allí. No habría partidas de rescate, ni otros envíos
desde el futuro. Estaba solo, perdido y abandonado en un tiempo extraño que, de
pronto, le parecía muy hostil. Sin tener ninguna idea clara en mente, decidió
volver a la ciudad.
Mientras se acercaba a las primeras casas, las miradas de
los hombres ya no le parecían tan acogedoras, ni sus sonrisas tan cálidas.
Había pasado de ser un turista a ser un inmigrante con los bolsillos vacíos. Si
lo atacaban, no habría policía para defenderlo, ni medicina moderna para
curarlo. Su inhalador podía mantener su enfermedad a raya durante algunos años,
pero sólo si lo usaba únicamente para ese fin. Se acabó el recurrir a él cuando
se encontrara cansado o le dolieran los músculos, no había medicina en el
pasado que pudiera curarlo si se quedaba sin medicación. Cuando sus
motoneuronas comenzaran a morir, se paralizarían sus músculos y terminaría sus
días mendigando en una calle, arrastrándose para hacer sus necesidades en un
rincón y padeciendo terribles dolores hasta que alguien se apiadara de él y le
diera una muerte digna.
El inhalador lo separaba de ese final. Realizó los cálculos
rápidamente; con una dosis a la semana podría vivir casi hasta los cuarenta
años. Era una esperanza de vida mayor que la mayoría de las personas que había
a su alrededor, campesinos y esclavos que no solían pasar de la treintena.
El Halcón era un hombre práctico. No se desesperó ni se
lamentó por su destino. Su lugar en el mundo había cambiado, eso era todo. Pero
la vida continuaba.
Lo primero que hizo fue buscar trabajo para asegurarse el
alimento. No resultó fácil, y los primeros días pasó hambre y mendigó, pero con
su acento exótico y sus conocimientos de matemáticas, pronto se hizo un hueco
en el Liceo y consiguió el puesto de tutor del hijo de un hombre llamado
Eudoxo, de forma que consiguió cubrir sus necesidades más básicas. Había
pensado que las diferencias entre las clases sociales, entre los hombres libres
de la ciudad y los sirvientes y esclavos, le pondrían las cosas mucho más
difíciles, pero a la hora de la verdad, la mayoría de las personas con las que
se cruzaba eran igual que él, prácticas, y si alguien podía prestarles un
servicio, no se hacían demasiadas preguntas. Stephen se convirtió, en un tiempo
tan corto que hasta él se sorprendió, en un habitante más de la ciudad, una de
las voces que compraban en los mercados y que se lamentaban del mal tiempo.
La cápsula se hundió en el barro con las primeras lluvias,
pero él ya había perdido hacía tiempo la esperanza de volver a su hogar.
Durante los meses siguientes, tuvo el placer de escuchar a
Aristóteles antes de que marchara para convertirse en el tutor de Alejandro el
Grande y, aunque no entendía muchas de sus palabras, comprendió por qué se
había convertido en el mejor y más influyente pensador de la historia. Participó
en algunas charlas y conferencias, pero procuró no destacar ni introducir
conocimientos que no debía en aquella época, aunque no podía evitar reírse en
voz alta cada vez que algún anciano se quejaba de la educación de los jóvenes y
profetizaba el fin de la civilización.
Sobrevivió a dos peleas callejeras, en una de ellas gracias
a la velocidad de sus piernas, y en la otra defendiéndose y devolviendo los
golpes que recibía por simple desesperación. Probó alimentos de sabores
intensos y se acostumbró a no salir de casa sin un trozo de tela a modo de
pañuelo, ya que siempre se encontraba acatarrado.
Fueron años intensos, ni felices ni desdichados, simplemente
intensos. Sin darse cuenta, un día se despertó sin echar de menos el tiempo del
que procedía.
Fue entonces, cuando llevaba más de tres años viviendo como
un griego más, cuando había dejaod de pensar en el futuro, cuando ocurrió lo
impensable. Algo cambió.
—¿Te has enterado, Halcón? —le dijo Eudoxo, su patrón, una
mañana cuando entraba en la casa—. Aristóteles ha regresado a la ciudad, se ve
que el rey Filipo ya no lo quiere como tutor de su hijo.
—Pero eso no es posible —respondió Stephen sobresaltado—.
Aristóteles se quedará al lado de Alejandro cuando gobierne, durante el resto
de su vida, y se extenderán sus enseñanzas por el Imperio y… y… ¿Cómo te has
enterado?
—¡Qué cosas tan raras dices! Me lo han dicho en el mercado,
ahora estará recibiendo a sus discípulos en la plaza, supongo…
El Halcón no terminó de escuchar sus palabras. Salió
corriendo de la casa y se dirigió todo lo rápido que le permitían sus piernas
doloridas hacia el Ágora. No usó el inhalador, a pesar de todo, y llegó justo a
tiempo de ver al pensador entrar caminando en las plazas de los oradores,
rodeado de estudiantes y curiosos. Parecía encontrarse de muy mal humor.
—¡Maestro! —gritó por encima de la gente—¡Maestro! ¿Por qué
ha vuelto?
Aristóteles se volvió al escuchar su voz y se cruzó de
brazos frente a él.
—Vaya, aquí tenemos a otro bárbaro —dijo—. Hablas igual que
él, así que pregúntale a tu paisano, que tiene tu mismo acento. Pregúntale al
nuevo tutor de Alejandro Hijo de Filipo, el que debe instruirlo en las artes de
la guerra y el liderazgo. Según su nuevo amigo, yo ya no tenía nada que
enseñarle.
—Pero entonces… entonces…
El pensador no se quedó a escuchar la respuesta. Dedicó un
gesto de desprecio al Halcón y se marchó, arropado por su grupo de seguidores.
Aristóteles, había aprendido hacía tiempo, se irritaba con facilidad, y que lo
hubieran rechazado había resultado un duro golpe para su autoestima.
Stephen se quedó quieto, de pie, sintiéndose solo de nuevo,
mucho más que cuando comprendió que no volvería a su tiempo, mientras pensaba
en las implicaciones de lo que acababa de escuchar.
Los libros de historia le habían enseñado que Aristóteles
había acompañado al conquistador durante todas sus campañas. Alejandro utilizó
su lógica y sus matemáticas a sus estrategias de militares, consiguiendo
grandes triunfos con unas pérdidas mínimas, pero también le enseñó a no fiarse
de magos y charlatanes, y a creer en la ciencia como única verdad. Alejandro
había creado un imperio con la fuerza de las armas, pero los esfuerzos que
dedicó a escolarizar a los hombres y a su educación dieron sus frutos
rápidamente. Su hijo reinó como Alejandro IV de Grecia, el primer rey que
extendió sus fronteras mediante el comercio y no la guerra. Durante su reinado,
su pueblo no padeció una sola hambruna que no pudiera mitigarse con sus políticas
de control y los nuevos silos para almacenar grano durante largos periodos de
tiempo.
Su nieto fue llamado Filipo III de Asia. El imperio siguió
extendiéndose.
Sin embargo, ahora Aristóteles había regresado a Atenas.
Había sido sustituido como mentor de Alejandro por un militar. Eso sólo podía
significar una cosa.
—No soy el único—dijo Stephen en un susurro—. No soy el
único viajero del futuro. Un fanático de mi tiempo, un terrorista religioso, ha
venido para cambiar la historia y ha echado a Aristóteles del lado de
Alejandro. Sus enseñanzas no lo acompañarán y no difundirá su lógica y su
ciencia por el mundo… Se va a convertir en un conquistador, como su padre, y no
supondrá ninguna diferencia para la hsitoria. No va a cambiar el mundo, va a
mantenerlo sumido en la oscuridad de la guerra y la religión.
La plaza se había quedado vacía. Sacó su inhalador del
bolsillo y lo miró con resignación, pero lo guardó sin usarlo. Acababa de tomar
una decisión, y necesitaba reservar toda la carga posible de su medicina.
Alejandro se
encontraba en Pella, la capital del imperio macedonio. Allí se encontraba el
terrorista, posiblemente acompañando a su nuevo maestro y, lo que era más
importante, allí también se encontraba otra cápsula de viaje. Esa gente no solía
dejar nada al azar, así que posiblemente estaban manteniendo un contacto
regular con el viajero. Habían roto los bloqueos de una de las máquinas del
tiempo, por lo que sin duda estaban bien preparados, pero los cambios en el
pasado producen efectos tan impredecibles que se querrían asegurar de que su
plan estaba saliendo como se había planeado.
El Halcón comenzó a andar hacia el puerto. Tenía que llegar
a Pella, encontrar al terrorista, matarlo, ocupar su lugar, asegurarse de que
la historia siguiera su curso, y volver a casa antes de que alguien lo matara o
su enfermedad lo dejara inútil.
Salió de la ciudad
caminando despacio con sus pies calzados con sandalias. A pesar de la
urgencia de su plan, sentía que tenía todo el tiempo del mundo.
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