lunes, 14 de mayo de 2012

EL HOMBRE QUE OSCURECIÓ EL MUNDO


Te dejo un relato que he terminado de corregir, que me ha encantado escribir.

La idea surgió para este concurso, en el que las condiciones eran las siguientes:

- El relato debe ser una ucr​onía. 

- Debe incluir una palabra claramente inventada.


Después de escribirlo, presentarlo y corregirlo con los comentarios de los demás participantes, que siempre resultan de una gran ayuda, creo que el resultado ha quedado bastante aparente.

Cualquier sugerencia, observación o anotación será bienvenida, como siempre. 

Que lo disfrutes.






EL HOMBRE QUE OSCURECIÓ EL MUNDO

El Halcón esperaba en pie, inmóvil frente a la vitrina. Detrás del vidrio de seguridad se encontraba  una copia del Corpus Aristotelicum de Andrónico, considerado como el libro más importante e influyente de la historia.

Llevaba esperando más de media hora y empezaba a ponerse nervioso. El Halcón no era un hombre paciente, lo sabían todos aquellos que trabajaban con él, por lo que confiaba en que hubiera una buena razón para hacerle perder el tiempo. Sacó su inhalador del bolsillo de la chaqueta, lo colocó en relax y aspiró dos veces. Mientras esperaba a que la droga le hiciera efecto, observó de nuevo el libro, una preciosa tabla de biotinta que aún conservaba intacto su módulo de memoria. Los diseños de Gutemberg, el impresor, habían sido una auténtica revolución en su época.

—Buenos días, Stephen —dijo una voz a su espalda—. Lamento llegar tarde.

El Halcón se volvió y suspiró, intentando controlar su mal humor. Era posiblemente el día más importante de su vida, y quizá el más importante de toda su generación, así que hizo un esfuerzo y mantuvo la calma.

—Hola, Isaac —respondió—. Estaba empezando a preocuparme. Ya que llegas tan tarde, espero que sea por una buena razón.

—No te preocupes, que no has perdido el tiempo —dijo el recién llegado—. Tengo la clave, amigo mío, tenemos acceso a los códigos de bloqueo, así que podemos irnos cuando quieras. Pero quiero insistir en que tu plan me parece una idea pésima.

—Tomo nota de tu protesta, Isaac —respondió el Halcón, sonriendo—. Ahora vamos a la Fundación, que tenemos una cita con la historia.

La perspectiva de lo que iban a hacer, el día tan intenso y emocionante que les esperaba, había cambiado el ánimo del Halcón. Cuando salieron a la calle,  el sol les cegó durante un instante. Era un día luminoso, como correspondía a la primavera, y no había lluvia programada hasta la noche, así que los dos hombres caminaron por la larga Avenida Augusta  disfrutando del buen tiempo. El Halcón era joven y atlético, pero caminaba con dificultad. Con la medicación mantenía controlados los dolores de sus huesos, pero sabía que no podía forzar demasiado sus piernas. No importaba, en realidad, porque a pesar de la demora de Isaac, no tenían ninguna prisa. La Fundación se encontraba prácticamente desierta, ya que era el Día del Mantenimiento y el turno de mañana no trabajaba. Gracias a los accesos de Isaac, podían entrar en el edificio y llegar hasta la Máquina de Einstein sin encontrarse prácticamente con nadie.

No iban a ser los primeros en viajar en el tiempo, por supuesto. La albetera, como llamaban entre ellos a la máquina que les permitía moverse a través de la historia, llevaba trabajando a pleno rendimiento casi cincuenta años, y no hacía falta más que un permiso administrativo para utilizarla. Sin embargo, no podía viajarse al pasado más allá de la fecha de creación de la misma, es decir, no podían remontarse al pasado más que unas pocas décadas. Para salvaguardar la historia de las paradojas temporales, su creador había introducido una serie de códigos que impedían traspasar esa frontera. Gracias al talento combinado de los dos brillantes científicos, se iban a convertir en los primeros en romper el bloqueo. O eso creían.

—Piénsalo —dijo el Halcón—, los bloqueos tienen sentido cuando debes limitar el uso de la tecnología al público en general, pero nosotros somos inteligentes, las leyes no deberían aplicarse a todo el mundo por igual. ¡Somos físicos, por favor! ¡No vamos a matar a nadie, ni vamos a reescribir la historia! Pero sí vamos a ser los primeros en betear más allá del límite. ¡Los primeros en viajar al auténtico pasado!

—No sé, Stephen, no lo veo claro. Soy mayor que tú, he dedicado toda mi vida a la Fundación y a las aplicaciones prácticas de esta tecnología, y tengo más experiencia con las leyes de cambio. Lo que quieres hacer… creo que no es seguro. Einstein colocó esos bloqueos en sus máquinas por una buena razón, y las matemáticas no mienten: siempre existe  una posibilidad de cambio, una variable desconocida que puede cambiarlo todo.

—Claro que tenía una razón, Isaac —respondió—, los bloqueos existen porque  era un pusilánime.
El Halcón sacó de nuevo su inhalador y lo colocó en vigor. El paseo empezaba a cansarle y las rodillas le dolían.

—Sé lo que piensas —continuó—, pero te preocupas sin motivo. Para empezar, tú estarás aquí controlando la máquina por si algo sale mal, ¿no es así? Y además yo no voy a hacer nada arriesgado; viajando tan atrás en el tiempo es difícil hacer algo que suponga un cambio permanente. Tú lo sabes mejor que nadie, has publicado varios artículos sobre el Cambio Mínimo. La historia tiende a permanecer estable. Es como intentar desviar el cauce de un río, cuanto más cerca de su nacimiento te remontas, más fácil es que el agua desemboque en el mismo sitio, por mucho que cambie su recorrido. No es muy intuitivo, pero es así.

—Sí, pero todo eso es teoría —respondió Isaac—. No se ha comprobado y, además, tú quieres viajar a un momento importante de la historia. ¿No podías limitarte a observar, por ejemplo, una puesta de sol preindustrial? Tenían que ser muy hermosas.

—Bobadas. Lo que quiero es conocer los orígenes, ver al hombre que cambió el mundo y que nos libró del oscurantismo. ¡Seamos subversivos! ¿Qué pensarían nuestros descendientes si el primer viaje al auténtico pasado consistiera en… algo tan irrelevante como ver una puesta de sol? ¡Conozcamos al genio, digo yo! Sin Aristóteles, cualquiera de las demás corrientes filosóficas del momento habría podido predominar y… ¿te imaginas lo que habría sido de nosotros sin la ciencia? ¿Si las creencias en los dioses y en un mundo que no puede ser  explicado mediante la razón hubieran dominado la sociedad? Imagina que Platón convenció a la historia de que el mundo no puede ser conocido, de que sólo vemos sombras en su condenada caverna. Imagina que el hombre cedió a los fanáticos religiosos, que ofrecían un… consuelo a la ignorancia a base de la fe. Viviríamos bajo el yugo de los grupos terroristas, de los irracionales. Ahora esos lunáticos son pocos y nadie les hace mucho caso, pero si les hubieran permitido alcanzar el poder, habrían dominado el mundo durante siglos.

Isaac no respondió. Se limitó a asentir, guardó silencio y se estremeció. Tenía miedo, sí, pero no sólo porque estaban a punto de violar la ley, ni tampoco porque su amigo quería viajar a un momento de la historia en el que la barbarie dominaba al hombre y la muerte rondaba detrás de cualquier esquina. Isaac sentía, en lo más profundo de su interior, que estaban cometiendo un error. No obstante, llevaba años preparándose para ese momento. Antes o después alguien conseguiría  romper los bloqueos, era una cuestión de talento y perseverancia, y de este modo, estando él presente, si algo salía mal podría reaccionar a tiempo. Confiaba en sus habilidades tanto como en la inteligencia y capacidad de respuesta de su amigo. Sin duda, Stephen no era el físico más modesto, pero sí el más hábil de cuantos había conocido, y su propio orgullo también estaba en juego. Hacer historia era un premio muy atractivo.
Cuando llegaron a las instalaciones de la Fundación, tal y como habían previsto, se encontraron el edificio prácticamente vacío, y alcanzaron las salas de control sin cruzarse con nadie. Isaac ni siquiera tuvo que usar su tarjeta de acceso.

—Ahora, querido amigo —dijo Isaac—, con este código que he sustraído y que posiblemente me constará el puesto y mi licencia de trabajo, podré operar la albetera yo solo, mientras tú te dedicas a jugar a ser Dios.

El Halcón se volvió, le dedicó una sonrisa sincera a su amigo y le puso la mano en el hombro.

—No sólo vamos a hacer historia —dijo—, vamos a participar en ella.

Isaac asintió ligeramente con la cabeza y se conectó a los controles. Introdujo la clave y contuvo la respiración mientras esperaba la validación. Suspiró aliviado cuando el sistema le dio acceso, y comenzó a realizar los cambios y a reprogramar el código que le permitiría introducir una fecha de destino prohibida. Mientras tanto, el Halcón se desnudó y se introdujo en la cápsula de viaje. Dejó sus ropas de calle fuera, pero se quedó el inhalador y una túnica fina, como las que esperaba que llevaran los habitantes de la época.

—No voy a correr riesgos, tranquilo. Programa mi regreso en seis horas. Antes de que el turno de tarde se dé cuenta de lo que estamos haciendo, ya nos habremos marchado y estaremos redactando el artículo más innovador del año.

Isaac apenas si le escuchó, concentrado como estaba en su trabajo. La consola aceptaba los cambios y todo marchaba correctamente.

—Suerte, Stephen —dijo en un susurro cuando se cerraba la cápsula—, espero que no la necesites.

—¡Y yo no juego a ser Dios! —alcanzó a escuchar—¡Dios no existe!

La máquina empezó a funcionar. Los generadores se cargaban, el acelerador giraba cada vez más rápido y la estática se acumulaba en la sala. Las fibras de la ropa del Halcón, junto a la cápsula, se erizaban y encrespaban, y una tenue luz rojiza parecía emanar de los cables de alimentación. La operación prácticamente se había completado, Isaac realizaba los ajustes de fecha cada vez más rápido, sorteando y burlando las barreras del sistema y, durante un instante, apenas un parpadeo, el mundo se detuvo a su alrededor.

Su mente ágil y entrenada tuvo tiempo de comprender lo que ocurría cuando sintió la presión en los oídos y vio el resplandor intenso a través de las ventanas. Quiso jurar en voz alta, pero no le dio tiempo. Los muros vibraron un instante y se combaron en una forma imposible. En el mismo instante en el que la cápsula desaparecía, una enorme explosión reducía a pedazos el edifico de la Fundación, aplastando todo y a todos los que se encontraban en su interior. La máquina, Isaac, su clave de acceso y su prodigioso conocimiento de las leyes del cambio y de los viajes en el tiempo, desaparecieron bajos los escombros. Los ataques terroristas habían comenzado de nuevo.


Cuando el Halcón abrió la puerta de la cápsula, lo primero que notó fue una claridad cegadora. El aire parecía mucho más limpio, el cielo más brillante y los colores más intensos que en su época. El sol no le quemaba la piel, como solía hacer, y aspiró profundamente su primera bocanada de aire puro no reciclado. Le hizo toser violentamente, porque no estaba acostumbrado al polen y a las impurezas. Ajustó el inhalador en protección y pulsó tres veces. Cuando se sintió más relajado, se colocó la túnica que había llevado consigo y que, según los libros, era la vestimenta más adecuada para pasar desapercibido, salió de la cápsula, pisó el suelo de tierra.

Su primera palabra pronunciada en la Grecia antigua fue una maldición. Se había dejado las sandalias fuera de la cápsula.

Isaac había realizado bien los cálculos. Como habían previsto, se encontraba en un lugar apartado de caminos, senderos y tierras de cultivo, y no había nadie a su alrededor. La cápsula se había posado en una pequeña hondonada, en lo que parecía ser un pequeño estanque seco por los calores del verano. En realidad la cápsula no se movía en el espacio, sino únicamente en el tiempo, pero realizando los ajustes correctos se podía aprovechar la rotación de la tierra para aparecer en cualquier lugar dentro de una amplia circunferencia alrededor del planeta. El Halcón se encontraba, gracias a esos ajustes, en las afueras de Atenas. Acababa de amanecer, y si se daba prisa podría ver el Ágora en la época de mayor apogeo antes de volver a su tiempo. Colocó el inhalador en analgésico para soportar el dolor de sus pies descalzos, pulsó una vez, y comenzó a andar.

La ciudad era mucho más grande y bulliciosa de lo que esperaba, llena de vida, de agitación, de olores nauseabundos y de gente gritando. El Halcón paseó entre ellos, comprobando con satisfacción que sus conocimientos de griego clásico eran suficientes para desenvolverse entre aquella gente, con más o menos dificultad y siempre que no le hablaran muy rápido. En dos ocasiones  le preguntaron por su procedencia, ya que su acento era muy extraño, y en las dos ocasiones dio respuestas diferentes.

Habló con algunas personas, se rio con un espectáculo callejero, se sonrojó ante las proposiciones de una mujer, y se maravilló con la oratoria de unos estudiantes que discutían entre ellos acerca de una obra que no conocía de Jenofonte. El tiempo pasó muy rápido, y muy a su pesar abandonó la ciudad para volver a la cápsula. Quería llegar hasta ella con tiempo suficiente, para evitar imprevistos. “Tengo que volver a esta ciudad”, pensó. “Me inventaré una historia y una procedencia, para no levantar sospechas, y pasaré aquí más tiempo”. Stephen no se había dado cuenta, pero en las últimas horas, desde que llegó a la ciudad, no había usado su inhalador ni una sola vez. Sus planes de vacaciones no obedecían tanto a la lógica que regía cada uno de sus actos, como a la euforia que sentía en aquel momento.
Entonces se introdujo en la cápsula, y esperó.

No ocurrió nada. Esperó y siguió esperando. Se impacientó, usó el inhalador y comenzó a preocuparse. Algo había ocurrido con Isaac. Esperó hasta que oscureció, y pasó la noche metido en la incómoda cápsula, sin dormir.

Cuando amaneció, ya había tomado una decisión. Si había alguna oportunidad de sacarle de allí, de recuperar la cápsula, sin duda ya la habrían aprovechado. Para la albetera no existían los retrasos, ya que aunque Isaac se hubiera demorado un año en dar la orden de regreso, podía haberla programado para hacerlo a la hora acordada. No tenía sentido esperar allí. No habría partidas de rescate, ni otros envíos desde el futuro. Estaba solo, perdido y abandonado en un tiempo extraño que, de pronto, le parecía muy hostil. Sin tener ninguna idea clara en mente, decidió volver a la ciudad.

Mientras se acercaba a las primeras casas, las miradas de los hombres ya no le parecían tan acogedoras, ni sus sonrisas tan cálidas. Había pasado de ser un turista a ser un inmigrante con los bolsillos vacíos. Si lo atacaban, no habría policía para defenderlo, ni medicina moderna para curarlo. Su inhalador podía mantener su enfermedad a raya durante algunos años, pero sólo si lo usaba únicamente para ese fin. Se acabó el recurrir a él cuando se encontrara cansado o le dolieran los músculos, no había medicina en el pasado que pudiera curarlo si se quedaba sin medicación. Cuando sus motoneuronas comenzaran a morir, se paralizarían sus músculos y terminaría sus días mendigando en una calle, arrastrándose para hacer sus necesidades en un rincón y padeciendo terribles dolores hasta que alguien se apiadara de él y le diera una muerte digna.

El inhalador lo separaba de ese final. Realizó los cálculos rápidamente; con una dosis a la semana podría vivir casi hasta los cuarenta años. Era una esperanza de vida mayor que la mayoría de las personas que había a su alrededor, campesinos y esclavos que no solían pasar de la treintena.

El Halcón era un hombre práctico. No se desesperó ni se lamentó por su destino. Su lugar en el mundo había cambiado, eso era todo. Pero la vida continuaba.

Lo primero que hizo fue buscar trabajo para asegurarse el alimento. No resultó fácil, y los primeros días pasó hambre y mendigó, pero con su acento exótico y sus conocimientos de matemáticas, pronto se hizo un hueco en el Liceo y consiguió el puesto de tutor del hijo de un hombre llamado Eudoxo, de forma que consiguió cubrir sus necesidades más básicas. Había pensado que las diferencias entre las clases sociales, entre los hombres libres de la ciudad y los sirvientes y esclavos, le pondrían las cosas mucho más difíciles, pero a la hora de la verdad, la mayoría de las personas con las que se cruzaba eran igual que él, prácticas, y si alguien podía prestarles un servicio, no se hacían demasiadas preguntas. Stephen se convirtió, en un tiempo tan corto que hasta él se sorprendió, en un habitante más de la ciudad, una de las voces que compraban en los mercados y que se lamentaban del mal tiempo.

La cápsula se hundió en el barro con las primeras lluvias, pero él ya había perdido hacía tiempo la esperanza de volver a su hogar.

Durante los meses siguientes, tuvo el placer de escuchar a Aristóteles antes de que marchara para convertirse en el tutor de Alejandro el Grande y, aunque no entendía muchas de sus palabras, comprendió por qué se había convertido en el mejor y más influyente pensador de la historia. Participó en algunas charlas y conferencias, pero procuró no destacar ni introducir conocimientos que no debía en aquella época, aunque no podía evitar reírse en voz alta cada vez que algún anciano se quejaba de la educación de los jóvenes y profetizaba el fin de la civilización.  

Sobrevivió a dos peleas callejeras, en una de ellas gracias a la velocidad de sus piernas, y en la otra defendiéndose y devolviendo los golpes que recibía por simple desesperación. Probó alimentos de sabores intensos y se acostumbró a no salir de casa sin un trozo de tela a modo de pañuelo, ya que siempre se encontraba acatarrado.

Fueron años intensos, ni felices ni desdichados, simplemente intensos. Sin darse cuenta, un día se despertó sin echar de menos el tiempo del que procedía.

Fue entonces, cuando llevaba más de tres años viviendo como un griego más, cuando había dejaod de pensar en el futuro, cuando ocurrió lo impensable. Algo cambió.

—¿Te has enterado, Halcón? —le dijo Eudoxo, su patrón, una mañana cuando entraba en la casa—. Aristóteles ha regresado a la ciudad, se ve que el rey Filipo ya no lo quiere como tutor de su hijo.

—Pero eso no es posible —respondió Stephen sobresaltado—. Aristóteles se quedará al lado de Alejandro cuando gobierne, durante el resto de su vida, y se extenderán sus enseñanzas por el Imperio y… y… ¿Cómo te has enterado?

—¡Qué cosas tan raras dices! Me lo han dicho en el mercado, ahora estará recibiendo a sus discípulos en la plaza, supongo…

El Halcón no terminó de escuchar sus palabras. Salió corriendo de la casa y se dirigió todo lo rápido que le permitían sus piernas doloridas hacia el Ágora. No usó el inhalador, a pesar de todo, y llegó justo a tiempo de ver al pensador entrar caminando en las plazas de los oradores, rodeado de estudiantes y curiosos. Parecía encontrarse de muy mal humor.

—¡Maestro! —gritó por encima de la gente—¡Maestro! ¿Por qué ha vuelto?

Aristóteles se volvió al escuchar su voz y se cruzó de brazos frente a él.

—Vaya, aquí tenemos a otro bárbaro —dijo—. Hablas igual que él, así que pregúntale a tu paisano, que tiene tu mismo acento. Pregúntale al nuevo tutor de Alejandro Hijo de Filipo, el que debe instruirlo en las artes de la guerra y el liderazgo. Según su nuevo amigo, yo ya no tenía nada que enseñarle.

—Pero entonces… entonces…

El pensador no se quedó a escuchar la respuesta. Dedicó un gesto de desprecio al Halcón y se marchó, arropado por su grupo de seguidores. Aristóteles, había aprendido hacía tiempo, se irritaba con facilidad, y que lo hubieran rechazado había resultado un duro golpe para su autoestima. 

Stephen se quedó quieto, de pie, sintiéndose solo de nuevo, mucho más que cuando comprendió que no volvería a su tiempo, mientras pensaba en las implicaciones de lo que acababa de escuchar.

Los libros de historia le habían enseñado que Aristóteles había acompañado al conquistador durante todas sus campañas. Alejandro utilizó su lógica y sus matemáticas a sus estrategias de militares, consiguiendo grandes triunfos con unas pérdidas mínimas, pero también le enseñó a no fiarse de magos y charlatanes, y a creer en la ciencia como única verdad. Alejandro había creado un imperio con la fuerza de las armas, pero los esfuerzos que dedicó a escolarizar a los hombres y a su educación dieron sus frutos rápidamente. Su hijo reinó como Alejandro IV de Grecia, el primer rey que extendió sus fronteras mediante el comercio y no la guerra. Durante su reinado, su pueblo no padeció una sola hambruna que no pudiera mitigarse con sus políticas de control y los nuevos silos para almacenar grano durante largos periodos de tiempo.

Su nieto fue llamado Filipo III de Asia. El imperio siguió extendiéndose.

Sin embargo, ahora Aristóteles había regresado a Atenas. Había sido sustituido como mentor de Alejandro por un militar. Eso sólo podía significar una cosa.

—No soy el único—dijo Stephen en un susurro—. No soy el único viajero del futuro. Un fanático de mi tiempo, un terrorista religioso, ha venido para cambiar la historia y ha echado a Aristóteles del lado de Alejandro. Sus enseñanzas no lo acompañarán y no difundirá su lógica y su ciencia por el mundo… Se va a convertir en un conquistador, como su padre, y no supondrá ninguna diferencia para la hsitoria. No va a cambiar el mundo, va a mantenerlo sumido en la oscuridad de la guerra y la religión.

La plaza se había quedado vacía. Sacó su inhalador del bolsillo y lo miró con resignación, pero lo guardó sin usarlo. Acababa de tomar una decisión, y necesitaba reservar toda la carga posible de su medicina.

Alejandro se encontraba en Pella, la capital del imperio macedonio. Allí se encontraba el terrorista, posiblemente acompañando a su nuevo maestro y, lo que era más importante, allí también se encontraba otra cápsula de viaje. Esa gente no solía dejar nada al azar, así que posiblemente estaban manteniendo un contacto regular con el viajero. Habían roto los bloqueos de una de las máquinas del tiempo, por lo que sin duda estaban bien preparados, pero los cambios en el pasado producen efectos tan impredecibles que se querrían asegurar de que su plan estaba saliendo como se había planeado.

El Halcón comenzó a andar hacia el puerto. Tenía que llegar a Pella, encontrar al terrorista, matarlo, ocupar su lugar, asegurarse de que la historia siguiera su curso, y volver a casa antes de que alguien lo matara o su enfermedad lo dejara inútil.

Salió de la ciudad  caminando despacio con sus pies calzados con sandalias. A pesar de la urgencia de su plan, sentía que tenía todo el tiempo del mundo.



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