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ESCENA 5: A LA SOMBRA DE UN ÁRBOL MARCHITO
—Nadie debería ser capaz de matar a otro animal sin valorar
la vida que arrebata. Esa falta de empatía dice muy poco de vosotros.
Cristo frunció ligeramente el ceño y siguió caminando por el
sendero del bosque, en silencio. A veces no entendía a su amigo y eso le
molestaba, ya que Gowron, el hombre grande y fornido que lo acompañaba, era tan
solo el producto de su imaginación.
—Pero si crees eso, ¿dónde queda la gloria de la batalla, el
honor del guerrero y todas esas cosas que tanto te gustan a ti? Ya sabes, el
sabor de la sangre, el enemigo caído después de una batalla, morir en combate como… como si fuera la cosa
más estupenda del mundo, vaya.
—Estás hablando del honor como si fuera algo que acompaña
siempre a la muerte, y no es así —dijo Gowron, que se estaba haciendo una
trenza con su larga melena mientras caminaban—. No hay honor en matar a
distancia o usando trampas. Sin valor no hay honor, y sin riesgo no hay valor.
Un cazador de los vuestros no se enfrenta a la muerte, se dedica a matar por
placer, y eso no en honroso ni honesto.
—¿Tú crees? —respondió—. No sé, no es algo tan grave, no es
para tanto. En la naturaleza, unos viven y otros mueren. Si a mí se me da bien
el día, me cobraré un par de piezas que, si no las mato yo, antes o después se
van a morir de todos modos, porque es ley de vida. No creo que se pueda decir
que soy un sádico o que estoy loco.
—Y que estés hablando conmigo, que no existo más allá de tu
mente, ¿no supone que estás un poco enfermo?
—Sí, eso es verdad —dijo Cristo, y entonces guardó silencio,
porque cuando Gowron tenía razón, tenía razón.
Cristóbal, que era como se llamaba, no tenia doble
personalidad. Tampoco era un lunático. Alucinaba, sí, y solía tener a su lado a
una proyección de su mente enferma con quien conversaba y se relacionaba, pero
era consciente de que esas personas no eran reales, de que eran parte de su
imaginación. Sabía distinguir a la gente de verdad de la gente que se
imaginaba, porque estos últimos, por lo general, eran personas que ya habían
muerto, o personajes de libros y películas. Incluso en alguna ocasión se le habían
aparecido fantasías tan íntimas, personales e imposibles, que las reconocía
como irreales nada más verlas. La locura de Cristóbal era tan profunda, tan
exagerada, que había aprendido a reconocerla y a vivir con ella.
Siguieron caminando un rato en silencio, juntos, ya que Gowron
nunca se alejaba demasiado de él. Se encontraban en un tejedo de árboles
centenarios, uno de esos bosques mágicos que aparecen en las revistan envueltos
en una niebla misteriosa, llenos de musgo, de senderos sugerentes y de huellas
de animales. Unos pocos meses al año, con la licencia correspondiente, uno
podía permitirse cazar jabalíes, que era una de las piezas más abundantes, o
corzos, si se carecía de escrúpulos y se arriesgaba a que le pillaran cazando una
especie protegida. Si sabías a quién preguntar y estabas dispuesto a pagar una
cantidad previamente acordada, incluso te llevaban a los lugares de paso o te
preparaban una presa para que no tuvieras que molestarte demasiado.
Cristóbal era una mezcla extraña de cazador sin licencia y
furtivo sin experiencia. Sus únicas armas eran un cepo viejo que había
encontrado en una tienda de antigüedades, y una barra de acero que había
recogido en un vertedero, que había limpiado y pulido hasta transformarla en
una masa de metal roma y dura. Era un cazador atípico, pero también lo eran sus
intenciones. Conocía bien esos montes, y sabía cuál era la especie que más
abundaba y que más fácilmente podía caer en su trampa.
—Mira, Gowron —prosiguió—, hemos venido aquí a cazar, yo no
sé muy bien cómo van estas cosas y no tengo estómago para matar, ¿de acuerdo?
Por eso te he pedido que me acompañes, para que me des un poco de ánimo, no
para que me critiques. Sólo tengo un cepo que ni siquiera sé si funciona como
es debido, así que tú me dirás lo que hago con él.
Cristo sabía, por supuesto, que todo lo que Gowron le
pudiera decir en realidad provenía de sus propios conocimientos, que no iba a
contarle nada que no supiera ya, pero también había aprendido a sacarle partido
a sus alucinaciones. No era ya un jovencito y tampoco un anciano, se encontraba
en esa edad indefinida en la que permanecen tanto tiempo los solteros que no
tienen hijos, que no terminan de alcanzar la madurez hasta que se vuelven
viejos de repente. Pero había llegado un momento en su vida, cuando empezó a
alucinar, que eran más las cosas que había olvidado que las que recordaba, y
por eso sus acompañantes imaginarios le venían tan bien: porque accedía a
lugares de su memoria que su mente consciente tenía vetados.
Siguieron caminando una hora más hasta que llegaron a un
arroyo. Continuaron por el sendero que lo subía, de forma lenta pero constante,
hasta alcanzar un pequeño remanso. Gowron se detuvo.
—Este es un buen lugar para colocar tu trampa —dijo
señalando a unas piedras que cruzaban el arroyo —. Está alejado de senderos
concurridos y hay huellas de animales que vienen a beber.
—Pero también hay huellas de seres humanos, ¿no?
—Fíjate bien. Son huellas de botas, pero no son constantes,
como las de un senderista que sigue una ruta, sino erráticas y de planta
completa, como las de un cazador que ha tomado un par de copas con el café del
desayuno.
—También pueden ser las huellas de alguien que ha venido a
llenar la cantimplora…
Gowron se llevó el dedo a los labios haciendo una señal de
silencio. Señaló al suelo, entre los arbustos, y Cristóbal vio una colilla de
Marlboro. Ningún senderista se pararía a echar un cigarrillo a mitad de una
pendiente. Al lado había un pequeño papel. Al agacharse, vio que era un
precinto de una botella de licor, una de esas pequeñas botellitas de minibar.
Eso confirmaba que por allí pasaban cazadores, siempre tan dispuestos a echarse
un lingotazo a media mañana mientras esperaban a que aparecieran las presas. Gowron
le indicó por señas que siguiera agachado. El no necesitaba ocultarse, claro,
porque nadie lo veía.
A lo lejos, al inicio de la pendiente por la que venían
subiendo, se escuchaban ruidos.
Cris sabía lo que tenía que hacer. Abrió el cepo con
cuidado, lo armó y lo colocó entre las hojas, escondido justo delante del paso
del arroyo. Cuando hubo terminado, agachado y procurando hacer el menor ruido,
subió por el sendero y se alejó cerca de cien metros, hasta una plataforma
formada por las raíces de un árbol muerto.
—Aquí, a la sombra de un árbol marchito, cumpliré con mi
tarea y daré muerte a mis enemigos —dijo Gowron con solemnidad. Cris se acomodó
entre las hojas caídas con la barra de acero a su lado, mientras su amigo
permanecía en pie, con los brazos en jarras y su larga melena trenzada cruzada
sobre los hombros, fuerte y majestuoso.
Esperaron durante mucho rato. Esperaron, y pasó el tiempo, y
entonces se escuchó un grito. No era el lamento de un animal herido, el
chillido agudo y desesperado del miedo, sino un grito de dolor, agudo, sí, y
también humano. Era el grito de un niño.
—¡Empieza el juego! —dijo Cristóbal mientras se levantaba y echaba a correr cuesta abajo. Gowron, caminando detrás de él, sonreía mostrando sus dientes de depredador.
—¡Empieza el juego! —dijo Cristóbal mientras se levantaba y echaba a correr cuesta abajo. Gowron, caminando detrás de él, sonreía mostrando sus dientes de depredador.
En el arroyo, con una pierna atrapada por el cepo y gritando
con todas sus fuerzas, estaba un chico de no más de diecisiete años, calculó
Cris, y un hombre adulto, posiblemente su padre, intentando calmarlo mientras
aflojaba los hierros afilados que se clavaban en su tobillo.
—¡Dios mío! —dijo gritando cuando llegó hasta ellos —¿Qué ha
ocurrido? ¿Se encuentran bien?
—¡Ayúdenos! —respondió el hombre sin volverse. —Mi hijo ha
quedado atrapado en…
En ese momento el hombre, que se volvía con el rostro
aterrorizado y suplicante, vio a Cristóbal, que saltaba hacia él con el rostro
desencajado, blandiendo una barra de acero con las dos manos.
—¡Por el Imperio! —gritó mientras lo golpeaba en la cabeza
con la barra. Con la fuerza y el impulso del salto, su cráneo se abrió como un
melón, salpicando trozos de hueso y masa encefálica hasta casi un metro de
distancia. Tardó unos segundos en desplomarse, muerto, mientras el corazón
seguía bombeando sangre que escapaba por la herida y se mezclaba con el agua
del arroyo.
El chico, en vez de seguir gritando con más fuerza,
enmudeció de la impresión y se quedó paralizado de puro terror. Frente a él se
encontraba Cristo, vestido con unos pantalones de pana viejos y usados y una
chaqueta verde de cazador. Jadeando, sucio y embarrado, lo miraba con una rabia
infinita, salivando con la respiración, las manos blancas por la fuerza con la
que agarraba la barra de acero ensangrentada.
—¿Sabes quién soy? —le dijo con la voz grave de Gowron. El
chico movió la cabeza para decir que no, incapaz de articular palabra, con la
pierna atrapada completamente ensangrentada y paralizada.
—Soy la retribución de la especie —continuó—, soy el fruto
de vuestra miseria, el futuro del hombre. ¿Cuántos años tienes, chaval?
—Tengo… tengo quince años —respondió—. Señor, por favor…
—Joder, ¿sólo? ¿Qué os dan de comer en el colegio? No eres
un adulto para las leyes de los hombres, pero ya tienes edad para
matar, ¿no es así? ¿No te jactabas hoy por la mañana, mientras desayunabas con
tu padres y sus amigos, de que ya habías cobrado tu primera pieza?
—Pero… pero eso no es verdad, yo…
—Lo sé, lo sé, sólo estabas aprendiendo. Tu padre disparaba,
y luego os acercabais juntos para rematar a la presa si seguía con vida. Dime,
¿les mirabas a los ojos? ¿Disfrutabas con su miedo? Cuando les arrancabas la
vida, ¿en qué pensabas?
—Yo… yo no…
Mientras hablaba, el rostro del chico se estaba volviendo
más pálido. Le faltaba poco para perder el sentido. Cristóbal ya se había
relajado, y la rabia que lo había dominado comenzaba a desaparecer. Recuperaba
el color pálido de su piel, mientras sus ojos perdían el rojo de pura furia que
lucían desde que asestó el golpe al padre. El Cristobal humano, consciente y
real, que no tenía estómago para según qué cosas, se volvió, porque se empezaba
a marear.
—No puedes abandonar ahora —dijo Gowron, mostrándose de
nuevo a su lado—. Sabes lo que debes hacer.
Cristo, en silencio, asintió. A su espalda, el chico
respiraba con dificultad. El miedo estaba remitiendo, y poco a poco se estaba
apoderando de él esa paz extraña que sienten los que saben que van a morir.
Quizá era por el dolor paralizante, o por la pérdida de sangre, o quizá por ver
los restos de su padre con la cabeza abierta a sus pies, pero sabía, tenía la
absoluta certeza, de que no podía hacer nada para evitar su muerte.
Gowron observaba complacido mientras Cristo rebuscaba en el cuerpo
del hombre hasta encontrar un cuchillo.
Era un arma grande, afilada, de las que se usan para desollar animales, para
separar la piel de la carne sin estropearla. Usó ese cuchillo para degollar al
muchacho con un movimiento torpe, propio de alguien que no está acostumbrado a
ese tipo de actos. El chico pataleó, se orinó por segunda vez, y perdió la vida
como una de las presas a las que había perseguido desde niño: sin comprender
absolutamente nada, ignorando las razones que lo habían llevado a morir antes
de alcanzar la vida adulta. Nunca supo, al igual que ellas, que su vida siempre había
estado en manos de alguien más fuerte, más despiadado y más agresivo. No habría
podido hacer nada para evitar su muerte aunque la hubiera conocido de antemano.
Sufrió el destino de los débiles.
—No ha estado mal —dijo Gowron—. Te has movido con bastante
soltura, teniendo en cuenta tu inexperiencia, y hasta yo pensé que bajabas para
ayudarlos cuando empezaste a correr. Pero ¿qué era eso que gritaste de “¡por el
Imperio!”?
—Era un gesto hacia ti —respondió Cristo—. Creí que, ya
sabes, que te gustaría. Los Klingon sois muy de gritar ese tipo de cosas, ¿no?
Gowron movió la cabeza en un gesto de aprobación, como
diciendo “pues tienes razón, sí que me ha gustado”.
—Y ahora, ¿qué tienes pensado hacer?
—Ahora, amigo mío —respondió Cristo envolviendo en una tela
las escopetas de caza y el cuchillo—, ahora tengo dos armas de largo alcance.
Esto no ha hecho sino comenzar.
Mientras bajaban el sendero y se alejaban del arrollo
enrojecido por la sangre, cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de los
montes, mientras bajaba la temperatura y se comenzaba a formar una espesa
niebla, se reían con fuerza, con alegría, como correspondía a dos guerreros que
se preparaban para la batalla.