domingo, 21 de noviembre de 2010

Indomable




INDOMABLE


            Estaba solo, malherido, a punto de morir, y lo único que le quedaba era maldecir a los dioses.

            El hombre luchaba bien, era lo único que sabía hacer. Se había adentrado en aquellas mazmorras con unos compañeros recién conocidos, armado con su espada, su escudo y su grotesco nombre. A menudo se preguntaba porqué acababa siembre en situaciones como aquella. A menudo soñaba con una vida sencilla, sin matanzas continuas, con una familia a la que honrar y unos vecinos con los que reír, conversar y pasar el tiempo.


            El hombre no tenía ni pasado ni futuro, y su vida bailaba en el filo de una espada. No tenía amigos ni conocidos, pues la muerte le rondaba como un perro hambriento y, si aun no le había alcanzado, era porque los dioses le habían bendecido con unos brazos fuertes y suerte en la batalla.

            Los dioses, los inmensos, todopoderosos dioses a los que detestaba desde que tenía uso de razón. Controlaban cada uno de sus actos desde los cielos, despreciando toda forma de vida, obligándole a matar una y otra vez mientras escucha el atronador rugido de sus risas, jugando con su vida y decidiendo a los dados quién vive y quién muere.

            Hasta ese día de lágrimas y sangre, hasta ese momento en el que decidieron internarse en las cavernas, donde se enfrentaron a un ejército de monstruos y seres que jamás había visto, que les atacaron como si su odio fuera la única razón de su existencia. Uno tras otro, sus nuevos amigos fueron muriendo. Apenas recordaba sus nombres. Uno tras otro fueron perdiéndolo todo en aquellas cuevas olvidadas y malditas, armas, salud, recuerdos, y finalmente la vida.

            Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí. Siempre eran las mismas razones. Oro, poder, armas más letales. Su vida se regía por el egoísmo material con el que los dioses se divertían. Sentía que no tenía opción, que nunca la había tenido, que el único objetivo de su patética y violenta existencia era atesorar armas, riquezas y muertes a sus espaldas.

            Era un muñeco, una marioneta desechable. Malherido, solo, a punto de morir, por primera vez alzó la voz contra los cielos. Gritó, blasfemó con todas sus fuerzas, se rebeló contra los deseos que marcaban su destino y sus actos con cada fibra de su ser, con cada fragmento de su voluntad. Ajeno al dolor, ignorando los golpes y la gravedad de sus lesiones, siguió combatiendo. Luchó durante horas, incluso cuando ya debía haber caído junto a sus compañeros. Ignoró a la muerte y siguió luchando sin que ni monstruos ni infortunios pudieran detenerle. Y cuando ya no quedó un solo enemigo con vida, cuando ya nada ni nadie quedaba en pie para amenazarle o interponerse en el camino de su espada, se alejó de aquellas cuevas, cojeando y sangrando por mil heridas, pero vivo, y los dioses decidieron dejarle en paz. Dicen que los ecos de sus gritos aun siguen escuchándose en aquellas cuevas.

            Y los dioses, entre ellos, todavía hablan en susurros acerca de aquel juego en el que un hombre se negó a morir, en el que los dados no caían y las órdenes no se obedecían. Ya decían los libros que aquella era una raza de indomables.



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Este relato breve lo escribí para un concurso. Habla de los juegos de rol. Creo que, incluso para aquellos que desconocen la mecánica de este tipo de juegos, es bastante transparente.

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