Tumbado en mi lecho, obligando a mis párpados a permanecer abiertos, dejo que transcurra la última noche, hasta que mis pensamientos se acallen y mi corazón deje de latir. Postrado sobre unas sábanas limpias, con la serenidad que la vejez transmite a los hombres, espero a que mi vida se apague, como la única vela que ilumina mi estancia y que, agotando la cera que la mantiene encendida, aleja a los fantasmas de las sombras de las esquinas.
La mía ha sido una vida extraña, como sólo pueden ser aquellas en las que Nuestro Señor interfiere a su capricho. A ratos dichosa y siempre pendiente de las decisiones ajenas, únicamente lamento no haber tenido valor para tomar las riendas de mi destino. Nadie quedará para recordarme, y cambiaría sin dudarlo todas mis experiencias por una vida de trabajo y sufrimiento arrancando unos pocos frutos a la tierra, como hacen mis semejantes, dejando mi semilla en los campos y en las mujeres, viendo crecer a mis viñas y a mis hijos, permaneciendo en el mundo a través de sus risas, de sus creaciones y del vino que embriaga a los jóvenes y les hace sentir que son dueños de sus actos.
Tan sólo en una ocasión he disfrutado de la compañía de una mujer. Ella no me amó ni se interesó por mí, pues lo único que deseaba era quedarse preñada, concebir un hijo varón tal y como le habían ordenado. Cumpliendo los deseos del Creador tomé a aquella mujer, aun doncella, y la fecundé mientras su marido permanecía ajeno a mi existencia y mi sagrada misión, amando a su esposa en la distancia, con la fidelidad, la sumisión y la castidad que le habían sido impuestos.
Desde entonces he vivido preso en una cárcel sin barrotes, custodiado por la misma joven que ahora me proporciona sus atentos cuidados, aislado de mis amigos y vecinos, desaparecido para el mundo y la posteridad. Soy un hombre que nunca ha existido y, sin embargo, he padecido el sufrimiento de un padre que ha sobrevivido a su descendencia. Puntualmente informado por mi carcelera, lloré amargamente cuando me enteré de la muerte de mi único hijo, únicamente aliviado porque así había terminado su dolor. Nunca he podido comprender porqué debió pasar por aquel tormento, porqué se permitió que terminara sus días entre lágrimas, sangre, azotes y, finalmente, el insoportable sufrimiento de la cruz, como un bandido, como un proscrito. Mi hijo debía traer la paz a mi gente pero, ¿qué bien puede surgir de tanto dolor? El mundo sin duda está condenado, regido por los deseos de un dios cruel y gobernado por unos hombres creados a su imagen.
Desde aquellos tristes momentos han pasado muchos días, estaciones que se reflejaban en la nieve, el viento y el sol que he contemplado a través de una ventana. Condenado a la soledad y el silencio hasta mi último aliento, he visto mi cuerpo envejecer y marchitarse como las hojas en los árboles, sin renacer año tras año, sin una primavera que aporte alguna esperanza a mi dolor.
Sé que ésta es mi última noche, pues mi ángel custodio ha cambiado las sábanas y ha preparado mis alimentos favoritos. En estos años de confinamiento, a pesar de que su deber únicamente consiste en mantenerme con vida, he observado que ha crecido entre nosotros un cariño especial, como sólo puede surgir entre dos almas condenadas a la soledad por una voluntad ajena. En estos últimos días apenas se ha alejado de mí lo necesario, ofreciéndome su compañía y su consuelo, calmando mis dolores y atendiendo mis deseos.
La vela parpadea por última vez, una vela que no ha dejado de arder en todo este tiempo. Se consume ante mis ojos y nos deja sumergidos en la pálida claridad del amanecer. Veo pasar ante mí los momentos más significativos de mi vida. El calor de mi madre consolándome tras haberme caído siendo un niño, la luz del Creador ordenándome acudir a una casa y tomar a una desconocida entre mis brazos, los temblores de una muchacha al verme cruzar la puerta y saber que yo iba a convertirme en el único hombre en su vida, la primera vez que entré en el cuarto que se iba a convertir en mi última residencia, mi cárcel y mi sepulcro. Esas imágenes son mis recuerdos cuando las volutas de humo de una vela apagada ascienden hacia el techo ennegrecido y las pierdo entre las sombras.
Siento que alguien aparta las sábanas, suelta los cierres de mis ropas y me levanta desnudo e indefenso, llevándome al exterior. Es la primera vez que veo el amanecer en años, que siento el rocío de la hierba en primavera bajo mi piel. Tumbado, moribundo, respirando el aire fresco con dificultad, contemplo el cuerpo de la joven con la que he compartido la mayor parte de mi vida mientras se desnuda y se tiende sobre mí. Siento una erección intensa y un placer olvidado cuando se sienta sobre mi cintura, balanceándose con suavidad y acariciando mi cuerpo arrugado y marchito.
Cierro los ojos por última vez cuando veo unas lágrimas resbalar por sus mejillas y unas alas resplandecientes abrirse tras ella, ocultando el cielo. Mi ángel me lleva allá donde nadie pueda encontrarme nunca, donde desapareceré para siempre. Ahora sé que, a pesar de los esfuerzos de Nuestro Señor, en contra de Su Voluntad, hay alguien que me recordará durante toda la eternidad.
Este relato lo escribí para un concurso. Intenté darle un toque de estilo que, evidentemente, no es el mío, y es un detalle que se deja notar en el resultado final.
En los relatos breves utilizo situaciones o personajes ya conocidos por el lector, para en un espacio relativamente pequeño intentar transmitir una intensidad que, si tengo que presentar previamente unos u otros, me quedo sin espacio.
Es una carencia de mi estilo, pero es inevitable. Si no es intenso, no tengo razón para escribirlo.
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