La vio acercarse, caminando hacia él desde el otro lado del camino. Se dirigió hacia un banco cercano, suficientemente lejos de los oídos de la gente, pero cerca del lago.
A Daniel le gustaba ese lugar, en él se encontraba cómodo. Solía ir los domingos a ojear el diario en uno de esos bancos. A veces, Iris y él se daban un paseo hasta el mercadillo y, si encontraban un par de libros de su gusto, se paraban en el parque a leer, con un refresco y un bocadillo, y así dejaban marchar las horas. En esa ocasión, sin embargo, no se encontraba ni relajado ni cómodo. A su lado se sentó una mujer algo mayor que él, de una extraña y ruda belleza, de pelo rubio y corto, sin maquillar, vestida con unos vaqueros amplios y un abrigo largo. Su amistad era antigua, de las que comparten secretos tan importantes como embarazosos. Daniel siempre se alegraba de verla, quizá porque no ocurría con demasiada frecuencia.
Estuvieron un rato hablando de los viejos tiempos, de los buenos y viejos tiempos, cuando eran jóvenes, cuando Ela vivía, cuando a la mujer se la conocía por otro nombre y nadie tenía razones para querer matarla.
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