El fuego de la chimenea se está apagando. Es normal, el papel no es el mejor combustible ni el más duradero. No obstante, Lidia lo sigue alimentando con un folio detrás de otro. Por cada documento que se consume una lágrima brota de sus ojos, irritados después del llanto y de las noches en vela. El maquillaje se estropea, dejando en sus mejillas restos de un color indefinido, oscuro. Contrasta con el amarillo intenso de su pelo, pero hace juego con el luto riguroso de su ropa. Lleva puesto un vestido largo, ceñido, que da a su cuerpo delgado una sensación de fragilidad y austeridad. Zapatos y bolso negros. Es lo correcto. Al fin y al cabo, hace menos de dos horas que ha enterrado a su marido.
Porqué estoy aquí. Cómo he llegado a esto. Sus pensamientos son afirmaciones y no preguntas, porque el suyo es un camino que conoce perfectamente. Piensa en castellano, a pesar de que no es su lengua natal. Es una de las características que revelan su asombrosa capacidad de adaptación. Enciende un cigarrillo tras otro, y los minutos pasan mientras sigue quemando papel, llorando y afirmando. Luego pasan las horas y, finalmente, la única luz de la sala es la que produce el fuego. Ha anochecido sin que se dé cuenta, y pronto se ve a sí misma rodeada por las sombras de los muebles, absorta en las lenguas de fuego que cambian su futuro, recordando una noche, una de las más importantes de su vida, tan lejana que parece haber sido soñada por otra persona. Una noche en la que también llevaba un largo vestido ajustado, algunos adornos de más y muchísimo alcohol en el cuerpo. Era la noche del cambio de milenio.
La música sonaba altísima, tenían que gritar para oírse unos a otros. Los precios de las consumiciones eran prohibitivos, pero ella era joven y atractiva, y las invitaciones se acumulaban en la barra. Su aire extranjero la dotaba de un cierto encanto, la diferenciaba del resto de mujeres jóvenes, hermosas y profundamente borrachas. Hablaba con un acento exagerado, para divertirse y para reforzar esa imagen exótica. La luz no llegaba a iluminar sus zapatos baratos, que intentaba ocultar moviéndose rápido y cruzando las piernas. Nadie se fijaba en los zapatos si sus piernas quedaban al descubierto.
Esa noche conoció a Cris. Tienes nombre de chica. Pero soy todo un hombre, guapa. Jaja. Cristian. Lidia. Muac, muac. ¿Quieres otra copa? Claro, guapo. No puedo rechazar una copa de un chico tan apuesto.
Porque Cris era realmente atractivo. Alto, musculoso, pelo largo y alborotado. Cigarrillo siempre encendido, mirada cómplice y aire de rebelde. Sabía bailar. ¿Quién no sabe, a partir de cierta hora? Se movía con gracia, la rodeaba con sus brazos con una cierta sensualidad, con una cierta violencia, como un animal en celo. Ella se reía, se divertía, se movía de forma que su cuerpo le invitara a acercarse un poco más. En un desafortunado movimiento, tiró una copa llena encima de un chico. No le sentó bien y se puso agresivo, pero ahí estaba Cris para defenderla. Y lo hizo de forma contundente, rápida y eficaz. Su chico. Su defensor. Todo un hombre. Dios, cómo le deseaba.
Esa misma noche, en el interior de un coche, aparcado lejos de las miradas ajenas, le hizo suyo. Y a la noche siguiente, y a la siguiente. Eran jóvenes y apasionados. Ella provocaba miradas, él las desviaba, y su vida se convirtió en una espiral de alcohol, pasión y noches interminables.
Pero de eso hace mucho tiempo. Y Lidia, que sigue llorando sola en el salón de su casa, recuerda aquella época con una añoranza infinita. Había tanto amor entre ellos que parecía que jamás podría terminarse. Hace tan sólo tres semanas, recordando aquella nochevieja tan especial, han disfrutado de unas vacaciones, solos, perdidos en una casa alquilada en un pueblo de montaña. Han paseado juntos, cogidos de la mano, dando vueltas por unos bosques de ensueño. El ha perdido parte de su forma física, pero a ella no le importa. Lo único que quiere es pasear con él, relacionarse con la gente sencilla del pueblo, darle muestras de cariño delante de todo el mundo. Que todos sepan que están enamorados.
Cerrando el único bar al que podían ir, se enteraron de las mejores zonas para buscar las delicias de aquellas tierras. Hay que aprovechar, que el invierno se está retrasando y ha llovido mucho. Pero no os confundáis, decían, que algunas de las setas son muy peligrosas. Mi Cris es un experto, respondía ella con una sonrisa, con él estoy segura. Cris sonreía, callaba y otorgaba, sin rechazar el halago ni admitir que la experta era ella. Y paseaban durante horas escarbando entre la tierra húmeda, riendo y ensuciándose como niños. Por la noche, el último día, ella preparó una cena exquisita que devoraron junto a dos botellas de vino. Antes de dormir, le ayudó a desvestirse para darse un baño. Colocó una radio a mano, sintonizó una emisora de música suave y encendió unas velas. Se desnudó despacio, bailando alrededor del agua, hasta que él la agarró y la metió en la bañera, aun medio vestida. Entre risas y gemidos hicieron el amor de forma salvaje, intensa. No había nadie más en la casa pero, aunque no hubiera sido así, no les habría importado lo más mínimo. Eran amantes, eran esposos. Marido y mujer, desde hacía cinco años.
La boda había sido sencilla, pero entrañable. Por parte de Lidia, sus padres y dos amigas íntimas. Por parte de Cris, algunos amigos y la familia más cercana. Lidia estaba radiante, con un vestido de corte clásico pero sobrio. Llevaba puesto un velo que ocultaba lo que el maquillaje no había podido disimular. Las ojeras, principalmente, y también la pequeña hinchazón de un pómulo.
Ni Lidia ni sus padres eran creyentes, pero los padres de Cris eran bastante conservadores. Si querían vivir juntos, debían hacerlo como la gente honrada, como la gente de bien. Su hijo no era un cualquiera. Algún día abriría su propia empresa y se convertiría en alguien importante.
Su respetable hijo había convertido la despedida de soltero en todo un acontecimiento. Como hacía siempre que alguien se casaba, disfrutó con sus amigos de un fin de semana de alcohol, alguna que otra droga y alguna que otra chica. Eran sus últimos días como un hombre libre y debía aprovecharlos al máximo. Como debe ser.
Ella también disfrutó lo suyo. En la fiesta que organizaron sus amigas abusó del alcohol, de alguna que otra droga y de la visión de unos magníficos strippers. La experiencia la costó un buen montón de dinero, un agujero en su vestido favorito, una mancha en el pelo que no salía con nada y un golpe de su futuro marido, por sorpresa, inesperado, rápido y eficaz, que la tumbó y cortó en seco las risas y los saludos. Se quedó tan sorprendida que tardó unos instantes en reaccionar. No lloró, no soltó ni una lágrima. Lo que hizo fue pedir disculpas, llorar en el baño, levantarse pronto y maquillarse a conciencia.
Acudió a su boda entre sonrisas y emociones enfrentadas, disfrutó de su luna de miel olvidando la violencia sin esfuerzo, terminó sus estudios y, como nunca llegó a ejercer, se dedicó a mantener la casa limpia y la comida caliente durante años.
Los padres de Cris tenían razón. Su hijo abrió una empresa en el mejor momento, en el mejor lugar. El dinero entraba a su casa con más rapidez de la que salía. Su aspecto cambió de forma radical para adaptarse a su nuevo estatus. Se cortó el pelo, se compró trajes a medida, engordó y se compró más trajes. Cerró su primer contrato internacional en un club de alterne, uno que ya conocía desde justo antes de su boda. El contrato le costó unos cuantos sobres abultados entregados bajo la mesa. Afortunadamente, los padres de Lidia tenían algo ahorrado, dinero que no se podía vincular con él directamente, ideal para ese tipo de negocios. Salió bien. El dinero volvió multiplicado varias veces, aunque a una cuenta bancaria diferente. Era la época del negocio fácil, cuando un intermediario ágil y sin escrúpulos podía comprar y vender sin moverse de su oficina más que para cerrar un trato. Los restaurantes de moda y las chicas caras hacían amigos con rapidez. Lidia jugaba un papel importante en estos tratos: La casa estaba limpia, la comida caliente, y era la compañía perfecta para los actos públicos. Siempre que estuviera disponible. Que no se encontrara indispuesta. Que no se hubiera golpeado con algún mueble o resbalado mientras hacía sus labores. Sus ausencias cada vez eran más frecuentes, sus accidentes más graves y su sonrisa más forzada.
Unas semanas antes de vestir el negro, Lidia se encontraba con su amiga Tama, tomando café y tarta en una cafetería vacía, en una mesa apartada de la calle y de las miradas. Tama solía ocultar sus ojos detrás de unas gafas de sol. Lidia, que siempre había mostrado el pelo suelto, las piernas largas y la mirada traviesa, llevaba también gafas oscuras y un pañuelo en la cabeza. Parecían dos actrices famosas intentando pasar inadvertidas.
Tama no era una mujer muy inteligente ni muy culta, pero se fijaba mucho en los detalles. No entendía nada de los asuntos de la empresa de Cris que Lidia dejaba caer entre sorbos de café, ni comprendía porqué iban a mudarse a una casa más grande. Pero sabía porqué una mujer atractiva oculta su rostro detrás de unas gafas, se cita con una amiga en un bar alejado, viaja en transporte público dando rodeos y oculta las marcas de golpes con un pañuelo. Tama no sabía de negocios ni de dinero, pero había algo que conocía bien: la violencia.
Puedo ayudarte, decía mientras cortaba un pedazo de tarta. Su mano se movía con precisión, con soltura, el cuchillo hacía cortes finos en el hojaldre. Y las dos se echaban a reír. Pero la risa de Lidia sonaba forzada. Incluso mientras bromeaban acerca de electrocutar a Cris en la bañera. ¿Como engañas así a un electricista?, decía enseñando una sonrisa hueca.
Esa noche Lidia cenó sola, se duchó y se acostó temprano. Estuvo leyendo en la cama, desvelada, esperando a su marido. Aquella noche iba a tardar en volver a casa. Lo sabía porque el hermano de Cris había vuelto a la ciudad después de una larga ausencia, con una mano delante y otra detrás, divorciado y con una pensión que pagar todos los meses. Cris decidió que había que celebrarlo, y eso significaba una noche larga.
Volvió al amanecer, cansado y maloliente. Se metió en la cama procurando no despertar a Lidia, sin conseguirlo, y durmió hasta el mediodía. Cuando se levantó estaba de buen humor, sobrio, y disfrutaron de una comida sencilla y tranquila. Y con toda tranquilidad le contó que iba a dar trabajo a su hermano. Y una parte de la empresa. Era lo menos que podía hacer por él, por su familia. Era lo correcto.
Entonces Lidia tomó una decisión, una de las más importantes de su vida. Mientras recogía la mesa y calentaba café, llegó a la conclusión de que el tiempo se estaba agotando. A veces, las decisiones más sorprendentes son muy sencillas de tomar. Pero el motivo por el que lo hizo, aunque quizá ella no fuera consciente, había ocurrido tres meses atrás, y no tenía nada que ver con Cris.
Ese verano habían muerto sus padres. Fue una muerte rápida, aséptica, de la que ella tuvo noticia apenas dos horas después de producirse. Su coche se había salido de la carretera. Lo lamento, señora, han fallecido en el acto. No, aún no sabemos las causas, pero parece haber sido un reventón. Ruedas demasiado gastadas, sí. Y Lidia se quedó sola, sin familia, con el dinero de sus padres invertido en la empresa de su marido, sin nadie a quien culpar por su muerte. Y antes de que la tierra se asentara sobre sus cenizas, con el dolor aun luchando por salir de su cuerpo sin saber cómo hacerlo, se dio cuenta de que no tenía ningún lugar al que escapar, de que no tenía a donde ir. Y Cris también lo supo. Con un cinturón en una mano y una botella vacía en la mesilla de noche, se lo dejó bien claro una y otra vez. No tienes a dónde ir. Yo soy tu familia ahora. No me quieres dar un hijo. Y Lidia no sabía por quién llorar. Porque una parte de ella la decía que debía huir, pero otra parte, mucho más escondida, mucho más serena, se negaba a dejar su vida por culpa de aquel hombre, y quería recuperar lo que la pertenecía por derecho. Esa parte oculta no lloraba. Se limitaba a esperar, a madurar, a contar cada golpe, cada insulto, para poder devolverlo a su debido tiempo. Esa parte oculta, después de la aparición del hermano perdido, mientras recogía los platos de la mesa, pensó que era el momento de hacer algo.
Al día siguiente Lidia siguió con su día a día. Preparó la comida, limpió la casa, hizo algunas llamadas, y por la noche le contó a Cris su plan para disfrutar de unas vacaciones los dos juntos, solos, perdidos en una casa alquilada en un pueblo de montaña. Nos ayudará a estar mejor, le dijo mientras le abrazaba con suavidad. Y seguro que allí me resulta más fácil quedarme embarazada. Cris, que al principio había pensado negarse, se quedó sin palabras y cedió ante la sonrisa pícara de la mujer de la que se había enamorado cuando era un chiquillo.
Porque en el fondo, a su modo, Lidia sabe que su marido siempre la ha querido. Incluso ahora, cuando llora y ensucia su vestido negro, el mismo que usó en el funeral de sus padres, sabe que Cris la quería. Y vuelve a recordar esos días en los que, aunque estaban de vacaciones, habían aprovechado para trabajar. Lidia le ayudó a redactar el papeleo de la empresa, le animó con la decisión de incorporar a su hermano, y cuando descansaban por la noche, hacían el amor como adolescentes. Pero el último día que pasaron andando, ensuciándose en la tierra húmeda, algo ensombreció su relación. En una bañera llena de agua y espuma, con la radio susurrando canciones románticas, cuando ella se levantó para salir, él la acusó de querer matarle.
— ¿Cual es tu plan ahora, Lidia? ¿Electrocutarme?
La conversación con Tama cruzó su mente por un instante, y se preguntó si él la había podido escuchar de algún modo. Se volvió hacia la bañera, intentando no temblar, ocultando su nerviosismo con un albornoz mojado. No sé de qué me hablas, dijo con un susurro, justo antes de ahogar un grito cuando él cogió la radio y, con un fuerte tirón, arrancó el enchufe y arrojó el cable al suelo, como si fuera una serpiente aplastada. Cris sonreía, como hacía cuando sabía que todo estaba controlado, que dominaba la situación. Y en el silencio del cuarto sus puños se cerraron con fuerza, apretó los dientes y esperó la reacción de su mujer.
Lidia dejó escapar una lágrima. Era sincera. Cómo puedes decir eso. Cómo puedes pensar eso, después de todo lo que hemos pasado juntos. Cómo puedes insultarme así. Y quizá era ella quien hablaba, quien decía soy tuya en cuerpo y alma, quien se desnudaba y se metía de nuevo en la bañera, toda sensualidad y dulzura, toda amor, desde la cera que goteaba de las velas hasta las sombras de las esquinas, donde se ocultaba su parte más serena, más fría.
Ese día fue mágico, especial, el último que disfrutaron juntos. Porque al día siguiente Cris se encontraba bien, pero tenía algunas molestias. Demasiada comida, decía mientras Lidia le servía una copa de vino, mientras tomaban otra copa con los aldeanos y, borrachos y cansados, se iban de nuevo a la cama.
Lidia siempre ha demostrado que amaba a su marido. Con la intensidad de una amante entregada y el cariño de un perro fiel. Lo ha demostrado hoy, mientras lloraba en su entierro y abrazaba a sus amigos y familiares. Lo ha demostrado a lo largo de las últimas semanas, cada día. A Cris le ingresaron en un hospital, con unos dolores insoportables. Le hicieron pruebas y análisis de todo tipo. Lidia insistía en que repitieran cada uno de ellos. Le dijeron que estaba intoxicado, que su hígado estaba destrozado por culpa de su afición al alcohol y de la orellanina, que le había envenenado. Le dijeron que había comido setas venenosas. Y en ese momento Lidia rompió a llorar, diciendo que eso era imposible, que su Cris era un experto. Lo gritó hasta quedarse ronca. Y Cris, cuando no estaba inconsciente, gritaba de dolor. Pedía calmantes que Lidia se ocupaba personalmente de controlar. No había esperanza, ni cura ni trasplante posible. Sus últimos días los pasó entre dolores imposibles de mitigar, a pesar de los médicos y de los esfuerzos de su esposa, sufriendo, postrado en una cama, mirando a Lidia con una mezcla de miedo y recelo, sin saber si, cuando ella sonreía, lo hacía para animarle o para burlarse de él. Hasta el día de su muerte, gritó tantas veces que la parte más oculta de Lidia perdió la cuenta.
Ahora Lidia ha dejado de llorar, ya no le quedan lágrimas. Sigue alimentando el fuego porque teme quedarse a oscuras. Siempre le ha dado miedo la oscuridad. Y se queda en el salón de su casa, por fin sola, en completo silencio, mientras las nuevas escrituras de la empresa de su marido se van quemando en la hoguera, folio tras folio, antes de haber pasado por un sólo registro. Lidia ya no llora, ya no tiene por quién hacerlo. Y sin darse cuenta, sin nadie que la vea, sus labios se curvan hasta formar una ligera sonrisa.
Este relato fue el primero que escribí utilizando un método. Describí las escenas en orden cronológico, describí a los personajes con detalle, etc. Luego escribí las escenas en el orden en el que quería que aparecieran, y finalmente escribí el relato.
Como técnicamente me pareció aceptable, lo presenté a varios concursos, pero ni siquiera llegó a pasar la primera selección.
Supongo que el tema tampoco ayuda. No sé porqué; tal y como están las cosas, a mí me parece inspirador.
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