domingo, 21 de noviembre de 2010

Moneda de Cambio

Estoy prisionera en una cárcel de piel, huesos y vísceras. La piel no me protege del frío, los huesos no me sostienen en pie y las vísceras llevan mi vida por donde quieren, ignorando mis deseos.

Ayer intenté de nuevo contener las náuseas. Todo fue bien hasta que salí de casa y me enfrenté a las calles atestadas, al olor repugnante de los bares. Olor a sudor, a colonia, a cemento. Al miedo de las víctimas y la excitación de los cazadores. A medianoche ya me estaba arrepintiendo de haberme dejado convencer para salir de copas, por la rutina de las noches de fiesta.


Soy una buena presa. Con la edad suficiente para vivir sola, pero no tan mayor como para estar fuera de juego. No aguanto hasta el amanecer como antes, los ojos se me enrojecen por el humo y el alcohol, y siempre llega un momento en el que el cansancio hace que no me compense el esfuerzo de intentar divertirme. Llevo tatuado en la frente que no tengo pareja y, aunque la tuviera, si no está presente para marcarme como propiedad, a los cazadores les da igual. Ésta es una ciudad pequeña y todos nos conocemos, nos tenemos calados los unos a los otros. Sabemos de nuestras virtudes y nuestras debilidades. Las mujeres como yo salimos juntas, nos escudamos las unas en las otras, nos reímos cuando estamos acompañadas pero esperamos a estar a solas en casa para romper a llorar.

La complacencia tiene sus ventajas. Si estás dispuesta a conformarte con alguien que te haga reír, que caliente tu cama y que viva a tu lado el día a día, te espera una vida cómoda y tranquila. Siempre, por supuesto, que sepas cerrar los ojos cuando el momento lo requiera. Si buscas alguien que, cuando lo tienes cerca, sientas mariposas revoloteando en el estómago, puedes tener suerte o esperar mucho, mucho tiempo y convertirte en alguien como yo. Dicen que existen personas capaces de vivir sin una pareja, sin alguien con quien compartir su vida. Es una elección que cada vez se me antoja más necesaria, más real, y a la que me quiero negar como una niña enfadada. Yo necesito un beso por las mañanas y un fuego encendido cuando llego a casa. Soy de las que necesitan, no de las que quieren, y ese es quizá el aspecto de mí misma que más dolor me ha causado.

Ayer se me acercó un hombre. No era apuesto, ni tampoco feo. No era ingenioso y amable, pero tampoco torpe o antipático. Era el tipo de persona que, si tienes dos dedos de frente, hace que te preguntes porqué está solo y borracho tan pronto. Pero yo no me lo pregunté, y dejé que me agasajara con cumplidos, chistes de dudosa gracia y copas rechazadas. Cumplí mi papel a la perfección. Al fin y al cabo, ¿qué puede querer una mujer en un bar a partir de cierta hora, si no es compañía masculina? He visto esa retórica en los ojos de tanta gente, dios me perdone, que al final acabaré pensando que es cierta. Si algún día lo hago, sabré definitivamente que he tocado fondo.

Al cabo de un rato, sus comentarios eran más audaces, y en vez de exponerlos a gritos me los susurraba al oído. Era agradable, la perspectiva de no dormir sola me gustaba, estoy harta de pasar frío en una cama demasiado grande. Reía sus chistes, me tomaba otra copa y reía más alto, con más naturalidad.  Me devaluaba como la moneda de un país pequeño, me conformaba con lo que podía ofrecerme un desconocido. Me resignaba a encontrar compañía en un redil de animales enjaulados.

Hasta que, esperando a que me trajera la penúltima, me encontré con una conocida recién llegada, todo amabilidad y abrazos, que con una inmensa sonrisa de felicidad señaló al hombre que traía dos copas, presentándomelo desde lejos como su atento y maravilloso novio.

Me sentí tan estúpida, tan indignada y sorprendida al mismo tiempo, que tal sólo tuve fuerzas para marcharme sin una sola palabra de despedida. Salí a la calle temblando de rabia, mareada por el alcohol, insultándome como a nadie permitiría hacerlo. Oliendo a humo y a hipocresía, llegué a casa y me encerré en el silencio de un cuarto vacío, intentando dormir y no pensar. Dormir y huir del mundo.

Estoy cansada de la vida que llevo, de la atestada soledad que me rodea. Me siento sucia, utilizada, ofreciendo mis sonrisas por una promesa de compañía, de ser escuchada, entregándome a la manada a cambio de la aceptación. ¿Tanto necesito sentirme integrada? Llega un momento en el que, si no has encontrado una pareja, eres poco menos que una inadaptada. ¿Y si no es eso lo que busco? ¿Y si no he encontrado a nadie con quien me apetezca compartir mi vida? ¿Debo conformarme con niños alcoholizados que superan la treintena?

¿Y si no sé lo que busco?

Los días pasan a una velocidad alarmante, ya es viernes de nuevo. Llevo cinco días trabajando y durmiendo, y necesito salir y que el frescor de la noche ahuyente mi aura de frustración. Hoy cenaré tabaco y alcohol. Me visto, me maquillo, con el móvil dejo unos mensajes y recibo unas perdidas de confirmación. Vaya forma de comunicarnos que nos hemos creado.

Salgo a la calle y allí está él, por segunda vez esta semana. La primera vez lo vi en el trabajo, se acercó a mí pero se dio la vuelta sin decirme ni una palabra. Ahora está a la puerta de mi casa, un niño, apenas un hombre. Probablemente le doblo la edad, pienso mientras calculo rápidamente a la baja. El pelo negro sobre los ojos, la ropa agitada por el viento que baja de las montañas. Sonrisa de adulto. Demasiado joven para ser sarcástica, pienso, y entonces recuerdo que yo a su edad era una niña atormentada, sombría y decepcionada por un mundo que aun no había llegado a conocer.

Te estaba esperando, me dice. Y yo, como una tonta, no sé qué responder. Debería decirle que siga esperando y marcharme, debería enviarle con sus amigos o a casa de sus padres, pero soy incapaz de aguantar su mirada y bajo la mía.

- Te vi el viernes pasado, en un bar. No estabas sola pero tampoco acompañada. Y pensé que estaría bien conocerte.

Le miro con desconfianza, mi pesimismo se adelanta a mis palabras. En un momento pienso que es una broma, que es un psicópata, que está colocado hasta las cejas. Pero sus palabras no están ensayadas de antemano, y yo de eso entiendo mucho. Sé muy bien cuando alguien, yo, por ejemplo, ha repetido una escena una y otra vez delante de un espejo, pero este chico parece el nacimiento de un arroyo, fluido y limpio. Sincero.

- Pensaste bien – respondo casi sin darme cuenta. - ¿Tienes edad para tomar una copa?

El chico me responde con una sonrisa torcida, lasciva, y compruebo horrorizada que aun soy capaz de ruborizarme. ¿Qué estoy haciendo? Acercarme a un bar y tomar algo con un chico, me respondo, como he hecho tantas veces. Pero tendré que beber bastante si quiero creerme esa mentira.

Entramos en bares que no había visto en mi vida. O quizá es la compañía la que hace que parezcan diferentes. Pido bebidas que hacía años que no probaba. Le cuento chistes que harían sonrojar a un carretero. ¿Porqué intento hacerme la adulta, si soy mucho mayor que él? Me siento cómoda, y únicamente algo triste por la crudeza de sus palabras. Habla de las personas de nuestro alrededor en pasado, como si estuvieran todos muertos. Me hace reír con sus comentarios sobre la vacuidad de nuestros problemas. Parece como si fuéramos las últimas personas sobre la tierra y el mundo no existiera, y me sorprendo a mí misma riéndome de cosas que hace unos días me han llegado a quitar el sueño. Qué fácil se ve todo a su edad, pienso con mentalidad de anciana.

La noche empieza a decaer, los efectos del alcohol ya se hacen evidentes a nuestro alrededor. Sin saber muy bien cómo, llegamos al bar en el que me sentí humillada hace más o menos un siglo. Me acerco a la barra y le dejo acodado en una columna, encendiendo un cigarrillo y mirando en torno suyo como si estuviera sólo en medio del desierto, con su sonrisa desganada, como si nadie le importara absolutamente nada, como si únicamente tuviera ojos para mí. Cuando vuelvo a su lado, veo que se acerca el cazador de la semana pasada, agarrando por la cintura a su chica, a su propiedad, a su esclava que sonríe encantada y segura de sí misma. Se me debe escapar una mueca, porque la sonrisa se desdibuja de la cara de mi nuevo amigo. No sé cómo, de pronto se encuentra entre mis brazos, besándome como si fuera un amor perdido, con la pasión con la que se prueban unos labios nuevos, y yo le respondo, cierro los ojos y los oídos, me aíslo del mundo mientras se abre un espacio a nuestro alrededor y siento las miradas de amigos y desconocidos taladrándome implacables.

Espero que sea mayor de edad, pienso, porque si no, estoy metida en un buen lío.

Despierto en una cama vacía, y es la mía. Hago un esfuerzo por recordar, pero tengo que esperar a comer algo y a despejarme con paracetamol y café. Recuerdo el beso, y recuerdo salir corriendo entre risas y tropiezos, como dos niños gamberros que acaban de llamar a un timbre. Recuerdo unas palabras, ¿nos veremos otro día?, y balbucear una respuesta afirmativa. Paso la mañana limpiando la casa, y al mediodía encuentro un teléfono escrito en una servilleta de bar. Sentada en la ventana, fumando unos cigarrillos que no son mi marca habitual, siento un vacío en el estómago. Espero que simplemente sea hambre.

La semana pasa de nuevo volando. He notado algunos silencios incómodos a mi alrededor, aunque quizá sean imaginaciones mías. Como es algo a lo que me he acabado acostumbrando, no les hago mucho caso. He conseguido que los días desfilen ante mí mientras los observaba sentada, conteniendo las ganas de dejar un mensaje que, me insisto una y otra vez, es mejor recibir que enviar. A media tarde, desde mi desgastada ventana, le veo aparecer por la calle. ¿Cuanto tiempo está dispuesto a esperar? Yo muy poco, así que me visto con ropa que hace años que no me pongo (¡sigo entrando en ella!) y bajo al portal, saliendo con sonrisa inocente, como si fuera a hacer la compra. Como si fuera un encuentro casual. Un silencioso saludo, apenas una sonrisa de bienvenida, y le pregunto bromeando si tiene hora para volver a casa.

- ¿A la mía, o a la tuya? – responde con descaro.

No sé si darle un beso. ¿Se lo tomará mal? Para mí sigue siendo un completo desconocido, y no sé muy bien como portarme. Entonces dice que la semana se le ha hecho muy larga, y es lo más bonito que me han dicho nunca. Vuelvo a sentir un vacío en el estómago. ¿A quién quiero engañar?

Me siento en los bancos del parque con una botella metida en una bolsa de plástico. Paseo por el río mientras el sol se pone para siempre. Hablamos de literatura (¿había leído yo tanto a su edad?), de música, de cine, pero nunca de proyectos de futuro. Ni del suyo ni del mío. La relación es tan inmediata que su urgencia se trasmite a nuestras palabras. ¿Por qué no a nuestros actos?, pienso, y entonces me doy cuenta de que esa misma noche me voy a acostar con él.

El sexo siempre es una barrera, principio o final, siempre marca una diferencia. Es un triunfo o un regalo, pocas veces es tan sólo una satisfacción compartida. Para las presas solitarias, nuestro cuerpo se acaba convirtiendo en un premio más o menos merecido, en un tesoro que guardamos para entregar a cambio de compañía o de una muestra de cariño, en una rendición, en un consuelo para las lágrimas, en una moneda de cambio. Me detesto a mí misma, como detesto a los hombres y mujeres que me rodean. A ellos por hacerme sentir despreciada, a ellas por despreciarse a sí mismas. No sé lo que siento por mi acompañante, pero me gustaría que fuera algo diferente, algo positivo. Ni siquiera es medianoche cuando estamos contando chistes y viendo una mala película en mi casa. La noche va a ser muy larga. Me acerco a la cocina y llevo a la mesa unos cuantos palillos. Se me queda mirando, con una interrogación en su rostro.

- Para los párpados –le digo. - No quiero que nos durmamos ninguno de los dos en toda la noche.

Nos echamos a reír. No sé como ha ocurrido, pero en mitad de la risa nos hemos quitado la ropa.

El otoño es una estación extraña. Preludia el frío, las noches largas y las ventanas cerradas. En mi ciudad es una estación de tránsito, la gente descansa de un verano agotador y se relaja como si se hubieran merecido unas vacaciones. Se acerca el invierno, pienso, y entonces me doy cuenta de que este año veré caer las hojas de los árboles desde mi ventana, porque ya no me quedan amigos con los que salir de casa. ¿Quién los necesita?

He pasado las últimas semanas en la niebla, como si viviera un sueño. A veces confundo el humo de mis cigarrillos con personas que murmuran a mis espaldas. Mira esa desvergonzada, dicen las mujeres, acostándose con un chiquillo que podría ser su hijo. Mira esa oveja descarriada, dicen los compañeros, que no hace lo que se debe hacer. Mira esa puta, me ha rechazado y prefiere a alguien más joven, dicen los hombres. Qué deliciosa hipocresía. No podría ser mi hijo, me dan ganas de responder, es biológicamente imposible y tú eres rematadamente tonta. No es asunto tuyo, respondo, y no lo ha sido nunca. Vete a casa con tu mujer y déjame en paz, responderé algún día, y entonces más vale que me busque otro trabajo.

Esta es mi última noche con él. Lo sé porque él mismo me lo ha dicho, se marcha y no sabe si volverá algún día. Es lo malo de tanta juventud, que tu vida depende de la familia que te mantiene. No me cuestiono si ha merecido la pena, nunca lo he hecho. He disfrutado de un paréntesis en mi vida, he retrocedido a los momentos en los que nada importaba salvo el corazón. He saboreado cada instante del día y de la noche, y he recordado que los sentimientos no saben tan amargos como pensaba.

Vivir no es tan malo. Sólo es doloroso.

La lámpara está apagada, pero la luna nos ilumina a través de la ventana. Su luz nos da una apariencia extraña, como si fuéramos fantasmas, que de una manera u otra es lo que somos. Es mi habitación, es mi cama, es mi cuerpo el que yace encima de las sábanas. Es el suyo el que se levanta y, sin hacer ruido, se viste lentamente. Cree que estoy dormida. Me mira y me dedica la sonrisa más dulce, radiante y triste que he visto nunca. Le despido con un parpadeo, y espero a que abandone mi vida para dedicarle una lágrima, o quizá más de una.

Ya está. Ya ha pasado. Le he perdido. Adiós, mi pequeño amante, mi inesperado amigo. Vuelve a tu vida, a tus amigos, a tu familia, allá donde esté. A tu salud y a tu enfermedad, hasta que la muerte se te lleve para siempre. Espero haberte dado tanta felicidad como has hecho tú, pero no creo que eso sea posible. Jamás sabrás lo que es vivir mi vida, las personas como tú no envejecen.

Las personas como tú mueren muy jóvenes.

Las hojas ya empiezan a caer. Una de ellas se me posa en el hombro. Miro hacia el cielo y veo un árbol centenario sonriéndome. No estoy en mi ventana, pero tengo menos frío que si me refugiara en mi casa. El único ruido de pisadas lo produzco yo, rompiendo las hojas bajos mis botas. Amenaza lluvia, y empieza a soplar un aire fresco.

Dicen que un amigo es un amigo hasta que deja de serlo. Valiente perogrullada, pienso. Así que me siento en un banco, saco el móvil y empiezo a borrar números de la agenda. Borrar. Borrar. Borrar de nuevo. ¿Eliminar todos? Que sí, mujer, que sí. Que ya estoy mayor para tonterías, que no quiero compañías que me juzguen, ni compañeros que me critiquen, ni amigos que no me acepten. Que la vida es muy larga y tengo muchas cosas que contarme. Me encanta mi compañía. Me hago sentir guapa, viva y acompañada.

Me enciendo un cigarrillo y la primera gota de agua cae justo delante de mí. En un momento, al borrar los teléfonos de mis amigos, me he quitado de encima un montón de problemas. Seguro que vendrán muchos otros, pero ya me ocuparé de ellos a su debido tiempo.

Esbozo una sonrisa mientras me cierro el abrigo y pongo rumbo a mi casa. Hace nada estuve paseando entre estos árboles con una persona encantadora. No sé si conoceré algún día otra igual. Quédate con el cambio, chico, me has atendido bien. Ya no soy una presa, ahora soy una tabla en blanco, un vacío inmenso.

Estoy empapada y mi casa queda aun lejos. Tengo la cara mojada. Ojalá no sean lágrimas.

Safe Creative #1006026489576


Este relato es un buen ejemplo de cómo las cosas a veces no terminan como uno quiere. La idea original, la historia de una mujer que crece siendo utilizada por su carencia de autoestima (?), fue engullida por un personaje que, sin yo haberlo previsto, tomó el control de mi protagonista. Maldito seas.

Tiene sus carencias, pero la idea inicial sigue pareciéndome interesante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario