domingo, 21 de noviembre de 2010

Tormentas

Las tormentas tienen un encanto especial. Quizá sea por la fuerza que desprenden, o por el miedo que nos provocan a un nivel instintivo y primario. Quizá sea porque preferimos los cielos despejados, que nos hacen sentir seguros y protegidos.

Yo soy un cielo gris, cubierto de nubes vagas e imprecisas de otoño. Una vez conocí una tormenta de primavera, violenta, de vientos fuertes y truenos ensordecedores. Fugaz, efímera y apasionada, cambió mi forma de ver el mundo.


Por aquel entonces yo tenía una vida, y eso es lo más interesante que puedo decir. Vivía en un piso alquilado en el barrio obrero, en el que almacenaba recuerdos de familia y revistas viejas. Tenía una televisión que no funcionaba, una radio que me hacía compañía y una cama en la que descansaba. La gente me consideraba una joven  amable, trabajadora y simpática. Acudía con puntualidad al trabajo y saludaba a los compañeros todas las mañanas, como si realmente sintiera por ellos algún aprecio. Les decía cosas como “buenos días, Rosa” y “qué tal los niños, Javier”, en vez de “no me dirijas la palabra, víbora” o “déjame en paz, pervertido”. Yo era así de comedida.

Trabajaba durante la mañana, atendiendo a una gente que no me importaba y que, a juzgar por sus quejas, no tenían a nadie por quien preocuparse. La corrección y la hipocresía suelen ir de la mano. Yo era una auténtica maestra en ambas disciplinas aunque, como la mayoría de los hipócritas, no era consciente de hasta qué punto. Luego llegaba el mediodía, y el comedor me obligaba a inventarme una excusa nueva cada día para poder disfrutar de un poco de calma. Las escaleras fueron mi sala privada en más de una ocasión. Masticaba un plato de ceniza durante quince minutos, fumaba un cigarrillo de miel y azúcar durante diez, y volvía a la rutina del trabajo, más cansada, más gris. Llegaba a casa al anochecer, me preparaba algo de cena y me sentaba en la ventana a ver anochecer, con un libro y una copa de vino. Los días pasaban mientras envejecía lentamente. Agotaba mi tiempo como se consume un cigarrillo encendido, transformando los minutos en humo que escapa por la ventana. Quería darle un rumbo a mi vida, pero no sabía por dónde empezar ni encontraba fuerzas para hacerlo. Agotada por la inactividad lloraba por las noches, desquiciada por no saber ser feliz.

Mi disfraz era casi perfecto, pero en una ocasión cometí un error. Falleció mi padre, y acudí al entierro al día siguiente con toda mi familia. Las lágrimas de mi madre formaban charcos de desesperanza que yo comprendía muy bien. En esos momentos de vacío infinito, mi madre y yo estuvimos más unidas que nunca en toda mi vida. La falta de color de nuestras ropas coincidía con la ausencia de todo pensamiento. Regresé a casa igual que había marchado, por pura inercia, dejando que mis pies recorrieran un camino gastado. Al día siguiente volví al trabajo, como cada mañana, sin pensar que no debía hacerlo, que mi obligación era llorar mi tristeza antes de reincorporarme a mi vida. Fingí desorientación y volví a mi ventana, a mi libro y a mi copa de vino, y así me quedé durante días, durmiendo, envejeciendo, dejando que transcurriera el tiempo reglamentario. Un convenio establecía que mi dolor podía permitirme quedarme en casa y faltar a mis obligaciones. Reglamentarias, prefijadas, convenidas previamente.

Enlacé con unas vacaciones. Esos días me sirvieron para no tomar ninguna decisión. Encerrada entre catálogos de viajes y programas de radio, adelgacé por pura dejadez y llegué a la conclusión de que no tenía un solo motivo para seguir con mi vida. Buscaba un destino exótico para cambiar, para alejarme de mí misma o simplemente para encontrar algo diferente, pero ningún lugar me parecía suficientemente cálido. Cuando llevas el frío dentro de ti, no hay sol capaz de calentarte. ¿Para qué cambiar? La idea de buscar otra casa, otro trabajo, de pasar de nuevo por la incertidumbre de una nevera vacía, me agotaba. Tenía mis necesidades básicas cubiertas, me habían enseñado que eso era lo importante. Nadie me había preparado para el espacio muerto, para la inexistencia. Se puede tener el estómago lleno y el espíritu vacío, y eso no me lo habían advertido.

No era una persona completamente antisocial. Me esforzaba por salir de vez en cuando, por conocer gente nueva. De vez en cuando salía una noche con algunos amigos y me sentaba en una mesa de un bar a tomar algo mientras ellos bailaban y bebían, mientras ellas se exhibían y competían por la corona de la reina. Reía los chistes, me esforzaba por aprender el nombre de sus conocidos, de sus ligues, de sus jefes y de todos aquellos a través de cuyas vidas se sentían identificados. Escuchaba con atención cuando me contaban algo importante, y me forjé una fama de persona atenta con la que es un placer hablar. A eso hemos llegado. Les hacía preguntas sobre ellos mismos para evitar tener que hablar de mí. Les escuchaba, porque sabía que ellos jamás me iban a escuchar a mí. “Tendrá que ser así”, decían cuando me contaban algo desagradable de sus vidas, y asentía ante esa frase tan inevitable, tan profundamente derrotista.

Me acabé cansando de los cazadores, solitarios o en grupo, que inventaban las excusas más extrañas para acercarse a mí. Seguía saliendo con la esperanza de que alguien se aproximara sin disfraces ni falsedades, de que alguien simplemente me dijera que quería conocerme, sin más intenciones, o al menos que fuera honesto y me dijera que quería pasar la noche conmigo, sin más mentiras. Pero en los años que llevaba saliendo por la ciudad no había encontrado un solo hombre que me hiciera sentir algo, química, pasión o simplemente agrado. Ni hombre ni mujer, a pesar de que lo había intentado sinceramente.

Hasta que una noche de tormenta, sentada y aburrida en una mesa al fondo de un bar, cuando me iba a levantar para irme a casa, a esas horas en las que todo el mundo a tu alrededor está borracho o drogado, y se hace imposible mantener una conversación coherente, le vi a él.

Entró por la puerta calado hasta los huesos, el pelo sobre los ojos, las botas abriendo camino entre la gente, con un cigarrillo recién encendido en los labios y una sonrisa torva y despectiva. Dejó su abrigo tirado en un rincón, a mi lado, y me dedicó una sola mirada fugaz, al igual que al resto de la gente, estudiando, valorando, buscando a los líderes de la manada. Se acodó en la barra y pidió una copa. Al cabo de un rato había entablado conversación con unos desconocidos. Al cabo de una hora estaba bailando con las chicas más guapas. Detesto la violencia, y me fui cuando después de algunos empujones y de algunas miradas a quien no debía, empezó a fraguarse una pelea.

No volví a verle, pero soñé con su entrada en el bar, con su violencia y con ese juicio rápido de una sola mirada. Me sorprendí a mí misma pensando en él. En el trabajo, en la ventana de mi casa, en mi cuarto vacío. Fantaseaba con su nombre, con su vida, me imaginaba a alguien acercándose a él, pero nunca era yo. Me asustaba conocerle porque no quería decepcionarme. Prefería la fantasía de una persona interesante que la realidad mediocre que se esconde detrás de todos nosotros. Si mi vida hubiera sido una película, un libro o cualquier otra fantasía, ese hombre habría aparecido en mi trabajo, o lo habría vuelto a ver en el bar. Pero eso nunca ocurrió, porque las cosas no suceden así, porque hay un camino recto, ancho y cómodo que nos aleja de las personas como él, y yo empecé a preguntarme cómo sería caminar por un sendero como el suyo.

No fue algo gradual, aunque quizá el cambio llevaba gestándose dentro de mí desde hacía años. La decisión la tomé en un instante, en realidad, como se toman todas las decisiones. Frente a un cielo negro, mientras la lluvia salpicaba los cristales, me pregunté porqué mi vida me dejaba tan insatisfecha, y pensé que necesitaba a alguien que conociera la respuesta. Cogí mi abrigo y salí a la calle. Paseé por la ciudad durante horas, mojándome, dejando que las lágrimas se mezclaran con la lluvia. Lloraba por mi padre, cuya hija había sido incapaz de echarle de menos. Lloraba por mi madre, que se culpaba de la tristeza que veía en mis ojos y a quien nunca pude ocultarle como me sentía realmente. Lloraba por mis amigos y conocidos, que me ofrecían su afecto y su cariño ignorantes del desprecio que recibían a cambio.

Lloraba por mí. Porque era infeliz, y me sentía completamente incapaz de cambiar. Porque no sabía como hacerlo. No quería la felicidad a cualquier precio, me negaba a llenar los vacíos de mi vida con las vidas de los demás, como hacían mis compañeros y mis amigos. No podía olvidarme del cielo simplemente agachando la cabeza, porque en mi interior siempre sabría que lo tenía sobre mí. Necesitaba encontrar un sentido y, ya que nadie iba a hacerlo en mi nombre, no tenía más remedio que salir a la calle y buscarlo. Y encontrar a aquel hombre era un principio tan bueno como cualquier otro. Ya no quedan aventuras por vivir, lo único que tenemos son las personas.

Pregunté por él en algunos bares. De mi estatura, pelo largo, moreno, sonrisa torcida. No, guapa, no le conozco. Pregunté por él en algunas residencias, donde suelen alojarse trabajadores temporales. No, señorita, no sé de quién me habla. Pregunté en albergues, en agencias de viajes y en hoteles, pero nadie sabía de quién estaba hablando. Me pregunté a mí misma, me esforcé por recordar lo poco que sabía de él, sin encontrar nada de utilidad.

Tenía una imagen, una fantasía de una sola viñeta, nítida como una fotografía, que me animaba a seguir buscando. Me imaginaba una habitación, un amanecer sin nubes, él y yo en la misma cama. Serenos, calmados, agotados después de la tormenta. No quería sólo pasar la noche con él, lo que de verdad necesitaba era preguntarle quién era, cómo lo hacía, porque había en sus ojos ganas de seguir vivo. Desnudos después de amarnos, con el sudor aun fresco, le preguntaría su nombre. Pero ni un segundo antes.

Seguí acudiendo a mi trabajo, porque en esta vida no hay nada gratuito. Seguí pagando el alquiler, madrugando y comiendo sola en un comedor abarrotado, pero ya no saludaba a mis compañeros, ya no respondía a sus preguntas amables. Tenía un motivo para buscar, y las pequeñas hipocresías del día a día ya no me servían de nada. Afloró mi carácter hosco y desentendido del mundo y me encontré siendo yo misma, liberada de modas, de presiones, de maquillajes y de falsas apariencias. Dejé de hacer llamadas de compromiso, dejé de ser amable con quien no lo era conmigo, dejé de sonreírle a alguien cuando venía de mal humor. Dejé de maquillarme para estar guapa y comencé a hacerlo para gustarme. El resultado era parecido, aunque si me miraba en un espejo sabía cuales eran las diferencias, sutiles pero importantes. Tenía algo que encontrar, y no tenía tiempo ni ganas de distraerme. Las personas que me rodeaban suponían una pequeña molestia, como cuando tienes que sortear un mueble, como abrir una puerta con las manos ocupadas. Trataba a los demás tal y como ellos me trataban a mí, y pronto dejé de ser una mujer agradable y simpática. Eso dice muy poco a favor de las personas.

Sin darme cuenta, me encontré sonriéndole al mundo con desprecio. Y todo porque de pronto ya tenía algo que me importaba, y el resto me sobraba. Eso dice muy poco a mi favor.

Dejé de quedar con mis amigos y comencé a ampliar mi búsqueda, ya no por encontrar, sino simplemente por el afán de buscar. Los fines de semana conducía mi coche sin rumbo, cada vez más lejos, parando en aquellos lugares que me llamaban la atención, por un motivo o por otro. Poco a poco, la necesidad de conocer a aquel hombre fue remitiendo. Fueron tiempos interesantes, en los que me moví más que en toda mi vida. Recorrí pueblos, carreteras que no figuraban en los mapas y ciudades a las que nadie quería ir. Me encontré con personas agradables, pero por lo general no hacía muchas relaciones sociales. La semana se me hacía pesada y tediosa. Antes no me había importado trabajar, ya que no tenía otra cosa que hacer, pero ahora me molestaba tener que esperar horas hasta llegar a casa a mirar un mapa, y días hasta poder coger el coche y conducir durante horas, dejando que las mismas canciones sonaran una y otra vez por los altavoces. Me encantaba conducir de noche, cuando el mundo duerme, preguntándome si los vehículos con los que me cruzaba tenían un destino o simplemente estaban vagando, como yo, moviéndose por impulso, por el simple temor a estar quieto.

Transcurrieron algunos meses sin tener la menor pista sobre aquel hombre, meses en los que su rostro empezó a desdibujarse en mi memoria, hasta que ya no podía distinguirlo de los recuerdos difusos de un sueño. Y un día lo encontré, por pura casualidad. Entré en un bar refugiándome de una tormenta, calada hasta los huesos, el pelo sobre los ojos, las botas abriendo camino entre la gente. Estaba sentado en una mesa al fondo, bebiendo una cerveza. Le dediqué una mirada fugaz, mientras analizaba el lugar en el que me encontraba. Busqué a los líderes de la manada, pero sólo le encontré a él.

Me acerqué a su mesa. Hola, desconocido, le dije, y me dedicó esa sonrisa torcida que había recordado tantas veces. Me senté, mientras el mundo se paraba a mi alrededor y perdía importancia.

Hablamos, bebimos, compartimos un tiempo precioso en el que me limpié el barro y el polvo del camino, y tuve mucho cuidado en no presentarme, en que ninguno de los dos supiéramos el nombre del otro. Al cabo de un rato acerqué mi mano a su cara mal afeitada, le acaricié suavemente los labios y me levanté. Quizá otro día, le dije, y me despedí con una tristeza inmensa. Salí a la calle, me monté en mi coche y marché con el paso cansado de los condenados. Porque había comprendido que aquel hombre no tenía las respuestas que buscaba, que simplemente me planteaba más preguntas, y que el calor que emanaba su cuerpo podía abrasarme y acabar conmigo.

Llegué a mi casa temblando como un animal herido, asustado y acorralado. Mis fantasmas se esforzaban en gritarme que nadie podría nunca librarme de esa tristeza, que la miseria era un olor que impregnaba cada uno de mis actos y de la cual no podía escapar, por mucho que intentara alejarme. Era débil, frágil y quebradiza, alma de cristal embotellada en un cuerpo de carne. Ignoré todas las voces, incluso las que lloraban de puro dolor, y me encerré en mi ventana, mis cigarrillos, mis libros y mi copa de vino, y me quedé así durante días, sin contestar a las llamadas de teléfono y las visitas, reorganizándome, poniendo orden a mis preferencias. Dejé mi trabajo y abandoné mis ya escasas relaciones sociales, luchando contra  algún instinto primario y cobarde que, dentro de nosotros, siempre nos arrastra hacia el camino fácil, hacia el sofá, la televisión, el reposo y la muerte. El poder gravitacional de una vida cómoda es muy grande. Pero tengo pánico a envejecer y pensar que he dejado marchar la vida, a postrarme en una cama y sentir que no ha merecido la pena. Ese miedo, una verdad triste pero indiscutible, es lo que me impulsa, lo que me obliga a moverme y levantarme cada mañana. Por mucho que intentemos evitarlo, nuestros miedos siempre acaban gobernando nuestros actos.

Al infierno la comodidad, pensé. Prefiero sentir, aunque sea dolor, a vivir con el alma cauterizada. Envuelta en un capullo de seda y alambre me debatí entre la obediencia y el deseo, como los ángeles condenados, y elegí cambiar. Porque hay personas que nacen para encontrar respuestas, pero yo he nacido tan solo para hacerme preguntas.

Me mudé a otra ciudad, y luego a otra más. Pasé hambre y frío, pero no eran esos los problemas que me miraban desde el espejo cuando me reflejaba en él. Pasé miedo, pero el temor al vacío era aun mayor y me mantenía en movimiento. A veces pienso que no nos definimos por nuestros actos, sino por nuestras esperanzas. Vaya donde vaya, lleve la vida que lleve, no soy ni mi trabajo, ni mis amigos, ni mis noches en vela. Soy un cielo encapotado, un desconocido buscando pelea. Vago por el mundo cuestionando mi sentido, mi existencia y, por extensión, la futilidad de todo cuanto me rodea.

Ayer entré en un bar para tomarme una copa. Estaba sola y cansada, y me senté en una mesa alejada de todo el mundo. Disfrutaba de la música y de las conversaciones que no escuchaba cuando se me acercó un hombre. Miraba a su alrededor con ojos curiosos, observando a las personas como si fueran parte del mobiliario. Hola, desconocido, le dije, y él me devolvió una sonrisa brillante y llena de vida. Dijo que me estaba buscando, que me buscaba desde hacía tiempo. Dijo que yo le importaba. Lo hizo sin palabras, mientras me contaba que me había visto tan sólo una vez, entrando en un bar un día de lluvia.

Decía la verdad. Pero lo que de verdad me gustó de él, es que me dio respuestas a preguntas que ni siquiera me había formulado.

Sonreí, pensando que el mundo es un lugar extraño, en el que una persona puede provocar una reacción en su entorno como una chispa en un polvorín, como el primer trueno que escuchamos a lo lejos mientras vemos acercarse unas nubes negras y pesadas. Le dije que se sentara a mi lado, él tenía algo que contar, y quizá yo le contara mi propia historia. Hablamos durante mucho rato, y al final nos despedimos como si fuéramos viejos amigos. No le pregunté su nombre, y él no me lo dijo.

A veces pienso en mi desconocido, el hombre que lo empezó todo. De su sonrisa emana un viento que ha cambiado mi forma de comprender el mundo y, de alguna forma, quiero hacérselo saber. Un día volveré a verle. Le encontraré, le invitaré a una copa y, si todo sale bien, me acostaré con él y despertaré en una cama ajena, desnuda y bañada en sudor, y su calor quizá pueda confortarme. Y entonces, sólo entonces, le preguntaré su nombre.

Ese día yo seré la tormenta.

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Este relato es de los primeros. No de los primeros que he escrito, claro, sino de los primeros que recuerdo. Ahora lo leo y me parece algo moralista y pueril, pero en su momento... en su momento pensé que algún día yo podría ser una tormenta.

Quién sabe. Quizá algún día, cuando abandone toda esperanza.

Aun no.

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