miércoles, 2 de febrero de 2011

El tiempo, que no se consume

   Antes de salir el sol estoy despierto, y continuo despierto mucho tiempo después de que desaparezca por la noche. Aun así, las horas caen entre mis dedos, resbalan como arena de playa.

   Las horas, los días, los meses e incluso los años pasan con tanta rapidez que, al mirar atrás, nos vemos a nosotros mismos borrosos, desfigurados, como si fuéramos una parodia de nuestro presente. Nos compadecemos de nuestra ignorancia, de nuestra candidez del pasado, sabiendo que, dentro de unos años, de unos meses, días o incluso unas horas, nuestro yo, nuestra esencia más actual, puede haberse convertido en un mal chiste.

   Por eso me gusta tanto el fuego. Detrás de él no queda nada sino cenizas, restos consumidos a los que se ha arrancado todo lo que podían dar de sí. El fuego es como una vida intensa y apasionada. Su esencia es inmutable. Puede variar su tamaño, pero no su función, porque el fuego permanece, incluso cuando ya se ha extinguido. Un montón de cenizas siempre cuentan la misma historia: aquí vivió, de nosotros.  


   El otro día asistí a una fiesta cuyo protagonista era el fuego. No me pareció que se compadeciera de sí mismo. 


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