En realidad, tus orígenes se cuentan en el relato Principios. Pero vamos a hacer como que ese relato no existe, ¿vale? y simplemente lo dejaremos para el final.
Dentro de un tiempo, espero que no mucho, volveré a por ti. Tienes tanto por hacer...
El relato, los personajes y las situaciones que aparecen en él son ficción de principio a fin. No están inspirados más que en ideas difusas y sueños que se van olvidando conforme avanza el día. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Como en otras ocasiones, el relato se encuentra registrado. Puedes leerlo y compartirlo si crees que merece la pena. Lo que no puedes hacer es decir que lo has escrito tú, publicarlo, etc, etc.
Ese hombre desquiciado que se ve a sí mismo como a un liberador, no ya de los males del mundo, sino de los males que encierran las personas en lo más profundo de sus vidas, es mi personaje favorito.
No es un justiciero. No pretende hacer el bien, ni perseguir a los malvados en base a un estricto código moral. Es un hombre de principios, pero no se cuestiona si son los correctos. Son los suyos, y a ellos debe atenerse. A ellos, tan solo. A nadie más debe dar explicaciones ni excusas.
Debe ser hermoso, liberador en cierto modo. No necesitar más que razones de vida y muerte para justificar tus actos. Qué sencillo, qué elegante.
Por supuesto, todo esto es literatura. El personaje es un psicópata que debería estar entre rejas, o en una institución mental.
¿He dicho ya que es mi favorito?
La imagen de una niña que ya ha muerto me devuelve a la realidad y me dice que hoy he tenido un día de perros.
Lo he pasado acompañado, charlando y disfrutando de lo que suele considerarse buena compañía. Pero según pasaban las horas me iba agotando, frase a frase, minuto a minuto. Ya ni siquiera soporto durante demasiado tiempo la compañía de aquellos que me agradan.
¿Por qué, entonces, me siento tan vacío? La lluvia que golpea en las ventanas me duele, cada gota es un impacto violento y cruel. La lluvia me recuerda que el mundo es un lugar inhóspito.
Palabras, palabras, palabras. Las damos un significado, las hacemos fuertes y poderosas. Llamamos Tristeza a un sentimiento como si así, con una definición, con una ubicación precisa, pudiéramos ejercer algún control sobre él, pero somos juguetes en sus manos. Son ellos, los sentimientos, los que nos ponen nombre a nosotros, los que se adueñan de nuestras vidas. Somos sus rehenes incondicionales, sumisos y temerosos.
Tengo un cigarrillo encendido en una mano y una copa de vino en la otra. Bebo cuando estoy solo, en privado. Veo la televisión, cambiando de canal una y otra vez sin encontrar ninguna imagen que no me de ganas de llorar. Estoy perdido y profundamente deprimido. No puedo elevar la dosis de los fármacos, no puedo acudir de nuevo al médico, no puedo contarle que me duele profundamente vivir conmigo y sólo conmigo.
Luz no está. Marchó y me dejó envuelto en mis propias tinieblas. Nada de lo que hago tiene sentido si no es por ella, para ella y gracias a ella. Me faltan fuerzas, ilusión y esperanza. Me falta una parte inmensa de mí mismo.
La imagen de la pantalla se detiene y me muestra a una persona desconocida, un chico joven que vuelve de un correccional a casa de sus padres. Se ríe ante las cámaras mostrando una sonrisa alegre y despreocupada, de esas que exhiben las personas seguras de que no les va a ocurrir nada malo, pero se oculta con la chaqueta cuando sale de los juzgados, lo que no tiene mucho sentido. Cambia la imagen y la televisión muestra una fotografía de una niña. Tenía catorce años. No llegó a los quince. Recuerdo la historia, capturaron a un sospechoso. Sabían que era culpable, pero nadie tenía pruebas. Así que el chico volvía a casa de sus padres, libre, poco antes de convertirse en un mayor de edad.
De nuevo la imagen de la niña. Dicen su nombre. Dios mío, lo había olvidado. La niña se llamaba Luz, como mi ángel, como mis ganas de vivir. También muerta de forma violenta, también arrancada del mundo, también llorada hasta la desesperación.
Una idea me viene a la mente. Apenas un tímido murmullo, una voz susurrante al oído. ¿Te imaginas?, me dice la voz. ¿Te imaginas hacer algo?
Pero no oigo voces en mi cabeza, soy yo, yo y el silencio de mi casa vacía de risas y compañía. No estoy loco. Simplemente es una idea, tengo derecho a soñar, a fantasear, a imaginarme aquello que me haría feliz, que me devolvería la ilusión. ¿Te imaginas hacer algo?, digo en voz alta. Y pienso en lo que ocurriría, con el mundo, con la gente que me rodea. Y sé que no cambiaría nada. Porque las cosas nunca cambian, porque no queremos, porque nos gusta llevar una vida cómoda, fácil, y si para eso tenemos que retorcer y silenciar nuestros principios, pues que así sea. No cambiaría nada, para nadie.
Excepto, quizá, para una persona.
Yo.
Yo cambiaría. Yo sería feliz.
No pienso en la familia de la niña, ni en la niña, ni en el chico, ni mucho menos en sus seres queridos. Pienso en la oportunidad, en la desesperación, en los recuerdos y lo que conllevan. En un día de invierno, soleado, cuando paseas por la playa y, tiritando de frío, metes los pies en el agua y te sientes inexplicablemente tan feliz que te dan ganas de reír a carcajadas. Así sin más, porque sí. Porque no hace falta una razón para reír, decía Luz mientras se mojaba el vestido de agua salada.
Quiero volver a pasear por la playa y sentir ganas de reír. A pesar de Luz y de su ausencia. De su falta. Del espacio que ya no ocupa. ¿Qué habría querido ella? Yo lo sé, claro. Habría llorado por la niña y rezado por el chico, hablaría de la redención, del perdón y de lo sagrada que es la vida, sin mencionar a Dios ni una sola vez. Ella sabía cómo hacerlo.
Pero no está aquí. No conmigo. Aquí tan sólo estoy yo, una imagen en la televisión, una idea terrible y un murmullo en mi cabeza.
¿A quién quiero engañar? Ya he tomado una decisión, lo sé, aunque tardaré algún tiempo en asumirlo. La he tomado y ya no hay vuelta atrás. Voy a conseguir que algo cambie, que una vida termine y que una risa nazca, la mía. Hoy, de nuevo y por primera vez de forma consciente, controlada, firme e irremediable, decido actuar.
Y así comenzó todo, de la forma más inocente, en uno de esos momentos de extraña lucidez que sentimos cuando se nos agotan las lágrimas, cuando nos cansamos de llorar y maldecir y el cinismo gana terreno. No puedo evitar sentir una pequeña punzada de disgusto al mirar la vista atrás y pensar en esos momentos. No fue una revelación en medio de una violenta tormenta, conmigo sujetando el cadáver de Luz y gritando, uno de esos gritos interminables hacia el cielo mientras la lluvia moja mi rostro y forma charcos a mis pies. Tampoco fue una noche lúgubre, mientras bebía en un tugurio de mala muerte y, al salir tambaleándome, me cruzaba con alguien a quien creía haber visto salir del piso de Luz, segundos antes de encontrarla muerta.
Fue una noche, sí, pero estaba solo, en mi casa, algo borracho, y puede que fuera hiciera un tiempo de perros. Pero la voluntad de levantarme del sofá y de mis propios charcos no me la propició la inspiración divina ni el recuerdo del amor perdido. Fue un acto de rabia pura y dura. Como la que rige el mundo.
El mundo no es un lugar hermoso. Sí, de acuerdo, al día siguiente salió el sol y después de la lluvia el aire está más limpio, y las calles no apestan a humo y a asfalto sucio y grasiento. Pero el mundo no es un lugar hermoso.
No obstante, caminaba por la calle como si lo fuera, con una sonrisa, flotando unos centímetros por encima del suelo. Me había levantado pronto, y no tenía porqué hacerlo porque seguía de baja médica. Pero había dormido toda la noche de un tirón y no me desperté llorando, sino activo y animado, con ganas de ducharme, afeitarme, asearme en definitiva, y de salir limpio y renovado a enfrentarme al mundo. Había dado un primer paso para salir de la depresión, aunque sabía (y sigo sintiendo) que jamás podré olvidar a Luz ni pensar en ella sin sentir un dolor agudo en las tripas. Pero había encontrado una forma de enfrentarme a su recuerdo. No hay como tener una revelación. Por decirlo de algún modo, y aunque sea un pésimo juego de palabras, vi la luz al final del túnel.
Lo primero fue llamar a mi médico y pedir cita. Soy Víctor, Doctor, el de la esposa muerta. Quiero que anule mi baja, doctor, quiero volver al trabajo, a la vida activa y a la rutina habitual. Claro, estoy mucho mejor, más animado, soy una jodida sonrisa andante.
Eso es lo que quieren escuchar, siempre es la misma canción. Nada de Manic Monday, nada de aflicción por el domingo que ha pasado o por tener que madrugar, hay que enfrentarse al mundo con alegría y buen humor. The Bangles insisten una y otra vez, pero eso no lo hace más fácil. Como si los médicos no fueran los primeros en quejarse de su trabajo de mierda. Pero lo primero que debía hacer es demostrar a todo el mundo que me encontraba recuperado, que no había porqué preocuparse, que volvía a ser una persona normal y corriente, con sus facturas, sus amigos, sus pecadillos… Esto último es importante, uno de esos detalles que hacen creíbles las historias. Tenía que buscarme algo feo, pero de poca importancia, algo bochornoso, o incluso ilegal, que en un momento dado me pudiera servir de excusa para ocultar mis travesuras más inconfesables, mis otros pecadillos. Ya tenía algunas ideas en este sentido y sólo me faltaba pulir algunos detalles.
El médico me recibió pronto, parecía contento, el hombre, de que yo me mostrara tan animado. En el fondo es una buena persona.
Nada más salir a la calle, después de la consulta, me di cuenta de que tenía un hambre terrible. En casa apenas si me quedaba algo de comida en un estado aceptable, así que me metí en el primer bar que encontré abierto y pedí un desayuno completo, de los de café, tostada, zumo y un pinchito para rematar. Me faltó pedirme un par de chupitos de anís para parecerme a un currante de los de verdad, de los que madrugan para sacar este país adelante. Apenas eran las nueve de la mañana.
Mientras desayunaba eché un vistazo al periódico, así como quien no quiere la cosa, con naturalidad, como si no esperara ver nada importante. Empecé por las páginas de deportes, como hace la mayoría de la gente. No es difícil, porque ocupan la mayor parte del periódico. Luego pasé las páginas de forma distraída, casual, hasta que vi la noticia del chico al que habían liberado, ese que dicen que mató a una cría no sé dónde, algo he oído, sí, ya sabes. La miré un poco por encima, casi con indiferencia, como si no me importara lo más mínimo.
No funcionó.
Intenté mantener la calma sin alterarme, que no se notara que prestaba atención a esa noticia en particular, pero no lo conseguí. La niña que desapareció en Punta Umbría, en una de las nuevas urbanizaciones que habían crecido como malas hierbas por la costa andaluza. El chico acusado de haberla molido a golpes. De haberla violado. De haberla dejado aun viva, desangrándose en un rincón asqueroso de la playa más aislada. Cuando me marché se encontraba bien, señor juez, yo no la hice nada y quien la agredió usó guantes, y condones y esas cosas que vemos en la tele, así que no creo que se me deba culpar de asesinato. Y el juez se atuvo a las normas y dictó una sentencia de risa, lo justo para acallar las voces que clamaban venganza. Luego las cosas salen como salen, porque en un correccional es fácil portarse bien para un violador, y se acumulan los descuentos en la pena por buen comportamiento y las súplicas de la familia. Todos somos muy buenos cuando estamos encerrados. Se me atragantaron las palabras, así que di un trago al café y lo saboreé despacio junto con la rabia que se acumulaba en mi garganta, y pensé en las últimas bocanadas de aire de la niña, esas en las que ya no tenía fuerzas para pedir ayuda. Me imaginé sus lágrimas, su dolor, la desesperación al darse cuenta de que iba a morir entre algas secas y basura, sola y sin nadie que la ayudara a encontrar un poco de paz en sus últimos momentos. Así debió sentirse mi Luz mientras miraba a los ojos de su asesino, sola y desorientada. Pero ella murió en su casa.
Mis dedos apretaron con tanta fuerza el periódico que perdieron el color. Me puse a temblar y un tipo que había a mi lado me miró fijamente. Estaba a punto de preguntarme si me encontraba bien, creo yo, cuando reparé en las iniciales del chico. En los periódicos, ya se sabe, nunca dan los nombres completos en estos casos, pero escriben las iniciales. No sé porqué, la verdad, siempre me ha parecido una estupidez sin ningún motivo: o dices el nombre del presunto asesino, o de la víctima del accidente, o del imbécil al que han desplumado con el timo de la estampita, o te callas. Escribir las iniciales es como decir “eh, mira, yo sé quién ha sido pero no te lo digo, fastídiate”. Pero en este caso me echaron una mano. El presunto homicida tenía como iniciales la R , la I y la P. Casi me echo a reír. Una niña llamada Luz, un adolescente homicida y yo en medio, leyendo la noticia, animado por pensar en darle sentido a ese acróstico, relajándome de golpe, pagando el desayuno y dejando el periódico en su sitio, con tranquilidad, con naturalidad. Aquí no ha pasado nada, ni yo me he puesto tenso ni nadie se ha fijado en mí. Jodido RIP. Que mal ojo, entre otras cosas, tuvieron tus padres.
Fui al trabajo a dar la noticia de que ya estaba dado de alta, me acogieron muy bien, con palmaditas en la espalda, y abrazos y todo tipo de muestras de cariño.
Di las gracias a todo el mundo, diciendo que sí, que me encontraba mejor, que simplemente me había levantado más animado esa mañana. Alguien cuyo nombre no recuerdo me preguntó si había tomado algo para salir de casa esa mañana. Se hizo un silencio a mi alrededor, y el pobre hombre recibió varias miradas de reproche. Cómo le haces esa pregunta, parecían decir unos. Si está medicándose no es de nuestra incumbencia, joder, parecían decir otros, porque ya se sabe que las depresiones son un tema tabú para mucha gente. Entonces me di cuenta de que estaba preguntando por mis pastillas, por el alta médica, por ese tipo de cosas. Sonreí, y le dije que ese mismo día había empezado a reducir la dosis de antidepresivos. Juraría que escuché algunos suspiros de alivio a mis espaldas y ninguno se dio cuenta de que yo era el que se sentía más aliviado. Por un momento, por un instante de pánico, pensé que me habían descubierto y que me estaban preguntando por algo que sí había tomado antes de salir.
No eran medicinas, ni alcohol ni drogas. Era un hermoso, afilado, limpio y reluciente cuchillo de cocina lo que había cogido al salir de casa, el mismo con el que había matado a un hombre unas semanas antes. Lo había hundido en su carne y me había deleitado con su mirada de sorpresa, de estupidez y de pánico al saberse muerto. Me sentía mejor con el cuchillo encima, me hacía recordar ese momento de inmensa e íntima comunión con mi primera víctima, esa tan fugaz, tan del momento, recordando a ese pobre imbécil que me había dado motivos para odiarlo como jamás hombre alguno ha odiado a un semejante. Y tampoco hacía nada malo. Ni siquiera tenía pensado volver a utilizarlo, pero, ya se sabe, en estos tiempos inciertos es mejor llevarlo y no usarlo, que encontrarse con una de esas personas que te hacen decir “vaya por Dios, ahora sí que me venía bien”.
Así que trabajé un rato, tomé café con los compañeros, aguanté algunos chistes malos, algunas miradas de condescendencia y la incomodidad de todos aquellos que no sabían cómo tratarme, si con lástima, o como si no hubiera ocurrido nada. O quizá, se preguntaban, debían darme unas palmaditas en la espalda para que se me quitara el hipo, ea, ea, ea, como se hace con los niños, porque no hay nada que nos haga desear tanto la inocencia de la infancia como la certeza de la muerte.
Al llegar a casa me metí en la bañera y dejé que el agua caliente, muy caliente, se llevara de mí todo el humo, y el sudor, y las impurezas del día a día, esas que me distraen y me apartan de mis principios y de hacer lo que sé que debo hacer.
Antes de ducharme me desnudé, claro. No estoy loco.
Una vez limpio, relajado y centrado, encendí el ordenador, y un cigarrillo, y un fuego para calentar agua y hacer café. Entre los cuatro debíamos alcanzar el primer objetivo de nuestro plan: obtener toda la información posible sobre el paradero, residencia, trabajo y datos personales de, mantengamos el anonimato de un menor de edad, RIP.
Internet me echó un cable. No soy de los que piensa que las personas enganchadas a esta nueva forma de ocio, esas que se pasan las horas muertas en foros, en redes sociales y en juegos de diversas índoles, son todos unos enfermos antisociales que disfrutan de una libertad que no merecen. De eso ya se encargan los demás, ya sabes, los medios de comunicación, ansiosos por demostrar con noticias de todo tipo que el ciberespacio es un lugar malvado en el que abundan criminales, mentirosos, gentes de mal vivir en general, que cuestionan las noticias y sacan los colores a los periodistas cuando demuestran sus meteduras de pata. Yo me limito a utilizar la información, soy un navegante del montón, de los que escriben en algunos foros, se descargan alguna película y consultan a diario el tiempo, alguna dirección que no aparece en los mapas y los catálogos de las tiendas de muebles.
Lo primero que encontré fue una página de apoyo al chaval, un blog que recogía entrevistas a amigos y familiares que, entre faltas ortográficas y gramaticales, creaban un cuadro interesante, pintoresco, una de esas escenas costumbristas tan Typical Spanish.
La madre de la criatura, porque el pobre chico era eso, una criatura, tenía un vídeo en el que defendía su inocencia argumentando con fuerza, con pasión y sinceridad de madre. Mi chico es incapaz de hacer daño a una mosca, decía, pero no con lágrimas por tener a su retoño entre rejas, sino con la furia de quien está convencida de que el mundo está siendo injusto, de que ella tiene razón porque es su madre, y como es su madre tiene razón. Usaba con desparpajo esa lógica circular tan común entre aquellas personas incapaces de argumentar una mierda. Era una de esas mujeres que han heredado la capacidad de hacer cualquier cosa por sacar adelante a su camada, lo legal, lo ilegal y lo censurable, herencia de aquellos tiempos en los que la miseria acechaba tras las puertas, cuando las riquezas se acumulaban en unas pocas manos y se luchaba cada día por sobrevivir, por alimentarse, por arrebatar a la pobreza algo con lo que cubrir las necesidades más básicas. La diferencia es que sus abuelos pasaron hambre y si hacía falta peleaban y robaban por comida, mientras que ni esta mujer ni ninguno de sus hijos tenían pinta de haber pasado penurias en su vida.
Perdón. En su puta vida.
La novia, porque el chaval tenía novia, era una mujer hermosa, de esas que nacen ya adultas y que son hermosas mientras no pasa el tiempo, en las que el maquillaje y una ropa ajustada hacen aparentar una edad indefinida entre los 16 y los 25 años. Leyendo los comentarios me enteré de que acababa de cumplir los 14.
Por supuesto, hablaba en su defensa. El no podía haber matado a Luz, porque estaba con ella, cuando, pues en todo momento, claro, porque para eso era su novia.
Y la otra, la muerta, que tonteaba con RIP siempre que podía, porque a ver quien es la chica que no quiere tontear con él, con lo guapo y fuerte que es, no quiere decirlo claramente porque está mal hablar de los muertos, pero era un poco puta.
Los hermanos y los amigos no tenían vídeos, pero sí teléfonos móviles con los que escribían sus mensajes de apoyo. Teléfonos a los que sin duda les faltaban teclas. El contenido de los mensajes, una vez descifrado, no aportaba demasiada información y carecía de interés. Básicamente se reducía a insistir en lo buen chaval que era RIP. Alguno se atrevía a hacer más juicios sobre Luz, como la novia, insistiendo en que tonteaba con todo el mundo y que, bueno, en realidad, claro, quién sabe. Algo habría hecho.
Cerré la página. Me habían entrado ganas de llorar, así que respiré hondo, encendí otro cigarrillo, abandoné el café, frío y negro, y me pasé a una bebida más luminosa. Me serví un trago, y luego otro. Antes de ver la página web no tenía ninguna duda sobre lo que debía hacer con RIP, pero después me surgieron varias. Me pregunté si el chico actuó solo, si sus amigos o su novia sabrían lo que había hecho. Me pregunté quién lo habría ayudado, quién lo estaría encubriendo, quién lo perdonó, y de forma inevitable, me terminé preguntando si alguna de las personas que había visto en la página debían seguir vivas cuando terminara con todo el asunto. Porque creo, y esto es una opinión objetiva, seria, cabal y meditada, que ninguna persona puede erigirse en juez y verdugo, que la vida es sagrada y que la justicia no puede permitirse el lujo de exponerse a una equivocación. Que matar es un acto imperdonable a los ojos de dios y de los hombres, y así debe ser sin excepciones.
Eso es lo que creo. Lo que sé, no obstante, es que las leyes de los hombres no me sirven, porque el mundo no es un lugar seguro, y las divinas tampoco, porque no creo en un Dios tan cruel capaz de crear este infierno. También sé que una persona que no siente ningún apego por la sociedad en la que vive, que no tiene remordimientos cuando invade el espacio, los derechos o las comodidades de los demás, no merece la vida que disfruta. El estado de bienestar es para quienes lo respetan. Esas personas que creen que todo el mundo les debe algo, que sus problemas deben ser solucionados por el estado, o por la sociedad o por sus vecinos, y que no se sienten responsables de ninguno de sus actos, no deberían forma parte de él. Por supuesto, de una forma u otra yo formo parte de esas personas, y cuando me encuentren pagaré por mis crímenes. Yo, mientras pensaba todo esto, y como nadie me había interrumpido para hacerme preguntas, encontré a RIP.
El alcohol me había hecho efecto y me encontraba más tranquilo, más sereno. Seguí buscando información acerca de RIP, porque lo único que sabía es que vivía en Punta Umbría, a siete horas de Madrid si viajaba en coche. Tenía que pensar un plan sencillo pero sin fisuras, con todos los imprevistos resueltos, planificados y analizados previamente, sin dejar nada a la improvisación. No podía cometer errores.
No había páginas web creadas en torno al caso, excepto la de apoyo a RIP. Sin embargo, sí encontré muchas opiniones esparcidas por foros de toda la red. Y aquí sí me dieron información interesante.
El quinto poder es anárquico, incontrolable y errático. El anonimato permite a la gente expresarse y actuar de formas impensables. No hay que subestimar la capacidad de miles de personas unidas por un interés común y con una afición tan íntimamente ligada a la información. Desde que Internet se ha consolidado en los hogares y en la vida de las personas, aquellos periodistas que realmente quieren informar de la verdad han encontrado un medio donde hacerlo. Y por debajo de los periódicos online, de los cables de las embajadas, de los vídeos descargados desde teléfonos móviles, existe una red de información increíblemente amplia y compleja, formada por individuos que, poco a poco, se organizan en torno a una idea, a un pensamiento que puede ser tan difuso y ambiguo como su propio concepto de justicia.
Desde uno de los foros más activos de occidente se organizó una cacería de datos de RIP. La mayoría de los usuarios no podían aportar nada más que sus conocimientos de informática, pero esos conocimientos, unidos a la información que proporcionaban quienes reconocían una calle de una fotografía o accedían a los servidores de un organismo público, unificando habilidades ilegales en la mayoría de los países con el conocimiento combinado de miles de internautas anónimos, se trazó una ficha completa de RIP y se colgó en la red, disponible y pública por si alguien decidía utilizarla.
Estoy seguro de que la mayoría de las personas que colaboraron en esta labor de investigación no pensaban en alguien como yo, pero muchos posiblemente deseaban que yo existiera. Para una persona desconectada de la sociedad y del mundo como RIP, que bloquearan sus cuentas en las diferentes redes sociales o que enviaran sus fotografías borracho y medio desnudo, esas que un conocido suyo colgó en facebook con motivo de las fiestas del barrio, eran tonterías, detalles que carecían de importancia. No había compañeros de trabajo a los que escandalizar ni familiares a los que intimidar. No existía información que, de hacerse pública, pudiera hacer su vida más difícil. La influencia de estos justicieros virtuales tiene sus límites en el mundo físico, pero gracias a ellos me enteré de su dirección, de los teléfonos, cuentas de correo y residencia de sus amigos, de los bares a los que solía ir, de los familiares que vivían con él.
Eso ya era otra cosa. Di las gracias en silencio a todos aquellos que habían colaborado en la búsqueda, el siguiente paso estaba en mis manos.
Hasta mucho tiempo después de caer el sol no logré tener un plan esbozado, pero al menos ya había dado con una idea, un motivo para dejarme caer por la zona. La razón estaba en la gaita y la orquesta de Hevia, que tenía previsto dar un concierto en Huelva unas pocas semanas después.
La primera vez que escuché su música fue en un concierto, también, hace ya muchos años. Luz me lo propuso y yo acepté encantado, como hacía con todo lo que tenía que ver con ella. Si esa música era de su agrado iríamos a escucharla en directo. Por supuesto. Y la verdad es que fue un concierto espectacular. Tengo un recuerdo especialmente intenso de ese día, ya que fue el primer viaje que hicimos juntos, dos jóvenes enamorados que viajaban a ver tocar a un músico, que dormían en la playa, que desdibujaban el mundo a su alrededor cuando se acercaban el uno al otro. Vimos ponerse el sol por el horizonte, con un cielo despejado sin una bruma que empañara el último segundo de luz. Nos bebimos juntos una botella de vino, acurrucados en las toallas y tapándonos por el aire que se empezaba a levantar. Fue uno de esos momentos perfectos, irrepetibles, que te hacen desear que el mundo se pare, que se detenga y así poder atesorar para siempre un pedazo de paraíso.
Y ese día perfecto me brindaba una excusa, un motivo. Si algo salía mal y me relacionaban con el asesinato que pensaba cometer, tendría una razón para encontrarme por la zona. Cómo no iba a venir, señor guardia, si escuché a ese grupo cuando mi mujer vivía. Como no recordarla viniendo a verles de nuevo a Huelva. Yo no tengo la culpa de que ese malnacido, ese cabrón, viva cerca de la ciudad en la que toca este grupo, y cerca de la playa, esta playa que me recuerda tanto los momentos felices de mi vida. Ni tengo la culpa de que su víctima, una niña de catorce años, se llamara igual que mi difunta, sí, difunta esposa. Y qué si no lo han condenado. Todos sabemos la verdad, ¿no? Todos sabemos que merece estar muerto, si no fuera porque estaba en la cárcel, incluso podría haber sido él quien le robó el aliento a mi Luz. Podría haber sido cualquiera, pero desde luego que fue alguien como él, alguien sin remordimientos, sin moral ni visión alguna. Alguien que miró por última vez a los ojos a la mujer más amable, pacífica y bondadosa que he conocido, justo antes de arrebatarles toda vida, toda chispa de magia, consumida entre sus dedos
Dejé de llorar y comencé a pensar en cómo librarme de él y en lo que hacer después. Eso me levantó el ánimo.
Como pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando planeaba matar a una persona, cuando pensaba que mi felicidad, mi paz interior, dependía de un acto violento e irreversible. Parece que fue ayer cuando me acerqué a RIP y lo miré a los ojos.
Pero fue hace ya mucho. Al día siguiente de conocerlo personalmente, yo ya me encontraba en mi casa, era un día más limpio, más tranquilo, más luminoso. El mundo se relajó un poco más y se lloró un poco menos. En los medios de comunicación se enteraron muy pronto y la noticia corrió como la pólvora. El presunto asesino ha sido asesinado, la tragedia se ha cebado en su familia, un asesinato múltiple sacude de nuevo la costa andaluza. La familia está destrozada y jura venganza, la policía rastrea algunos indicios, interrogan a los vecinos, se barajan varias hipótesis. Fuentes de confianza nos informan de que han encontrado nuevas pruebas.
No tenían nada. Que les jodan a todos, fue impecable.
Tanto preocuparme, tanto planear y tanto tiempo perdido para nada. Matar a una persona y salir impune, como ya había podido comprobar con anterioridad, es mucho más fácil de lo que nos quieren hacer creer, especialmente si no tienes relación alguna con la víctima. Había hecho planes por si me tropezaba con alguien, por si en algún momento del futuro pudieran situarme en la escena del crimen y tuviera que dar una razón. Quizá algún día necesite de mis planes y mis excusas, quizá dentro de un tiempo, cuando se acumulen los rastros y cometa algún error, algún policía avispado ate cabos, busque coincidencias y acabe llamando a mi puerta. Ese día aun no ha llegado.
Porque mi labor, y en ese momento lo tenía perfectamente claro, no terminaba ahí. Mi trabajo no había hecho sino comenzar.
El sábado me levanté cansado, no había descansado bien y apenas había conseguido cerrar los ojos. Me esperaba un día intenso, así que me di una ducha larga de agua caliente, muy caliente, para limpiarme bien de dudas y temores. Desayuné bien, un sándwich, un zumo y un buen café, porque el desayuno es la comida más importante del día. Me vestí con ropa cómoda, holgada y anodina, nada mejor que unos vaqueros y una camiseta negra para pasar por delante de todo el mundo sin que te recuerden. Y un pin. De un equipo de fútbol, que eso siempre encaja. No soy idiota, era del Recreativo de Huelva. No me iba a arriesgar a que alguien dijera “sí, me fijé en que era un tipo con un pin de esos cabrones del Elche”. Y una camisa de manga larga, por fuera, que terminaba de ocultar el mango del cuchillo que, metido en una funda improvisada, había pegado a mi piel con cinta aislante. No se movía ni se notaba, se ajustaba a mi cadera como si hubiera nacido con él.
¿Un cuchillo?, pensé la primera vez. ¿No es demasiado arriesgado? ¿No sería mejor, tal y como nos enseña el cine y las novelas, empezar con armas que permitan actuar a distancia? Ciertamente, me respondí, pero conseguir un arma de fuego de forma anónima me iba a llevar más tiempo del que disponía, así que quedaba descartado. No tenía pensado servirme de él únicamente, no obstante, simplemente lo llevaba porque, bueno, me hacía sentir cómodo. Era el cuchillo con el que había matado por primera vez. Era fiable, su peso me reconfortaba y me recordaba porqué estaba donde estaba.
Me monté en el coche, bien vestido y bien armado. Arranqué el motor, puse algo de música y me dispuse a realizar mi viaje. Sin prisas, pero sin pararme demasiado. Llené el depósito pagando en efectivo, compré un bocadillo al mediodía y lo comí en un aparcamiento y no superé el límite de velocidad en ningún momento. De mi viaje de ida no quedaron rastros. Alice Cooper me decía por los altavoces que era un asesino y que RIP era una víctima por el simple hecho de estar vivo. Desperado, capaz de matar por un puñado de dólares, me sentía como uno de esos rudos personajes de los viejos Western, que se dirigen a la ciudad de ladrones y forajidos a imponer la ley.
Su ley.
Al llegar a Huelva dejé el coche en un parking del centro, uno de los antiguos, de los que no tienen cámara que fotografíe las matrículas de los coches. Aun quedaban horas para el concierto.
Entré a comer algo en una pizzería y al salir, decidí dar un paseo. Casi sin quererlo acabé en la calle en la que vivía la familia de Luz, y no puede evitar fijarme en su casa. Noté que las persianas estaban bajadas y la puerta cerrada, pero había un coche estacionado en su puerta. Sin duda, no les apetecía ni ver a nadie ni ser molestados. Entonces me di cuenta de lo estúpido que había sido al pasear por allí, porque algún periodista podría estar haciendo la ronda para intentar conseguir nuevas fotografías de los familiares, de esas en las que se ven las ojeras y las lágrimas pasadas, que siempre quedan bien en las páginas interiores de las revistas. Me marché de allí pensando que, al día siguiente, sin duda se podrían ver periodistas en su puerta pero que, con un poco de suerte, sus lágrimas, ese día, no serían tan abundantes.
Hice cola para comprar la entrada del concierto. Mientras esperaba a que se abrieran las puertas tuve tiempo para reflexionar, un poco tan sólo, en la casa en la que había vivido Luz. Me dije a mí mismo, me repetí varias veces, que mi labor no era aliviar el pesar de los familiares, ni debía pensar en ello como una consecuencia de mis actos. No estaba allí para hacer justicia, ni esperaba que nadie lo interpretara de ese modo. RIP tenía familiares que le querían, y que llorarían su muerte, y sus lágrimas serían tan sentidas y tan dolorosamente reales como las de cualquier otra persona. La venganza consiste en multiplicar el sufrimiento ajeno para mitigar el propio, y si bien eso es lo que yo esperaba conseguir, un poco de tranquilidad o de sentido a mis noches en vela, me negaba a contar con ningún razonamiento que explicara o justificara mis actos.
Yo era un criminal. Había juzgado y condenado a RIP sin importarme las leyes ni los sentimientos. Había sopesado cuidadosamente los pros y los contras, y el resultado no dejaba lugar a ninguna duda. A mí únicamente, a mí y a mi propia necesidad de sentirme vivo sin tener a Luz, a mí y a su ausencia, nos compensaba. Ya lo creo que nos compensaba.
Una vez que se abrieron las puertas me dirigí rápidamente a la barra y pedí una cerveza antes de que se llenara de gente y resultara imposible recordar una cara. Dejé a la camarera, una chica guapa y muy joven, una propina exagerada. No sé porqué lo hice, aun me estaba debatiendo entre la táctica de intentar pasar desapercibido y la de conseguir que alguien me situara en la ciudad por un motivo diferente del asesinato, si llegaba el caso en el que alguien me señalaba como sospechoso. Tomé la cerveza y me la bebí, dejando el vaso vacío antes de salir por una puerta de emergencia.
Pensé que nadie me había visto salir porque, tal y como esperaba, tampoco había grandes medidas de seguridad, pero me equivoqué, porque fue en ese momento, según pude confirmar más tarde, cuando alguien me marcó, me eligió como a un cachorrillo en una tienda, me reconoció y, de algún modo, supo lo que pensaba hacer. No tuve la menor oportunidad, pero ¿a quién quiero engañar? Tampoco estoy seguro de que fuera algo malo.
Pero no adelantemos acontecimientos. La cuestión es que, después de vagabundear un poco y de entrar en un par de bares para matar el tiempo (y para tener más o menos controlado el barrio), me dirigí a la casa de RIP. Si la información que había conseguido en la red era correcta, en la casa vivían la madre y tres de sus hijos, de los cuales mi objetivo era el mayor. Los otros dos eran unos adolescentes de apariencia algo simiesca, por lo que había podido ver en su Web. Chándal de marca, mismo corte de pelo, cadenas y anillos dorados, de los que relucen aunque no haya sol. La madre no debería encontrarse en casa, porque los sábados acudía a unas reuniones de la parroquia que a veces se alargaban hasta bien entrada la noche. En esas reuniones, los más pudientes entregaban comida, ropa y otros objetos para que después se repartieran entre los más necesitados. Se organizaban las actividades de la semana, como recepciones, subastas benéficas y cosas por el estilo. También se jugaba al bingo. Decían las malas lenguas que los más necesitados, si esperaban poder echar el guante a alguna de esas donaciones, más les valía acudir los sábados a la parroquia, comprar unos cartones y cantar al menos una línea.
Los adolescentes tampoco estarían en casa, porque ya habrían salido para echarse unas partidas a algún videojuego en casa de algún amigo. Por lo que contaban en su facebook, eran auténticos expertos en un par de juegos de fútbol y de conducción. Las consolas más caras, los últimos juegos. ¿De dónde coño sacaba esta gente el dinero? Era una pregunta recurrente. Su padre había fallecido hacía años, así que las fuentes de ingreso oficiales eran la pensión de viudedad y las demás ayudas estatales a las que conseguían meter mano. No daba para caprichos.
Vi salir a RIP. Iba acompañado por su novia, y me alegré de haber esperado para verles antes de que se perdieran en los bares y los callejones, porque así estaría seguro de quienes eran y, cuando llegara el momento, no habría posibilidad de equivocarme. Esos chicos me parecían todos iguales.
Volví a la zona del concierto. Paseé un rato, me tomé un café en un bar tranquilo y algo apartado. Hice tiempo, porque no quería dejarme caer por el barrio de RIP de nuevo hasta bien entrada la noche. No llegaba nunca a casa hasta después de las dos o las tres de la mañana, cuando empezaban a cerrar algunos bares.
El tiempo pasó muy rápido. Me acerqué de nuevo al barrio y me aposté cerca del portal, en una esquina desde la que apenas se me veía pero desde la que tenía una buena visión de las calles por las que RIP podía acercarse. Me acerqué y comprobé que la puerta se podía abrir desde el exterior y que no se había cerrado con llave. Volví a mi esquina y dejé caer en el suelo unas colillas de cigarrillos que había cogido en un bar, por si alguien decía haber visto a alguien allí parado un tiempo y tenían que buscar alguna prueba. Y entonces ocurrió.
Le vi acercarse por una calle estrecha, visiblemente borracho, con la camisa abierta y hablando por el móvil. Iba solo. Su madre y sus hermanos ya estarían de nuevo en casa, por lo que no podía volver con la novia, tal y como yo esperaba. Yo estaba mucho más cerca del portal que él, así que tuve tiempo para colarme dentro mientras RIP se despedía de la persona con la que hablaba por teléfono. Cuelga tú. No, tú. Jaja. Idiota. Me puse unos guantes de látex y esperé.
RIP colgó el último, porque para eso era el hombre. Para ganar. Así que se metió el móvil en el bolsillo, abrió la puerta del portal y entró. Pulsó el interruptor de la luz, pero no ocurrió nada. La bombilla se había aflojado, aunque él no tenía forma de saber que había ocurrido de forma intencionada. Cuando se dio la vuelta para subir por las escaleras, notó un dolor agudo en la espalda. Fue a gritar, pero entonces notó que algo le oprimía el cuello y no podía emitir sonido alguno. Como era una persona acostumbrada a la violencia, se dio cuenta pronto de que estaba siendo estrangulado, pero no sabía porqué se había quedado sin fuerzas tan pronto, porqué estaba tan indefenso. Sintió que era arrastrado hacia un lateral del portal, a través de una puerta que comunicaba con un patio interior por un pequeño pasillo. Quedó tumbado en el suelo, de medio lado, y volvió a notar un dolor en la espalda, mucho más agudo que el primero.
Entonces lo comprendió. Alguien le había apuñalado un segundo antes de oprimirle la traquea con una cuerda, impidiendo que pudiera gritar. Por eso se había quedado sin fuerzas. El no lo sabía, pero el cuchillo había tocado su columna. Ese hecho, unido al efecto del alcohol y a la adrenalina que corría por mis venas, había provocado que no tuviera la más mínima posibilidad. Sus ojos comenzaron a moverse inquietos y el miedo se apoderó de él. No podía moverse, le dolía el cuello y la espalda, se encontraba mareado y confundido, pero aun no era plenamente consciente de su situación, quizá porque no había pensado en su propia muerte tanto como en la ajena. Entonces vio el filo del cuchillo moverse ante sus ojos, y aunque tardó un instante en comprender, fue en ese momento, creo, en ese preciso instante, cuando se supo muerto. Lo último que vio fue una fotografía de Luz, no de la niña a quien había asesinado, sino de mi Luz, mi precioso, perdido y olvidado amanecer. Porque todas las muertes son la misma, igual que todas las desapariciones y todos los vacíos. Cuando algo se borra del mundo, el espacio que queda es siempre igual de triste, de inútil y carente de sentido. RIP no tenía forma de saber quién era la persona que aparecía en la fotografía, pero no tenía importancia, pues era, y siempre había sido, la causa de su propia destrucción.
Me quedé con él hasta que murió. Ahora sé que fue un error, que alguien nos podía haber visto, que alguien podía haber entrado en ese momento, pero no ocurrió. Fueron cinco minutos, quizá diez, los que tardó en desangrarse por el nuevo corte que le había practicado en el cuello. No podría decirlo con seguridad, pero de algo sí me quise asegurar: de que estaba muerto, bien muerto y sin posibilidad de equivocarme. Así que esperé hasta estar seguro.
Marché de allí sereno, tranquilo, con la confianza de quien ha hecho un buen trabajo, de quien se ha quitado un peso de encima, de quien ha hecho lo que debía hacer, sin tener en cuenta si era o no lo correcto. El tiempo transcurría despacio, la gente se movía a mi alrededor como figuras debajo del agua, con movimientos lentos y sinuosos. Llegué hasta el garaje en el que había aparcado mi coche, salí de la ciudad y conduje apenas sin parar durante toda la noche. Llegué a Madrid casi con las primeras luces. El día amanecía soleado, sereno y limpio. Era, sin duda alguna, un día mejor que el anterior.
Después de comprobar que no había dejado ninguna mancha en la tapicería del coche lo aparqué como cualquier otro día, entré en mi casa y me dejé caer sobre la cama sin desvestirme siquiera, sin quitarme la ropa, sin tirar los guantes de látex que había guardado en mi bolsillo y de los que aun no me había deshecho, sin quitarme la funda del cuchillo de la pierna. Todo eso tuvo que esperar hasta la tarde, casi diez horas después, cuando desperté después de haber dormido profundamente, sin sueños, tan tranquilo como un bebé o un inocente con la conciencia tranquila. Me di una ducha larga de agua caliente, y así me pude quitar la cinta aislante sin que me doliera demasiado. La tiré junto con los guantes, que previamente había lavado con lejía hasta dejarlos de nuevo impolutos. Puse una lavadora con toda mi ropa, me preparé unos sándwiches y encendí la televisión. Entonces me llevé la sorpresa.
Era noticia de portada. RIP, el presunto asesino de una niña de catorce años, que había sido puesto en libertad hacía pocos días, había aparecido muerto, apuñalado en el portal de su casa. También se habían encontrado los cuerpos sin vida de su novia y de uno de sus hermanos, que habían aparecido desnudos en una playa cercana. Al parecer, mientras mantenían relaciones sexuales, alguien se había acercado, les había dejado fuera de combate con un táser, una de esas pistolas eléctricas de defensa personal, y luego había acabado con sus vidas.
No decían de qué forma habían muerto, quizá porque la policía se guardaba algunos datos para poder filtrar las llamadas y las declaraciones que sin duda se iban a producir. Se dedicaron a especular acerca de los asesinos, y todos los medios de comunicación parecían estar de acuerdo en dos puntos: que una misma persona o personas los había matado a los tres, y que las drogas con las que trapicheaban los hermanos eran la causa del asesinato múltiple.
Por norma general no creo en las casualidades, pero en esta ocasión no tenía otra explicación. Pensé que, de una forma u otra, probablemente esos dos también estaban implicados en la muerte de Luz, por lo que tampoco le di mayor importancia. ¿La novia con uno de los hermanos? Era todo demasiado sórdido, demasiado estúpido. No quería mirar los foros que me habían facilitado la información sobre RIP, me parecía de mal gusto, pero la curiosidad pudo más que yo y comprobé que, en realidad, apenas se había prestado atención a la muerte de RIP.
Sólo hubo un mensaje que me llamó la atención. Quizá no le presté la suficiente, porque ahora que veo el puzzle completo me doy cuenta de lo evidente que resulta el cuadro y de las piezas que entonces no supe encajar.
Sin responder a nadie en concreto, publicado en primera página justo después del link de la noticia en un foro público, el mensaje simplemente decía “ya somos dos”. Y seguía el enlace a una canción.
La canción era Why Can’t I Be You. The Cure usaba el ritmo de los 80 para decir que todo lo que haces me parece irresistible.
“Ya somos dos”. Pensé que lo escribía alguien que se alegraba de la muerte de RIP, y también se me pasó por la cabeza que podía haberlo escrito la persona que acabó con la vida del hermano y la novia, pero eso implicaba demasiadas conexiones, demasiadas casualidades, y lo descarté. Me equivoqué, por supuesto.
Escuchaba la canción, moviendo los pies al ritmo de la música, y mientras Robert Smith cantaba que me haces sentir hambriento, hambriento de nuevo, pensé que era demasiado pronto para tener un imitador, para que alguien pudiera estar interesado en lo que yo hacía y, sobre todo, en los motivos por los que lo hacía.
¿Por qué no puedo ser como tú?
De un modo u otro, lo importante es que me sentí en paz conmigo y con Luz. Así duermen las personas con fe, aquellas que viven convencidas de que cada uno de sus actos obedece a un plan superior. Qué placentero, qué cómodo, qué maravillosamente sencillas resultan sus vidas. Así era la mía años atrás, cuando pensaba que el mundo tenía sentido.
Pasaron los días. Miraba las noticias, pero no decían nada nuevo. Miraba los foros, pero no encontraba más mensajes que me llamaran la atención. Dormía sin sueños y me levantaba con los ojos húmedos, pero la cabeza había dejado de dolerme y podía salir a la calle, y relacionarme con la gente de mi trabajo y con mis vecinos como si fuera una persona normal, decente y honesta.
Porque era honesto, por dios que lo era. Luz me sonreía desde el otro lado del espejo, y eso me traía la paz. Procuraba no prestar demasiada atención a las noticias porque cada vez que leía o escuchaba acerca de un asesinato, o una violación, o un abuso tan desproporcionado y sin sentido como sólo parecen darse entre las sociedades de los hombres, sentina un calor en mi interior, como un fuego en el pecho de pura rabia y desprecio.
Comencé a canalizar esa rabia. Cuando sentía algo que me enojaba hasta ese punto en el que parecía que iba a perder el control, me obligaba a mí mismo a esperar. Tranquilo, Víctor, porque pronto podrás hacer algo. Y así me iba apaciguando, día tras día, convencido de que, antes o después, me vería obligado a actuar de nuevo.
La trama me ha parecido estupenda, pero el desarrollo un pelín lento.
ResponderEliminarMe ha gustado bastante el toque final, dan ganas de ver qué pasa y eso siempre esta bien.