Si eres uno de los que, estos días, me has dicho que esta historia te está gustando, de verdad, muchas gracias. Recuerda que voy haciendo cambios y que ésta es una versión "sin retocar", ya que la voy subiendo al blog pero aún no la tengo terminada del todo. ¡Eh, acepto sugerencias! Pero has de saber que todos sabemos cómo termina la historia.
Menos tú.
No queda demasiado. Creo.
—¿Tú qué crees que hay, Devan?
Devan se encogió de hombros. Habían terminado de comer, estaban disfrutando de un café, y a él le había parecido un momento excelente para hablar de temas trascendentales.
—La verdad es que no tengo nada claro, y ahora menos que nunca. Supongo que quiero seguir siendo consciente de mí mismo después de mi muerte, pero tampoco estoy muy seguro. Quizá sea mejor morir y desaparecer para siempre. Para descansar.
—Sí que te has puesto dramático —respondió ella—. Pero en realidad yo tampoco puedo decirte gran cosa. Sé que hay algo más allá, porque... algunos mantienen su individualidad a pesar de no pertenecer a la vida. Puedes tener conciencia de tí mismo aunque hayas muerto, aunque no sé por qué muchos no lo hacen. En realidad no conozco a ninguno.
—Es decir, que no lo sabes —a Devan no se le había escapado el titubeo de Dailyn—, porque si no conoces a ningún ser humano que haya muerto y haya conservado su espíritu, no puedes saber si es posible hacerlo.
En esa ocasión fue Dailyn la que se encogió de hombros, con un gesto entre “no tiene la menor importancia” y “aunque la tuviera a mí no me importaría”.
—¿Sabes lo que te digo? —continuó él—. Que me voy a echar una siesta. ¿Tienes algún plan para luego? ¿Alguien a quien visitar?
—Pues en realidad no. Algunas de las personas a las que busco no llegarán a la ciudad hasta dentro de unos días, y a otras aún no las he encontrado.
—Eso me viene bien, me quieren operar lo antes posible, así que tengo un calendario algo ajetreado y me ingresarán dentro de poco. ¿Cuento contigo?
Dailyn sonrió como respuesta. No necesitaba decir nada porque sabía que Devan, por primera vez, había mostrado confianza en ella, en su presencia y en que cuidaría a Sopa.
La gata maulló desde su rincón de la cocina. Realmente se llevaban bien.
Por la tarde, Devan pasó un par de horas encerrado con sus libros. Luego vieron una película juntos, La Princesa Prometida, que Dailyn nunca había visto y que él se sabía casi de memoria. Se pasaron el resto del día bromeando y respondiendo “como desees” cada vez que uno le pedía algo al otro. Hacía meses que Devan no se reía tanto.
El tiempo siguió acelerándose. Por las mañanas le hacían pruebas y análisis en el hospital. Devan había conseguido que no lo ingresaran hasta justo antes de la operación, amparándose en que vivía sólo y tenía asuntos que resolver. Por las tardes daban paseos por la ciudad sin un rumbo fijo ni visitar a nadie. Por las noches veían una película juntos. A veces eran comedias y a veces dramas, pero siempre acababan bromeando sobre lo que venían y riendo como locos. Dailyn tenía una facultad especial para encontrar el lado bueno de las cosas y, sobre todo, para no dramatizar. “Nunca deberíamos sentirnos tristes”, decía, “porque la Tierra sigue viajando y girando alrededor del sol hagamos lo que hagamos y pase lo que pase, y la existencia del mundo ya es un motivo para ser feliz”. Devan no lo tenía tan claro, pero la escuchaba porque el punto de vista de ella era mucho más amplio que el suyo.
El miércoles por la mañana, Devan se afeitó la cabeza. Se quedó un rato mirándose frente al espejo, asimilando su nueva imagen y haciendo una lista de personajes de ficción con los que compartía peinado, desde Kojac hasta Jean Luc Picard. No se sintió cómodo hasta que se imaginó a sí mismo como John McClane, el protagonista de La Jungla de Cristal. “Yipi ka yei, hijo de puta!”, le gritó a su tumor.
Esa misma tarde ingresó en el hospital. Le operarían el viernes a primera hora. La habitación en la que le ingresaron era acogedora, con vistas a un jardín interior. Dailyn fue a visitarle y pasó con él la mañana del jueves. Aunque hablaron de muchas cosas, él no mencionó que existía la posibilidad de que no volvieran a verse después de la operación. Ella no decía nada. Era una diosa prudente.
Por la tarde, la segunda cama de la habitación, que hasta entonces había estado vacía, fue ocupada por un hombre mayor al que también debían operar de un tumor. Hablaron sobre sus enfermedades, sus posibilidades y las alternativas que les habían dado a cada uno, y Devan se dio cuenta de que su forma de enfrentarse a su caso, un tumor inoperable que había reducido su esperanza de vida a menos de un año, tranquilizaba a su nuevo compañero. Repetía con él lo que había hablado con Néstor y con Dailyn, y comprobó que el hombre reflexionaba después de un rato de conversación y luego le hacía preguntas cada vez más específicas, con más curiosidad y menos temor. Se sintió orgulloso de sí mismo, porque algo había cambiado en su forma de ver al tumor en los últimos días, y sólo al hablarlo con otro enfermo se había dado cuenta de hasta qué punto el cambio era profundo.
La noche antes de la operación la pasó en vela. Dailyn no se quedó con él, y él no la preguntó el porqué. Como no conseguía dormir se dedicó a dar vueltas en la cama mientras pensaba. No sabía muy bien lo que quería que ocurriera al día siguiente, pero las alternativas no eran buenas. Podían operarle, que saliera todo bien y redujeran la presión y el alcance del tumor en su cerebro. En ese caso, si realmente no era más que el producto de su mente enferma, Dailyn quizá también desaparecería de su vida.
Si la operación salía mal y no conseguían nada, Dailyn no desaparecería, fuera real o no. Se preguntó por última vez si el riesgo merecía la pena, porque los últimos días que había pasado en su compañía habían sido los más felices de los últimos años.
Cuando amaneció, una enfermera le dio una bata limpia y, en un gesto de amabilidad que no había esperado, le limpió las manchas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas, y le acarició suavemente el brazo mientras susurraba unas palabras de aliento. Después se quedó con él mientras recogía sus cosas. Devan pensó que era agradable que la última persona que se ocupaba de ti mostrara una cierta cortesía. El equipo del quirófano haría su trabajo lo mejor posible, no lo dudaba, pero esa enfermera se había molestado en hacerle sentir mejor, dedicando un tiempo que sin duda la obligaría a acelerar el ritmo el resto de la jornada. Ese tipo de detalles son los que hacían que prestara atención al optimismo de Dailyn. Quizá el hecho de que el mundo exista ya sea un motivo para ser feliz.
Le llevaron en la camilla a través de medio hospital por ascensores y pasillos. En el descansillo que había antes de entrar en el área reservada de los quirófanos se encontró a Dailyn. No le dijo nada, se limitó a agarrarle la mano con fuerza y a asentir ligeramente con la cabeza. La enfermera se volvió un segundo para abrir las puertas y, en ese instante eterno, Dailyn dio un beso a Devan en los labios, suave y silencioso. No se sorprendió. Pero en ese instante, ni un segundo antes, Devan se dio cuenta de que prefería morir antes que vivir de nuevo sin ella. Y también supo que no necesitaba la operación para estar completa y totalmente seguro de que ella era tan real como él mismo, como su enfermedad, como la vida que había vivido hasta ese momento y como el sol que alumbraba el cielo cada mañana.
El anestesista se sorprendió, pero no dijo nada, de atender a un paciente que, antes de una operación delicada, sonreía con una alegría tan sincera.
No hubo sueños ni visiones. Devan esperaba tener algún tipo de ensoñación profunda durante la operación, pero la anestesia no deja lugar a la fantasía. No soñó: simplemente quedó inconsciente.
Cuando despertó, pensó al instante que la operación no había salido todo lo bien que esperaban. Fue una sensación que no estaba fundada en ningún hecho. Simplemente lo intuía, más por pesimismo que por tener algún indicio.
Por otra parte, él creía que se encontraba despierto y plenamente consciente cuando no era así ni mucho menos. Desde que el anestesista lo reanimó hasta que llegó a la REA en la que permanecería ingresado un día entero, Devan le tiró los trastos a dos mujeres y a un hombre al que sólo vio de espaldas pero que tenía un trasero firme y redondeado, se intentó levantar un par de veces sin conseguir moverse apenas, pidió a gritos un bocadillo porque lo estaban matando de hambre, y le dio las gracias por haber realizado la operación a un extintor. El equipo de quirófano estaba acostumbrado a esas reacciones y se lo tomaron todo con una profesionalidad excepcional, excepto el anestesista que, más tarde en una sala del personal, discutió un buen rato con sus compañeros acerca de si tenía culo de mujer.
En la sala de reanimación se recuperó con rapidez. En operaciones como la suya era importante observar las reacciones mentales del paciente para asegurarse de que no había daños inesperados. Pidió un libro para entretenerse (que no le facilitaron) y mantuvo un par de conversaciones interesantes con su cirujano, y comprobaron que las facultades mentales no se encontraban dañadas.
El tumor, eso sí, había ganado la batalla.
—Verás —le dijeron al día siguiente, cuando le trasladaron de nuevo a su habitación—, el tumor se encuentra más extendido de lo previsto. Hemos podido llegar hasta él, pero no esperábamos tantas ramificaciones. De todos modos hemos eliminado una parte de tejido enfermo, por lo que tus habilidades motoras y tus reflejos deberían seguir funcionando bien un tiempo.
—¿Ha aumentado mi esperanza de vida entonces?
—No sabría decirte. Lo siento.
—Teniendo en cuenta lo que se suelen ustedes curar en salud, eso se podría interpretar como un “quizá sí” —dijo Devan, acostumbrado ya a la forma de dar malas noticias de los médicos.
—No quiero darte falsas esperanzas. Creo que con el tejido eliminado tendrás una vida más plena y cómoda, pero no sé si más larga.
“Me gusta la sinceridad de los médicos”, pensó. “Ellos al menos no se compadecen de ti”.
—Esa es la mejor noticia que me podían dar, doctor. No esperaba salir del quirófano curado, pero que haya aumentado mi posibilidad de vivir mejor el tiempo que me quede es para mí una gran victoria, se lo aseguro. No sabe cuanto se lo agradezco. ¿Puedo darle un beso? Porque dinero es más complicado, deberían instalar cajeros en las habitaciones.
El médico rió con naturalidad. Estaba acostumbrado a dar malas noticias y había visto reacciones de todo tipo, pero las palabras de Devan le habían hecho sentirse orgulloso de su trabajo, y eso no ocurría muy a menudo.
“Vivir mejor el tiempo que me quede”. Le gustaba esa forma de reaccionar frente al cáncer tan poco habitual. Muchos pacientes pensaban de ese modo cuando los desahuciaban, cuando no les quedaba sino morir, pero en personas que salían del quirófano no era tan común.
Devan charló durante un rato con su compañero de habitación, que había salido de su operación prácticamente limpio, y los dos acabaron riéndose de las tonterías que, según contaban, habían dicho nada más despertar.
Cuando, por la tarde, vio a Dailyn entrar en la habitación, el corazón se le aceleró, hizo un intento torpe de levantarse que le costó un mareo considerable, y cuando ella llegó a su lado la abrazó como si fuera una balsa y él un náufrago perdido en alta mar.
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