Gracias por tu paciencia.
Llevo un tiempo dándole vueltas a la historia, pensando "esta entrada no es buena" o "esta parte debería contarla de otro modo", y me he dado cuenta de que he perdido la intención con la que comencé a escribirla.
Quería desahogarme. Quería escribir algo rápido, ágil, sin darle muchas vueltas y dejándome llevar. Cuando lo termine ya tendré tiempo de revisarlo todo y de pulirlo, pero de momento, lo que tengo que hacer es continuar.
Y eso estoy haciendo. Esta misma semana colgaré otra entrada. Ya que a Devan le queda poco tiempo, lo menos que puedo hacer es escribir sobre él lo más rápido que pueda.
Al
día siguiente, Devan se levantó con el maullido de Sopa en la
puerta de la cocina. Se dirigió hasta allí, arrastrando los pies y
con una ligera sensación de opresión en la cabeza. Abrió el
frigorífico, bebió un largo trago de agua muy fría que hizo que la
cabeza le doliera aún más, y dio una loncha entera de jamón cocido
a la gata, que ya empezaba a mostrar su impaciencia.
El
salón estaba vacío. Devan se quedó de pie, en la puerta, mirando
el sofá. Sobre el cabecero reposaba, bien doblada, la manta con la
que se tapaba la niña por las noches. La mesa se encontraba recogida
y limpia, los cedés de música en sus cajas y el suelo barrido.
Dailyn había limpiado la noche anterior, antes de irse con Zazu.
Se
preguntó dónde se encontraría. Si había aprendido algo de ella en
los días que habían pasado juntos, habría dormido en casa de
alguno de sus amigos, posiblemente con Néstor y Andros, aunque le
daba la sensación de que Néstor y Zazu no se llevarían muy bien.
Entre los dos tenían un ego que no cabía en una única habitación.
A
pesar de que era algo parecido a una diosa, y de que Zazu tampoco era
un ser humano, sabía que había leyes que ni siquiera ellos podían
esquivar. Tenían un cuerpo humano al que vestir, alimentar y cuidar,
y de un modo u otro no podían desentenderse de esa obligación. El
cuerpo les permitía pasear por el mundo y hablar con las personas,
saborear un buen vino y disfrutar del calor del sol sobre la piel,
pero a cambio pasaban frío por las noches, se despertaban con hambre
por las mañanas y sentían miedo de la oscuridad.
Devan
se dio cuenta de que sabía mucho sobre cómo funcionaba el mundo con
ellos dentro, mucho más que la mayoría de la gente, incluidos
físicos, filósofos y teólogos. También se dio cuenta de que no le
importaba demasiado, de que el vacío del sofá era mucho mayor que
el de la ignorancia. De no haber querido saber, quizá habría podido
disfrutar más tiempo de la compañía de Dailyn. El conocimiento,
sin embargo, no tiene marcha atrás.
—La
ignorancia —dijo en voz alta imitando la voz de Cifra,
el traidor de Matrix—,
es
la felicidad.
Nunca
le había prestado demasiada atención a esa frase. De haberlo hecho,
probablemente no habría querido hacerse los análisis que le dieron
la mala noticia y el cáncer ya lo habría matado.
Por
la tarde se hizo un análisis de sangre y le dieron cita para su
primera sesión de quimioterapia.
Se
ajustó al ritmo de vivir solo de nuevo. Se acostaba y se levantaba
más tarde, comía peor, ya que le apetecía menos cocinar, y perdía
el tiempo viendo viejas comedias en la tele que no le hacían reír.
La casa, eso sí, siempre se encontraba limpia y recogida. La razón
bailaba entre que Dailyn podía aparecer de nuevo y quería
demostrarla que podía cuidar de sí mismo, y que en cualquier
momento el tumor podía atacar una zona vital de su cerebro. Si
perdía de forma repentina la facultad de manejarse por sí mismo, no
lo encontrarían tirado entre basura y suciedad.
Acudió
a la primera sesión de quimio algo nervioso. “¿Me dolerá?” era
la pregunta que se hacían todos la primera vez. No importaba lo que
dijeran los médicos o los demás pacientes, había que pasar por
ello. Se tumbó en una cama bastante cómoda, le cogieron una vía y
le colocaron un goteo. Estuvo allí tumbado casi dos horas, leyendo
una revista, aburrido casi, mientras comprobaba que, efectivamente,
no le dolía nada, y que en realidad no era para tanto.
—Puede
que esta tarde o mañana tengas náuseas —le había dicho el
médico—, pero no serán muy fuertes, los efectos secundarios en
las primeras sesiones no se notan tanto.
—Hay
gente que lo pasa muy mal desde la primera sesión, ¿no? —había
respondido él, nada convencido.
—Cada
paciente es diferente, y las dosis y los tratamientos también son
específicos en cada sesión, así que no te fíes de las
experiencias de los demás. Ya me contarás dentro de tres semanas.
Salió
de allí andando, algo mareado pero contento. “Esta es la famosa
quimioterapia”, pensaba cuando volvía hacia su casa, “pues la
primera sesión no ha sido para tanto”. Sin embargo, por la tarde
aparecieron las náuseas y no pudo retener nada en el estómago. Pasó
el resto del día mareado en el sofá y vomitando en el baño. La
noche no fue mucho mejor.
Al
día siguiente se levantó cansado, pero con apetito y con el
estómago asentado. Comió algo ligero y salió a pasear para que le
diera el aire. Echaba de menos la compañía de Dailyn, pero no
sentía la necesidad de hablar con nadie. Incluso había pensado
acudir a algún grupo de ayuda, de los que prestan atención
psicológica a enfermos terminales, y decirles “Fijaos en mí, voy
a morir dentro de poco y sé que no es importante excepto para unas
pocas personas. Vuestra vida continuará, igual que cuando vosotros
muráis, la vida del resto del mundo seguirá su curso”. Por alguna
razón le parecía una idea alentadora. “Siempre amanece”, solía
decir Dailyn cuando él se ponía pesimista. Se prometió que, cuando
acudiera a la segunda sesión de quimio, se acercaría a hablar con
alguien. Porque Dailyn había marchado, pero la vida seguía.
Comió
en su casa, por si acaso volvían a marearse. Realizó algunas
consultas por internet y llamó a un amigo al que hacía años que no
veía. Cuando se acostó esa noche, se sintió orgulloso de las
decisiones que estaba tomando.
Se
levantó descansado, fuerte y animado. Nada
más vestirse, se acercó hasta la estación de autobuses y sacó un
billete de ida y vuelta a la ciudad que lo había visto crecer, donde
vivía el único de sus amigos del pasado al que le quería contar su
experiencia con Dailyn. Desayunó leyendo el periódico, para hacer
tiempo, y vomitó hasta el vaso de agua que había bebido nada más
levantarse. Ya empezaba a acostumbrarse a vivir con nauseas. “Esto
es como un embarazo”, había bromeado en la fiesta de su casa con
los vecinos, “tengo un montón de células que se reproducen de
forma incontrolada, y dentro de unos meses mi vida cambiará para
siempre”. En su momento le había parecido gracioso, pero estaba
empezando a sospechar que su malestar no estaba producido únicamente
por la quimio. El tumor seguía creciendo.
Se
lo tomó con resignación, porque no tenía otra opción. Se limpió
bien, se enjuagó la boca con un elixir para quitarse el mal sabor, y
se relajó en el autobús con un libro que había empezado la noche
anterior, Sivainvi,
que narraba la historia de un hombre convencido de que había
contactado con una entidad divina. La lectura exigía toda su
atención y le obligaba a centrarse y a no divagar. El tiempo pasó
volando.
El
autobús llegó a su destino más tarde de lo previsto. Se había
citado en la única cafetería de la estación. Nada más cruzar la
puerta, vio a su amigo, de espaldas, sentado en una mesa junto a una
ventana. Miraba a través de ella, sin ver, como si al otro lado, en
vez de una ruidosa terminal repleta de vehículos y gente, hubiera un
prado con vacas pastando.
—Hola,
Salem —le dijo al acercarse.
—¿Pero
qué...?
—Nadie
te llamaba así desde hace mucho tiempo, ¿verdad? Llámame Devan,
últimamente todo el mundo lo hace así y le voy cogiendo el gusto.
Salem,
que obviamente no estaba acostumbrado a ese apodo de su adolescencia,
se levantó despacio y, aunque se veía que tampoco estaba
acostumbrado a hacerlo, le dio un abrazo a Devan.
—Tío,
no sabes cuánto lo siento, lo siento muchísimo, joder.
—Bueno,
ahora ya lo sé —respondió él con una sonrisa—. Pero no lo
sientas por mí, que no me gusta. Cuando te cuente todo lo que te
tengo que contar, ni te acordarás de mi cáncer.
Se
sentaron, Devan pidió una infusión y algo suave de comer, y durante
dos horas estuvo hablando sin que Salem le interrumpiera ni una sola
vez. Le habló de Dailyn, de sus amigos, de Zazu y de la historia que
éste le había contado. También le habló de sus miedos, de sus
decisiones y de su esperanza de vida. Cuando terminó, se sintió
como si se hubiera quitado de encima un peso enorme, aunque no sabía
bien si por haber compartido la historia de Dailyn o la de su
enfermedad. Aceptar y compartir las dos experiencias era algo a lo
que tenía que enfrentarse antes o después, y se alegraba de haberlo
hecho de una sola vez. “Ya es oficial”, pensó. “Dailyn me ha
visitado y voy a morir”. Entonces, y sólo entonces, se dio cuenta
de que por la cara de su amigo resbalaba una lágrima.
—Estás
llorando —dijo.
—¿Tú
no lo harías? Me dices que Dailyn era real, que lo sigue siendo, y
que te vas a morir —respondió él. Y comenzó a hablar, a contar
su historia y todo lo que le había ocurrido desde que habían
perdido contacto.
Su
vida no había sido placentera. Se había casado y se había
divorciado. Vivía de alquiler en un piso pequeño mientras
contribuía al mantenimiento de una hija a la que apenas veía.
—No
te confundas, Devan —aclaró—. No es el típico lamento de
divorciado, adoro a mi exmujer y a mi niña, y si no la veo más es
por falta de tiempo, no porque su madre se niegue a que pasemos más
tiempo juntos. Ella se ha vuelto a casar y su marido es un buen tipo,
que las quiere a las dos y que las trata bien. Simplemente no
funcionó, igual que no me ha funcionado nunca. No sé qué es lo que
espero de una relación pero no lo encuentro, me encierro en mí
mismo y la gente acaba cansándose de mí, y a veces creo que voy a
vivir siempre solo, ¿comprendes?
—Claro
que te comprendo. Quieres una relación que le dé sentido a tu vida.
Buscas dioses y sólo encuentras personas. Esperas respuestas y sólo
encuentras más preguntas. Yo no he sido capaz de ser feliz, feliz de
verdad, hasta hace muy poco. Pero, ¿sabes una cosa? No ha sido
Dailyn quien me ha traído la felicidad. Ha sido el cáncer.
—¿Perdón?
—Es
una cuestión de aceptación, Salem. Ser consciente de que voy a
morir, de que el mundo va a seguir girando cuando yo me vaya, de que
Dailyn seguirá existiendo independientemente de que lo haga yo...
Para Daylin yo ya estaba muerto, ¿no lo entiendes? Ella ve el tiempo
desde fuera. Yo siempre estaré vivo en este momento, y ya he muerto
hace mucho si me observas desde el futuro. Todos estamos ya muertos y
el mundo sigue existiendo, igual que existía antes de que
naciéramos. ¿Ves a dónde quiero llegar?
—Si
me vas a decir que te has hecho de una secta —dijo Salem con una
sonrisa—, no quiero saber nada.
—No,
coño. Lo que quiero decirte es que voy a morir y que el tiempo que
he pasado con Dailyn me ha hecho valorar la importancia de la vida,
la que tiene, ni más ni menos. ¿Por qué se ha presentado frente a
mí y no frente a ninguno de vosotros?
—¿Porque
estás como una cabra?
—Porque
yo nunca quise matar a nadie para demostrar mi amor por ella. Porque
ella es vida y es necesaria, igual que Eliah es muerte y es
necesario. Y yo soy el único que podía comprenderlo.
Salem
guardó silencio mientras pensaba.
—Yo
la amaba tanto como tú —le dijo a Devan—, tanto como todos los
demás.
—Lo
sé, Salem, pero la amabas tanto que estabas dispuesto a morir y a
matar por ella, y eso nos alejaba de sus misma esencia. Dailyn no se
mostró ante mí hasta que no acepté que iba a morir en breve. Creo
que buscaba alguien que no la tomara demasiado en serio, que se
limitara a aceptarla como lo que es, con sus virtudes y sus defectos.
Si valoras la vida más de lo necesario, acabas haciendo cosas que no
debes por conservarla.
Guardaron
silencio durante un largo rato. Devan pidió dos cervezas (una sin
alcohol), y cuando se las trajeron propuso un brindis.
—Por
Dailyn, y por todo lo que nos hace sentir.
—Por
Dailyn y por nosotros, joder —respondió Salem —. Hablamos de la
diosa de la vida y la creación, tan mal no lo hicimos si llegamos a
conocerla. Aunque fuera en sueños.
Devan
sonrió. Le gustaba esa actitud. Pero por dentro, en lo más
profundo, sabía que su amigo no comprendía lo que le estaba
contando. Ella no se rodeaba de gente que se resistía a morir, sino
de gente que aceptaba su mortalidad. “Hasta que no vayas a morir,
Salem”, pensó, “no conocerás a Dailyn, y eso si tienes suerte”.
Pero no le dijo nada.
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