—La
vida a veces hace un esfuerzo por volverse interesante. Pero siempre
lo hace tarde, la muy perra.
Devan
escuchaba atentamente a su compañero durante la segunda sesión de
quimioterapia. Le había llamado la atención la cicatriz tan
llamativa que le cruzaba el rostro, y le había preguntado por ella.
No dudó en hacerlo porque, a esas alturas, todo lo que no aprendiera
en el momento tenía muchas posibilidades de no aprenderlo nunca.
—Tuve
una pelea en un bar. No soy un broncas, no te creas, no me había
peleado desde que era joven, y de eso ya hace algún tiempo, pero...
Mira, es la tercera vez que me dan quimio, ¿sabes?, y no lo llevo
nada bien. No me refiero a la tercera sesión, sino al tercer
tratamiento, y no sé si esta vez lo terminaré porque cada vez me
sienta peor. Me queda poco. Yo lo sé, los médicos lo saben, y mi
familia lo sabe. Pero todos me tratan como si fuera un inútil, un
viejo estúpido que no se entera de nada.
—Podía
ser peor, ¿no? Podían tenerte lástima.
El
viejo se rió con ganas, pero la risa se convirtió en un ataque de
tos.
—Tienes...
razón, chaval, tienes razón—prosiguió el desconocido cuando
recuperó el habla—. No hay cosa que más me joda que alguien
dándome el pésame como si ya estuviera muerto.
Devan
asintió con complicidad. La hija de su compañero entró la
habitación, que consistía en una cabina abierta con dos camas y dos
sillas que permanecían vacías.
—Papá,
por favor. Que estamos con José María, no digas palabrotas que ya
sabes que luego se queda con todas.
El
viejo hizo un gesto con la mano, a medio camino entre “sí, vale,
no volveré a hacerlo” y “anda y que te jodan”.
—La
imbécil de mi hija y su nieto —dijo cuando salió de nuevo—. Le
protege mucho al niño, ya lo ves. No puede dejar que me vea aquí
dentro por si se traumatiza, pero le trae al hospital porque no le
quiere dejar solo en casa. Está criando a un meapilas, a ese se lo
comen en el colegio con patatas.
Devan
pasó un rato entretenido, a veces riéndose a carcajadas, escuchando
algunas anécdotas de su compañero y de su hija, con la que no tenía
buena relación desde que se casó con un tipo refinado y bien
vestido.
—Un
maricón conservador, ya sabes. De esos cabrones que siempre han
vivido bien a costa de los demás. De putas los sábados y a misa los
domingos. Y en el fondo suspirando por llevar bragas y una falda.
Desde
el pasillo, como la cabina era abierta, se escuchaba con total
claridad la conversación.
—Así
que aquí me tienes, muriéndome de cáncer mientras mi familia
espera fuera a ver si la palmo y heredan de una puta vez —el hombre
bajó la voz antes de seguir—. Ya verás la sorpresa que se van a
llevar cuando vean que me lo he fundido todo y que he hipotecado mi
casa.
—¿Y
eso? ¿Tenías mucho dinero?
—Tampoco
era millonario, pero trabajé duro y tuve mucha suerte. Le di una
buena vida a mi esposa, que en paz descanse, y sacamos adelante a dos
buenas hijas. Lástima que una de ellas nos salió repollo, es ésa
que espera ahí fuera. Dio el braguetazo con un imbécil y no ha
trabajado en su vida. Ahora las cosas le van mal a su marido y espera
a que su viejo le resuelva la vida cuando muera. Pero su viejo se lo
ha gastado todo. Llevo años viviendo en una residencia porque me
negaba a ser una carga para nadie. Me lo podía permitir, ¿no? Así
que hipotequé mi piso, que está alquilado, y vivo como un marqués
rodeado de enfermeras bonitas que me atienden cuando tengo un mal
día.
—¿Y
tu nieto? ¿No le dejas nada a él?
—Le
dejo mi carácter, que lo habrá heredado si tiene suerte. Le hará
falta si, además de eso, también le he legado mi propensión al
cáncer.
Devan
guardó silencio mientras el viejo se pegaba con sus sentimientos.
Era un hombre duro. La enfermedad le había adelgazado, pero se
notaba fuerza y nervio en sus brazos, que se tensaban
involuntariamente cuando hablaba de su hija.
“Todos
tenemos nuestros demonios”, pensó Devan. Y se permitió desvariar
un poco, mientras su compañero seguía perdido en sus pensamientos.
DEMONIOS
QUE NOS ACECHAN CUANDO ENVEJECEMOS (O CUANDO VAMOS A MORIR)
—La
familia.
—Los
amigos.
—La
religión.: Cuando la muerte nos ronda, creer que hay algo después
de la vida supone la diferencia entre tener miedo y no tenerlo.
Ese
hombre no tenía fe. Tampoco sentía miedo, pero no había necesitado
de la ayuda de los dioses para conseguirlo. Devan sintió una
repentina admiración por él.
Su
tratamiento era muy agresivo y las sesiones más largas, por lo que
el viejo terminó antes que él. Cuando estaba recogiendo sus cosas,
Devan, que seguía tumbado en la cama con dos bolsas de medicinas
vaciándose en su cuerpo, sintió que se le estaba escapando una
información importante.
—Perdona,
pero no puedes irte sin contarme toda la historia —dijo.
—¿A
qué te refieres?
—Me
has dicho que tuviste una pelea en un bar, pero no por qué te
peleaste.
El
viejo mostró una sonrisa torcida, de esas que lucen las personas que
han pillado la ironía a la vida.
—Has
estado atento, chaval. Me metí en una pelea para defender a una
mujer. Qué típico, ¿verdad? Un chico la estaba incomodando, y le
dije que la dejara en paz. No lo hizo, me puse en medio y me abrió
la cabeza con una botella.
—Vaya
—respondió Devan—. Espero que al menos sirviera de algo.
—Eso
creo, vi a la chica salir corriendo antes de desmayarme, así que al
menos la conseguí algo de tiempo... Bueno, chaval, un placer
conocerte.
—¿Y
el tipo? —dijo Devan, repentinamente intranquilo—¿Le hiciste
algo?
—No
lo sé, pero creo que me enteraré ahora. Ya te contaré, si nos
volvemos a encontrar.
El
hombre le saludó con la mano, cuando se encontraba ya de espaldas y
saliendo de la cabina. Devan le devolvió el saludo silencioso, sin
caer en la cuenta de que no podía verle.
Entonces
tuvo un instante de claridad. Por un momento vio desde fuera el
cuadro del que formaba parte, como si se hubiera elevado una
dimensión y pudiera ver todo lo que estaba ocurriendo a su
alrededor. Se levantó corriendo, agarró las bolsas de suero y el
tratamiento y salió al pasillo.
—¡Eh!
—gritó—. ¡Espera un segundo!
El
viejo estaba hablando con dos hombres trajeados que Devan no había
visto hasta ese momento. Cuando se volvió llevaba puestas unas
esposas, y los hombres le sujetaban ligeramente por los codos.
—No
alces la voz, chico, que estás en un hospital. ¿Qué es lo que
quieres?
—El
tipo con el que te pegaste, ¿qué estaba haciendo exactamente?
—Discutía
con una chica. La había confundido con otra persona y se puso
violento al ver que se había equivocado. Debía estar buscando a su
novia, o a su hermana, o algo parecido.
—¿Sabes
cómo se llama? ¿Dónde está ahora?
—Dijo
que se llamaba Eliah. Dicen que sigue vivo por poco, así que ahora
estos señores tienen que decidir si soy un peligro para estar
suelto.
El
hombre se dio la vuelta, custodiado firmemente por los dos policías
de paisano. Devan comprendió por qué se encontraba allí su hija
con su nieto: Quizá era la última vez que podían verlo fuera de la
cárcel, o al menos andando por su propio pie. Si lo soltaban, sería
cuando el cáncer lo tuviera acorralado.
—¡Viejo!
—gritó de nuevo—. ¡Hiciste lo correcto, así que no te
preocupes y muere tranquilo!
El
viejo se rio con ganas, pero un médico le llamó la atención y
varias personas le miraron con asombro y un profundo desprecio.
Devan
se dio cuenta de que su nuevo amigo se reía sin toser. “Que me
desprecie el mundo entero”, pensó. “Me quedo con la risa de este
hombre”.
Acabo de leer lo último de Devan y el viejo.
ResponderEliminarMe he gustado mucho. Abrazos Cruz Vázquez