miércoles, 19 de octubre de 2011

Los que se resisten a morir (decimotercera entrada)


La vida a veces hace un esfuerzo por volverse interesante. Pero siempre lo hace tarde, la muy perra.

Devan escuchaba atentamente a su compañero durante la segunda sesión de quimioterapia. Le había llamado la atención la cicatriz tan llamativa que le cruzaba el rostro, y le había preguntado por ella. No dudó en hacerlo porque, a esas alturas, todo lo que no aprendiera en el momento tenía muchas posibilidades de no aprenderlo nunca.

Tuve una pelea en un bar. No soy un broncas, no te creas, no me había peleado desde que era joven, y de eso ya hace algún tiempo, pero... Mira, es la tercera vez que me dan quimio, ¿sabes?, y no lo llevo nada bien. No me refiero a la tercera sesión, sino al tercer tratamiento, y no sé si esta vez lo terminaré porque cada vez me sienta peor. Me queda poco. Yo lo sé, los médicos lo saben, y mi familia lo sabe. Pero todos me tratan como si fuera un inútil, un viejo estúpido que no se entera de nada.

Podía ser peor, ¿no? Podían tenerte lástima.

El viejo se rió con ganas, pero la risa se convirtió en un ataque de tos.

Tienes... razón, chaval, tienes razón—prosiguió el desconocido cuando recuperó el habla—. No hay cosa que más me joda que alguien dándome el pésame como si ya estuviera muerto.

Devan asintió con complicidad. La hija de su compañero entró la habitación, que consistía en una cabina abierta con dos camas y dos sillas que permanecían vacías.

Papá, por favor. Que estamos con José María, no digas palabrotas que ya sabes que luego se queda con todas.

El viejo hizo un gesto con la mano, a medio camino entre “sí, vale, no volveré a hacerlo” y “anda y que te jodan”.

La imbécil de mi hija y su nieto —dijo cuando salió de nuevo—. Le protege mucho al niño, ya lo ves. No puede dejar que me vea aquí dentro por si se traumatiza, pero le trae al hospital porque no le quiere dejar solo en casa. Está criando a un meapilas, a ese se lo comen en el colegio con patatas.

Devan pasó un rato entretenido, a veces riéndose a carcajadas, escuchando algunas anécdotas de su compañero y de su hija, con la que no tenía buena relación desde que se casó con un tipo refinado y bien vestido.

Un maricón conservador, ya sabes. De esos cabrones que siempre han vivido bien a costa de los demás. De putas los sábados y a misa los domingos. Y en el fondo suspirando por llevar bragas y una falda.

Desde el pasillo, como la cabina era abierta, se escuchaba con total claridad la conversación.

Así que aquí me tienes, muriéndome de cáncer mientras mi familia espera fuera a ver si la palmo y heredan de una puta vez —el hombre bajó la voz antes de seguir—. Ya verás la sorpresa que se van a llevar cuando vean que me lo he fundido todo y que he hipotecado mi casa.

¿Y eso? ¿Tenías mucho dinero?

Tampoco era millonario, pero trabajé duro y tuve mucha suerte. Le di una buena vida a mi esposa, que en paz descanse, y sacamos adelante a dos buenas hijas. Lástima que una de ellas nos salió repollo, es ésa que espera ahí fuera. Dio el braguetazo con un imbécil y no ha trabajado en su vida. Ahora las cosas le van mal a su marido y espera a que su viejo le resuelva la vida cuando muera. Pero su viejo se lo ha gastado todo. Llevo años viviendo en una residencia porque me negaba a ser una carga para nadie. Me lo podía permitir, ¿no? Así que hipotequé mi piso, que está alquilado, y vivo como un marqués rodeado de enfermeras bonitas que me atienden cuando tengo un mal día.

¿Y tu nieto? ¿No le dejas nada a él?

Le dejo mi carácter, que lo habrá heredado si tiene suerte. Le hará falta si, además de eso, también le he legado mi propensión al cáncer.

Devan guardó silencio mientras el viejo se pegaba con sus sentimientos. Era un hombre duro. La enfermedad le había adelgazado, pero se notaba fuerza y nervio en sus brazos, que se tensaban involuntariamente cuando hablaba de su hija.

Todos tenemos nuestros demonios”, pensó Devan. Y se permitió desvariar un poco, mientras su compañero seguía perdido en sus pensamientos.

DEMONIOS QUE NOS ACECHAN CUANDO ENVEJECEMOS (O CUANDO VAMOS A MORIR)

La familia.
Los amigos.
La religión.: Cuando la muerte nos ronda, creer que hay algo después de la vida supone la diferencia entre tener miedo y no tenerlo.

Ese hombre no tenía fe. Tampoco sentía miedo, pero no había necesitado de la ayuda de los dioses para conseguirlo. Devan sintió una repentina admiración por él.

Su tratamiento era muy agresivo y las sesiones más largas, por lo que el viejo terminó antes que él. Cuando estaba recogiendo sus cosas, Devan, que seguía tumbado en la cama con dos bolsas de medicinas vaciándose en su cuerpo, sintió que se le estaba escapando una información importante.

Perdona, pero no puedes irte sin contarme toda la historia —dijo.

¿A qué te refieres?

Me has dicho que tuviste una pelea en un bar, pero no por qué te peleaste.

El viejo mostró una sonrisa torcida, de esas que lucen las personas que han pillado la ironía a la vida.

Has estado atento, chaval. Me metí en una pelea para defender a una mujer. Qué típico, ¿verdad? Un chico la estaba incomodando, y le dije que la dejara en paz. No lo hizo, me puse en medio y me abrió la cabeza con una botella.

Vaya —respondió Devan—. Espero que al menos sirviera de algo.

Eso creo, vi a la chica salir corriendo antes de desmayarme, así que al menos la conseguí algo de tiempo... Bueno, chaval, un placer conocerte.

¿Y el tipo? —dijo Devan, repentinamente intranquilo—¿Le hiciste algo?

No lo sé, pero creo que me enteraré ahora. Ya te contaré, si nos volvemos a encontrar.

El hombre le saludó con la mano, cuando se encontraba ya de espaldas y saliendo de la cabina. Devan le devolvió el saludo silencioso, sin caer en la cuenta de que no podía verle.

Entonces tuvo un instante de claridad. Por un momento vio desde fuera el cuadro del que formaba parte, como si se hubiera elevado una dimensión y pudiera ver todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Se levantó corriendo, agarró las bolsas de suero y el tratamiento y salió al pasillo.

¡Eh! —gritó—. ¡Espera un segundo!

El viejo estaba hablando con dos hombres trajeados que Devan no había visto hasta ese momento. Cuando se volvió llevaba puestas unas esposas, y los hombres le sujetaban ligeramente por los codos.

No alces la voz, chico, que estás en un hospital. ¿Qué es lo que quieres?

El tipo con el que te pegaste, ¿qué estaba haciendo exactamente?

Discutía con una chica. La había confundido con otra persona y se puso violento al ver que se había equivocado. Debía estar buscando a su novia, o a su hermana, o algo parecido.

¿Sabes cómo se llama? ¿Dónde está ahora?

Dijo que se llamaba Eliah. Dicen que sigue vivo por poco, así que ahora estos señores tienen que decidir si soy un peligro para estar suelto.

El hombre se dio la vuelta, custodiado firmemente por los dos policías de paisano. Devan comprendió por qué se encontraba allí su hija con su nieto: Quizá era la última vez que podían verlo fuera de la cárcel, o al menos andando por su propio pie. Si lo soltaban, sería cuando el cáncer lo tuviera acorralado.

¡Viejo! —gritó de nuevo—. ¡Hiciste lo correcto, así que no te preocupes y muere tranquilo!

El viejo se rio con ganas, pero un médico le llamó la atención y varias personas le miraron con asombro y un profundo desprecio.

Devan se dio cuenta de que su nuevo amigo se reía sin toser. “Que me desprecie el mundo entero”, pensó. “Me quedo con la risa de este hombre”.

1 comentario:

  1. Acabo de leer lo último de Devan y el viejo.
    Me he gustado mucho. Abrazos Cruz Vázquez

    ResponderEliminar