Tenía muchas ganas de escribir este relato.
Espero que nadie se sienta ofendido. Quiero dejar claro que estoy en contra de cualquier tipo de acto que conlleve la tortura o el sufrimiento de un ser sensible, y que alguien capaz de matar a alguien a sangre fría es un psicópata peligroso que no debería andar libre por la calle.
Que quede claro, que no quiero malentendidos.
LA SANGRE DE LAS BAILARINAS
—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Cristo con una cierta
angustia—. Nunca había golpeado así a nadie.
—Eso es mentira —respondió Frank—. Hace poco golpeaste en la
cabeza a un hombre y lo mataste.
Cris suspiró. Frank era un buen tipo y le estaba ayudando
mucho, pero no terminaba de caerle bien. Siempre estaba sacando punta a todo lo
que decía, como si él tampoco se encontrara muy a gusto en presencia de Cristóbal.
Ninguno de los dos tenía elección, de todos modos. La mente de Cris había hecho
aparecer a Frank Castle en un momento en el que sus conocimientos eran
necesarios, y no se marcharía hasta asegurarse de que todo había terminado.
Cris, aunque era consciente de que no eran reales, no controlaba esas visiones que le imponía su
mente enferma. Cuanto antes terminara con todo el asunto, antes desaparecería
Frank.
—Me refería, listillo—respondió finalmente—, a que nunca
había golpeado a nadie con la intención de dejarlo inconsciente. Tú tendrás mucha
práctica en pelearte con todo el mundo, pero para mí todo esto sigue siendo
algo nuevo.
—Tú tranquilo, Cris. Sigue mis instrucciones y no te
preocupes, ya verás como todo sale bien.
Frank, en el fondo, era un buen tipo. Se podían decir muchas
cosas malas sobre él, pero desde luego sabía hacer su trabajo. Aunque éste no
fuera legal y no estuviera demasiado claro, consistía frecuentemente en golpear
a la gente, interrogarla, dispararla y sobrevivir a todo ello sin que le
pillara la policía. Cris no tenía intención de disparar a nadie en aquella
ocasión, pero sí había necesitado dejar inconsciente a un hombre de forma
rápida y limpia. La parte más delicada había sido sorprenderlo en un lugar
alejado de la vista de todo el mundo, sin testigos ni nadie que pudiera dar la
voz de alarma. De momento iba saliendo todo muy bien.
El hombre emitió un gemido, lo que indicaba que, de momento
al menos, seguía con vida.
—¿Ves? —dijo Frank con una sonrisa.
Cris se la devolvió, aliviado. Había golpeado al hombre en
la base del cráneo con una barra de acero envuelta en un trapo de cocina. No
era el arma más apropiada, pero había funcionado. Sin perder más tiempo, abrió
la puerta del coche del hombre, que se encontraba al lado, y con un cierto
esfuerzo le subió al asiento trasero y lo dejó allí tumbado. Era un monovolumen
con las lunas traseras tintadas, lo que le venía estupendamente para que nadie
le viera desde fuera. Se subió al asiento del conductor, arrancó el motor,
colocó el asiento y los retrovisores, y, justo antes de marcharse, Castle le
puso la mano en el hombro.
—¿No te olvidas de algo, Cris?
Cristobal miró al hombre grande y fuerte que se había
sentado en el asiento del copiloto. Hizo un gesto de extrañeza con los hombros,
indicando que no sabía a lo que se refería. Frank señaló al hombre tumbado en
el asiento trasero.
—Deberías atarlo y amordazarlo, por si se despierta a medio
camino. También deberías vendar la herida de la cabeza, para que no deje el
asiento perdido de sangre.
—¿Para que la policía no sepa que ha estado aquí tumbado?
—Porque va a
estropear la tapicería.
Cris sonrió, hizo un apaño rápido como le sugería Frank, y
salió pitando de allí. Tampoco convenía tentar demasiado a la suerte.
Condujo con cuidado, sin saltarse los semáforos ni exceder
el límite de velocidad. No le importaba hablar con Frank porque, aunque nadie
más podía verlo, dentro del coche daba la sensación de que estaba hablando por
el manos libres.
—La tecnología es maravillosa, Frank —dijo—, gracias a los
teléfonos móviles no parece que esté más loco que los demás, ¿verdad?
—Nunca he dicho que lo estuvieras. Cruce. Semáforo en ámbar,
frena.
—Sí, ya lo sé. Nadie lo dice nunca, excepto yo —Cris hizo
una mueca y frunció el ceño—. Pero ¿sabes una cosa? Cuando el mundo enloquece a
tu alrededor, cuando todo parece que va a hundirse… Permanecer cuerdo es una
falta de respeto hacia el mundo, un acto hipócrita. Vivo en un mundo de mierda.
¿Por qué no actuar en consecuencia?
Frank guardó silencio. Nunca respondía cuando Cristo se ponía
serio y hablaba sobre su locura, no tenía nada que decir y no era su labor
aconsejarle en ese sentido. Frank era un hombre de acción. Vivía a través de la
mente de Cristóbal, hacía posibles esos momentos intensos de fuerza y
enfrentamiento, aportaba cordura al mundo de los hombres. No tenía nada que
decir hasta que llegaran a su destino y ataran al pasajero de la parte de atrás
a una silla.
Condujo en silencio durante un rato más, salieron del
centro, dejaron atrás las luces de los barrios periféricos y se metieron en un
polígono industrial a medio construir. La mitad de las naves se encontraban
vacías, abandonadas, algunas de ellas sin haberse llegado a ocupar nunca. Cris
metió el vehículo en una de ellas. La había inspeccionado ese mismo día por la
mañana de forma discreta, y sabía que tenía una pequeña habitación medio
amueblada lejos de la entrada. Paró el motor, bajó del coche y abrió la puerta
de atrás. El pasajero no se movía.
—Está consciente —dijo Frank— pero lo disimula porque tiene
miedo. Hace bien, ¿verdad? Comprueba las cuerdas antes de bajarlo, no sea que
te dé guerra.
Cris comprobó que, efectivamente, el hombre se encontraba
consciente, pero las ataduras estaban bien prietas y no podía zafarse. Medio lo
sacó, medio lo empujó fuera del coche, mientras el hombre se debatía e
intentaba gritar a través de la mordaza.
—Bueno, pues a ello —dijo Cris con ánimo—, que no tenemos
todo el día.
Sin ningún miramiento, agarró al hombre por una pierna y lo
arrastró varios metros hasta la habitación medio amueblada. Lo levantó y lo
sentó en una silla vieja de madera.
—Ahora voy a atarte bien fuerte a la silla —dijo— y, si no
me das problemas mientras lo hago, te quitaré la mordaza y te prometo que no te
ocurrirá nada malo, ¿de acuerdo?
El hombre asintió con rapidez. Tenía los ojos muy
abiertos y respiraba muy rápido, con
dificultad, como si el aire no terminara de llegarle a los pulmones. Cristóbal
lo ató a la silla dando varias vueltas con una cuerda alrededor de su pecho, y
también ató las piernas a las patas traseras. Frank, desde detrás de la silla,
supervisaba la operación. No le soltó las manos en ningún momento.
—Y ahora, como soy un hombre de palabra, te voy a quitar la
mordaza.
El hombre respiró con fuerza y tosió varias veces.
—¡Por Dios! —dijo— ¡He estado a punto de asfixiarme!
¡Maldito loco! No tienes ni idea…
—Ah, ah. La primera norma del buen cautivo es no insultar a
quien tiene el poder —interrumpió Cris—, y menos si ya ha demostrado que tu
bienestar no es una prioridad.
El hombre palideció ligeramente. Había miedo en sus ojos,
pero también algo más, una chispa de arrogancia y rebeldía.
—Tú… No sabes quién soy, ¿verdad? ¿Es que no me reconoces,
hombre?
Cristóbal miró fijamente al hombre, con calma, fijándose
bien, y una sonrisa se dibujó en su rostro.
—¡Oh, no puede ser! Eres… eres el cantante, coño, el
compositor.
—¡Sí, sí! Vamos, ya sabes, hombre, ¿por qué me haces esto?
Vamos, suéltame, y yo…
—¿Y tú qué harás? —dijo Cris interrumpiendo de nuevo— ¿Me
pagarás mucho dinero? ¿Me invitarás a tu próximo cumpleaños? ¿O quizá me
dedicarás una canción?
El hombre miró fijamente a Cristóbal sin comprender.
—Pero yo… ¿qué te he hecho? Salía de la plaza, iba hacia mi
coche y tú me has atacado sin… sin…
—Sin mediar palabra. ¿Es eso lo que quieres decir?
—¡Sin que yo te haya provocado!
Cristóbal le miró fijamente, sin pestañear. Se dirigió hasta
el coche y sacó una barra de acero del maletero, una capa para el agua, unas
botas altas y unos guantes. En silencio, comenzó a vestirse con todo ello. El
hombre veía su futuro cada vez peor, más doloroso, y mucho más corto.
—De verdad, yo… No sé qué he podido hacer para que me tengas
tanto odio, yo… No te he hecho nada.
Cris siguió a lo suyo. Ya se había atado las botas, que eran
de plástico, y estaba encintando la capa de agua para que le cubriera bien todo
el cuerpo.
—¿Te envía alguien? ¿Cuánto te pagan? Sea lo que sea yo te
doy el doble, ¡el doble! Lo que quieras, yo… te daré lo que me pidas.
Cris había terminado de prepararse. En la cabeza no se había
puesto nada. Se dirigió hacia el hombre dejando que la barra de acero resbalase
por el suelo. Hacía un ruido irritante, como de uñas rascando una pizarra.
—Te voy a contar una historia. Se trata de la vida de una
bailarina de Creta cuyo nombre no recuerda nadie y que te va a ayudar a entender
de qué va todo esto. Es importante que comprendas, es importante porque… Porque
creo que nadie debería pasar por lo que vas a pasar tú sin saber la razón. Esa
es una de las razones por las que estás aquí atado, porque nadie debería sufrir
daño y permanecer en la ignorancia —Cristo se sentó en el suelo y bajó la voz—.
Así que ésta es la historia de Dayasa, la bailarina. Te va a gustar, ya verás.
«Dayasa, como todas las mujeres que habían sido ofrecidas
al templo de Temis, se había entregado en cuerpo y alma desde que era una niña
a honrar a los dioses y a mantener viva la tradición. No hay registros ni
textos que cuenten esta historia, porque Dayasa vivió hace mucho, mucho tiempo,
en la época en la que los hombres rezaban a muchos dioses diferentes y los
héroes, sus hijos bastardos, campaban a sus anchas por la tierra.
“¿Y qué tradición había que mantener viva en aquel entonces?”,
pensarás. Pues muchas, ya que algunas de las cosas que haces porque crees que
son correctas, en realidad no son más que tradiciones, costumbres arraigadas en
la mente colectiva de la humanidad. Es costumbre que por las noches tengamos
sueño, que el hambre se nos pase cuando comemos, que las mujeres parezcan más
débiles que los hombres, que los animales sean menos inteligentes que nosotros,
o que llegue un momento en la vida en el que tengamos que morir. Todo eso no
son más que tradiciones, costumbres a las que nos aferramos para… ¿para qué, te
preguntarás?
Para que el mundo no cambie. Para que los dioses sigan
siendo dioses y tengan poder sobre nosotros. Pero esa es otra historia y no
viene al caso.
En aquella época ya había tradiciones, como te he dicho, y
Dayasa se había entregado a ellas, como no sé si te he dicho, porque era una
huérfana que había sido ofrecida al templo y, la verdad, no tenía otra opción.
Una de las misiones de las niñas del templo de Temis, además
de limpiar y cocinar, era prepararse para la noche en la que bailarían frente al sagrado
Auroch, mostrandose desnudas por primea vez y ofreciendo su virginidad a los dioses. En
realidad, lo que hacían era bailar
frente a un toro enfurecido y luego, agotadas y sumisas, acostarse con el
hombre que ofreciera la ofrenda más generosa al dios. Los guardianes del templo
eran gente muy práctica.
Dayasa, según se acercaba su gran noche, se encontraba cada
vez más emocionada, y pasaba sus horas libres saltando los toros de madera de
la sala de entrenamiento, dando vueltas, una y otra vez, y sus maestras
admitieron que era, sin duda, la mejor bailarina que habían visto nunca.
Dos semanas antes de su gran momento, el toro con el que
debía bailar llegó al templo. Aunque se suponía que no debía verlo, por la
noche se deslizó entre las sombras para acercarse a las cuadras. No podía
contenerse de la emoción.
Lo que vio allí, claro, no era lo que se esperaba. En vez de
una bestia salvaje, fuerte y orgullosa, se encontró con un animal asustado, sucio,
agotado por la tensión y los nervios que había pasado hasta llegar allí,
acurrucado dentro de su jaula. No era un dios. Era un herbívoro, lleno de
golpes, de mierda y de miedo. Dayasa se acercó a él, puso su mano en su frente,
y lloró.
Más tarde se enteró de que la carne del animal se serviría
en un banquete el día después del baile. El banquete se haría en honor del
máximo benefactor del templo, es decir, del hombre que se acostara con ella la
noche anterior.
Eso no sucedería si el toro conseguía superar la destreza de
la bailarina y acabar con su vida antes de que terminara su baile, que duraba
una media hora. Es decir, si la niña se tropezaba y el toro la embestía, si era
corneada según saltaba por encima de él, o algo parecido, no se le daría muerte
después del espectáculo. En ese caso, el animal habría demostrado ser más digno
que la niña a los ojos de los dioses, y quedaría libre. Eso no había ocurrido
nunca desde que se había instaurado el rito, pero era una norma que le daba un
cierto aliciente al juego, los visitantes pensaban que el animal tenía una
oportunidad, y así todos tan contentos. En realidad, las dos semanas que la
bestia pasaba en las cuadras del templo se aprovechaba para sangrarlo y
drogarlo adecuadamente, no fuera a dar un espectáculo desagradable, es decir,
diferente.
Total, que ya te puedes imaginar el resto. Dayasa visitó al
animal todas las noches, se encariñó de la inocencia de su mirada, y tomó la
decisión de sacrificarse por él.
Tú ya sabes, como buen aficionado a estas cosas, que los
toros aprenden rápido. Dayasa se dedicó a saltar por encima de él, una y otra
vez, hasta que él reconoció los movimientos. “Cuando llegue el momento”, pensó
ella, “y salte por encima de él, como ya lo he hecho tantas veces, no lograré
engañarlo. Se anticipará, levantará la cabeza en el momento justo, y me abrirá
el vientre con sus cuernos”.
Eso no fue lo que ocurrió, claro. Los toros también aprenden,
por ejemplo, a reconocer a las personas que no les quieren mal. La noche del
baile, Dayasa saltó a la arena, vestida únicamente con un pañuelo, joven,
hermosa y grácil. El toro, aunque había sido hostigado, golpeado y alanceado
para asustarlo y volverlo agresivo, cuando vio a su amiga agachó la cabeza y se
acercó a ella con sumisión, buscando un consuelo y ayuda que nadie podía darle.
“¿Por qué?”, preguntó con su mirada. Dayasa, viendo los
cuernos cortados, los ojos irritados y la debilidad del animal, no supo
responderle. Se sintió engañada, ofendida y avergonzada de la especie a la que
pertenecía. Llena de ira se volvió, saltó sobre los asientos y corrió gritando
hacia los hombres que hacían las ofrendas ese año.
No llegó hasta ellos, claro. La detuvieron mucho antes,
sujetaron sus brazos y sus piernas, y presos de la excitación de verla casi
desnuda, allí mismo intentaron violarla. »
Cristóbal terminó de hablar y permaneció en silencio frente a la
mirada confusa del hombre, que no había entendido nada.
—Pero… Tú estás mal de la cabeza —dijo—. ¿Qué tiene que ver esa
historia conmigo? ¿Es por lo de la chica de la semana pasada? ¿Por eso estoy
aquí? Mira, no sé lo que te habrá contado, pero ella estaba de acuerdo en…
—¡No!—gritó Cris. Sin previo aviso, cogió la barra de acero y le
golpeó con todas sus fuerzas en la cara. Se oyó claramente el ruido de los
huesos al romperse, y varios dientes hechos pedazos salieron disparados entre
sangre y saliva.
—¡No, joder, no! ¡No tienes ni idea, no te has enterado de nada!
¡De qué coño me estás hablando! No sé nada de ninguna chica ni… por favor,
¡cómo puedes ser tan lerdo! En tus canciones vas de tipo listo, y mírate ahora.
¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a proponer un pacto entre caballeros? Los
únicos pactos que vas a poder hacer a partir de ahora los negociarás en el
infierno, que es donde te voy a enviar. Allí respetan mucho a los que tienen
cuernos, así que jódete.
Cristóbal respiraba con dificultad. Frank miraba sin decir
nada, sentado en el capó del coche. En su expresión no había ni una mueca, ni
una sonrisa, nada que indicara que aprobaba o rechazara lo que estaba viendo.
—No, patán estúpido —continuó, más calmado—. No estás aquí
por ninguna chica. Estaba esperando a la salida de la corrida de toros y, mira
tú por dónde, te vi salir, con tu puro y tu sonrisa, y pensé “a este tipo lo he
de matar”. Por eso estás aquí.
El hombre, que después del golpe que había recibido se
encontraba fatal, intentó decir algo pero no lo consiguió. De su boca salía un
hilo de sangre que le resbalaba por el cuello y se metía por dentro de la
camisa. Cris lo miró y sintió una pequeña punzada de culpa.
—Sí, ya sé que pensarás que tú no haces nada malo, y bueno,
admito que quizá no sea para tanto. No eres un torero, ni un ganadero, pero en
fin, ellos lo hacen por dinero, no tienen por qué disfrutar con ello…
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo Frank con cara de
pocos amigos—. ¿Te estás excusando? ¿Estás justificando tus actos? ¿En qué estás pensando?
—Yo… No sé, Frank. No es que tenga dudas, no es eso. Tampoco
necesito justificarme, me da igual que lo que hago sea correcto, o no, o
resulte excesivo… Es lo que hago, y ya está, no tengo que rendirle cuentas a
nadie.
—¿Entonces?
—Es que… Creo que este tipo… No sé, a lo mejor tenía que
haber buscado a otro, o haberme dado cuenta de quién es, ¿sabes? Sus canciones
me gustaban mucho cuando era un chaval, y…
El hombre miraba a un lado y al otro, buscando al tipo con
el que estaba hablando el loco de la barra de acero, sin encontrarlo, por
supuesto, y sin comprender nada. Ni siquiera se daba cuenta de que iba a morir.
—Cris, ahora ya no te puedes echar atrás.
—Tienes razón, Frank. Lo hecho, hecho está. Si él se ha
cruzado en mi camino en lugar de alguien más anónimo, pues mira, por algo será.
Voy a terminar con esto, que empiezo a estar cansado.
El hombre, al escuchar estas palabras, abrió mucho los ojos
e intentó gritar, pero de su boca destrozada no salían más que gruñidos sin
sentido. Cris, respirando despacio, sereno y tranquilo, se agachó hasta colocar
su cabeza a la altura del hombre, y se acercó a él.
—Te voy a matar. Lo voy a hacer por tu falta de empatía,
porque no me gustas, y porque creo que el mundo será un lugar mejor sin ti.
Quiero que sepas que esto lo hago por voluntad propia, no sigo las órdenes de
nadie, ni escucho voces estúpidas que me obligan a hacerlo, ni nada por el
estilo.
—¡Eh!
—Perdona Frank, ya sabes a lo que me refiero, quiero decir
que… que nadie me paga ni me ofrece nada a cambio, que no hay dioses ni hombres
detrás de este acto, que sólo estoy yo. ¿Me comprendes, infeliz? ¿Comprendes por
qué vas a morir?
El hombre miró a Cris. De uno de sus ojos había brotado una
única lágrima, que resbaló despacio y se detuvo en su barba mal afeitada.
—Tomaré eso como un sí. ¿Sabes lo que más me ha molestado de
ti? ¿Lo sabes? Que cuando te he contado la historia de Dayasa, no has querido
saber qué fue de ella. Te has limitado a insultarme.
Con estas palabras, interrumpiendo un gemido del hombre que
parecía que iba a intentar hablar de nuevo, Cris le golpeó de nuevo con toda la
fuerza que pudo reunir, justo en la base del cráneo. El hueso emitió un ruido
seco, como un chasquido, y empezó a expulsar sangre a borbotones. Cristóbal
siguió golpeándolo, una y otra vez, a pesar de que había muerto con el primer
golpe. Cuando se detuvo, difícilmente se podía reconoce un cráneo humano en la
masa informe que había a los pies de Cris.
Frank estaba sonriendo cuando se acercó a él.
—¿De qué te ríes?
—Cris, ¿te das cuenta de que le prometiste a este tipo que
no le ocurriría nada malo si no te daba guerra mientras lo atabas a la silla?
Has mentido a un hombre justo antes de matarlo.
—Sí, bueno… ya. Cosas que pasan —respondió—. Pero tienes
razón, no debería haberlo hecho. A partir de ahora no les mentiré. No está
bien.
—Venga, recoge tus cosas y limpia tu rastro. Te iré
indicando y estará todo listo en un momento.
Cris limpió los lugares que había tocado, por donde se había
movido y por donde no recordaba si había pasado, para asegurarse de que no
dejaba rastro alguno de su presencia en aquel local. El coche era un tema más complicado,
porque no quería deshacerse de él, no de momento, y pensaba guardarlo en una
plaza de garaje de un tipo que había muerto recientemente y que no tenía coche.
Disponía de tiempo para limpiarlo. Era una larga historia.
Al terminar, Cris rompió las ataduras de manos y piernas y
roció el cuerpo con gasolina.
—Escucha, Cris —dijo Frank cuando se montaron para
marcharse—, yo no conocía la historia de Dayasa. ¿Tan mal acabó?
—En realidad sí. Cuando la sujetaron entre todos, ella se
debatió con tanta fuerza que golpeó a uno de los hombres y le hizo sangrar.
Presa de un ataque de furia, el hombre le golpeó en la cara con tanta fuerza
que le partió el cuello. La pobre murió en el acto. En ese momento, un dios
viejo llamado Eliakat, mucho más antiguo que Temis, llegó al templo buscando a
Dayasa, a quien perseguía desde hacía mucho tiempo porque era su ofrenda, o su
prometida, o algo parecido, eso no lo tengo muy claro. Viendo lo que había
ocurrido, tomó posesión del toro, se transformó en una bestia enorme, mitad
animal y mitad humano, y allí mismo ensartó en sus enormes cuernos a todo ser
humano que había en el templo, hombres, mujeres y niños. No dejó a nadie con
vida. Luego derribó las paredes sobre
sus cuerpos.
—¿Quién te ha contado todo eso?
—Dayasa, claro. ¿No sabes que ahora es una diosa de la
naturaleza y que habita en este mundo? Es una niña muy simpática. Aunque creo
que ha cambiado de nombre.
Frank miró fijamente a Cristóbal y se echó a reír.
—Tío, estás fatal.
Cris, según daba la vuelta al coche para salir, echó una
cerilla encima del reguero de gasolina que llevaba hasta el cuerpo, y se alejó
de allí. Mientras conducía camino del garaje donde iba a guardar el coche, no
dijo ni una palabra. “Si tú supieras, Frank”, pensó, “te sorprenderías, y
también comprenderías muchas cosas. Pero sólo sirves para ayudarme, para darme
ánimos y para orientarme, y no llegas más allá. Eres tan limitado como un amigo
al que no se ve más que una vez al año.”
Frank, a pesar de que vivía en el interior de su cabeza, no escuchó
nada.
******************
Edición del 05/09/2012: He realizado algunos camibos que me habéis sugerido, puliendo algunas cosillas del texto que no quedaban muy bien... ¡Gracias a todos!
******************
Edición del 05/09/2012: He realizado algunos camibos que me habéis sugerido, puliendo algunas cosillas del texto que no quedaban muy bien... ¡Gracias a todos!
Me ha encantado, sobre todo la historia de Dayasa.
ResponderEliminar