martes, 28 de agosto de 2012

LA SANGRE DE LAS BAILARINAS


Tenía muchas ganas de escribir este relato.

Espero que nadie se sienta ofendido. Quiero dejar claro que estoy en contra de cualquier tipo de acto que conlleve la tortura o el sufrimiento de un ser sensible, y que alguien capaz de matar a alguien a sangre fría es un psicópata peligroso que no debería andar libre por la calle.

Que quede claro, que no quiero malentendidos. 




LA SANGRE DE LAS BAILARINAS


—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Cristo con una cierta angustia—. Nunca había golpeado así a nadie.

—Eso es mentira —respondió Frank—. Hace poco golpeaste en la cabeza a un hombre y lo mataste.

Cris suspiró. Frank era un buen tipo y le estaba ayudando mucho, pero no terminaba de caerle bien. Siempre estaba sacando punta a todo lo que decía, como si él tampoco se encontrara muy a gusto en presencia de Cristóbal. Ninguno de los dos tenía elección, de todos modos. La mente de Cris había hecho aparecer a Frank Castle en un momento en el que sus conocimientos eran necesarios, y no se marcharía hasta asegurarse de que todo había terminado. Cris, aunque era consciente de que no eran reales,  no controlaba esas visiones que le imponía su mente enferma. Cuanto antes terminara con todo el asunto, antes desaparecería Frank.

—Me refería, listillo—respondió finalmente—, a que nunca había golpeado a nadie con la intención de dejarlo inconsciente. Tú tendrás mucha práctica en pelearte con todo el mundo, pero para mí todo esto sigue siendo algo nuevo.

—Tú tranquilo, Cris. Sigue mis instrucciones y no te preocupes, ya verás como todo sale bien.
Frank, en el fondo, era un buen tipo. Se podían decir muchas cosas malas sobre él, pero desde luego sabía hacer su trabajo. Aunque éste no fuera legal y no estuviera demasiado claro, consistía frecuentemente en golpear a la gente, interrogarla, dispararla y sobrevivir a todo ello sin que le pillara la policía. Cris no tenía intención de disparar a nadie en aquella ocasión, pero sí había necesitado dejar inconsciente a un hombre de forma rápida y limpia. La parte más delicada había sido sorprenderlo en un lugar alejado de la vista de todo el mundo, sin testigos ni nadie que pudiera dar la voz de alarma. De momento iba saliendo todo muy bien.

El hombre emitió un gemido, lo que indicaba que, de momento al menos, seguía con vida.

—¿Ves? —dijo Frank con una sonrisa.

Cris se la devolvió, aliviado. Había golpeado al hombre en la base del cráneo con una barra de acero envuelta en un trapo de cocina. No era el arma más apropiada, pero había funcionado. Sin perder más tiempo, abrió la puerta del coche del hombre, que se encontraba al lado, y con un cierto esfuerzo le subió al asiento trasero y lo dejó allí tumbado. Era un monovolumen con las lunas traseras tintadas, lo que le venía estupendamente para que nadie le viera desde fuera. Se subió al asiento del conductor, arrancó el motor, colocó el asiento y los retrovisores, y, justo antes de marcharse, Castle le puso la mano en el hombro.

—¿No te olvidas de algo, Cris?

Cristobal miró al hombre grande y fuerte que se había sentado en el asiento del copiloto. Hizo un gesto de extrañeza con los hombros, indicando que no sabía a lo que se refería. Frank señaló al hombre tumbado en el asiento trasero.

—Deberías atarlo y amordazarlo, por si se despierta a medio camino. También deberías vendar la herida de la cabeza, para que no deje el asiento perdido de sangre.

—¿Para que la policía no sepa que ha estado aquí tumbado?

—Porque va  a estropear la tapicería.

Cris sonrió, hizo un apaño rápido como le sugería Frank, y salió pitando de allí. Tampoco convenía tentar demasiado a la suerte.

Condujo con cuidado, sin saltarse los semáforos ni exceder el límite de velocidad. No le importaba hablar con Frank porque, aunque nadie más podía verlo, dentro del coche daba la sensación de que estaba hablando por el manos libres.

—La tecnología es maravillosa, Frank —dijo—, gracias a los teléfonos móviles no parece que esté más loco que los demás, ¿verdad?

—Nunca he dicho que lo estuvieras. Cruce. Semáforo en ámbar, frena.

—Sí, ya lo sé. Nadie lo dice nunca, excepto yo —Cris hizo una mueca y frunció el ceño—. Pero ¿sabes una cosa? Cuando el mundo enloquece a tu alrededor, cuando todo parece que va a hundirse… Permanecer cuerdo es una falta de respeto hacia el mundo, un acto hipócrita. Vivo en un mundo de mierda. ¿Por qué no actuar en consecuencia?

Frank guardó silencio. Nunca respondía cuando Cristo se ponía serio y hablaba sobre su locura, no tenía nada que decir y no era su labor aconsejarle en ese sentido. Frank era un hombre de acción. Vivía a través de la mente de Cristóbal, hacía posibles esos momentos intensos de fuerza y enfrentamiento, aportaba cordura al mundo de los hombres. No tenía nada que decir hasta que llegaran a su destino y ataran al pasajero de la parte de atrás a una silla.

Condujo en silencio durante un rato más, salieron del centro, dejaron atrás las luces de los barrios periféricos y se metieron en un polígono industrial a medio construir. La mitad de las naves se encontraban vacías, abandonadas, algunas de ellas sin haberse llegado a ocupar nunca. Cris metió el vehículo en una de ellas. La había inspeccionado ese mismo día por la mañana de forma discreta, y sabía que tenía una pequeña habitación medio amueblada lejos de la entrada. Paró el motor, bajó del coche y abrió la puerta de atrás. El pasajero no se movía.

—Está consciente —dijo Frank— pero lo disimula porque tiene miedo. Hace bien, ¿verdad? Comprueba las cuerdas antes de bajarlo, no sea que te dé guerra.

Cris comprobó que, efectivamente, el hombre se encontraba consciente, pero las ataduras estaban bien prietas y no podía zafarse. Medio lo sacó, medio lo empujó fuera del coche, mientras el hombre se debatía e intentaba gritar a través de la mordaza. 

—Bueno, pues a ello —dijo Cris con ánimo—, que no tenemos todo el día.

Sin ningún miramiento, agarró al hombre por una pierna y lo arrastró varios metros hasta la habitación medio amueblada. Lo levantó y lo sentó en una silla vieja de madera.

—Ahora voy a atarte bien fuerte a la silla —dijo— y, si no me das problemas mientras lo hago, te quitaré la mordaza y te prometo que no te ocurrirá nada malo, ¿de acuerdo?

El hombre asintió con rapidez. Tenía los ojos muy abiertos  y respiraba muy rápido, con dificultad, como si el aire no terminara de llegarle a los pulmones. Cristóbal lo ató a la silla dando varias vueltas con una cuerda alrededor de su pecho, y también ató las piernas a las patas traseras. Frank, desde detrás de la silla, supervisaba la operación. No le soltó las manos en ningún momento.

—Y ahora, como soy un hombre de palabra, te voy a quitar la mordaza.

El hombre respiró con fuerza y tosió varias veces.

—¡Por Dios! —dijo— ¡He estado a punto de asfixiarme! ¡Maldito loco! No tienes ni idea…

—Ah, ah. La primera norma del buen cautivo es no insultar a quien tiene el poder —interrumpió Cris—, y menos si ya ha demostrado que tu bienestar no es una prioridad.

El hombre palideció ligeramente. Había miedo en sus ojos, pero también algo más, una chispa de arrogancia y rebeldía.

—Tú… No sabes quién soy, ¿verdad? ¿Es que no me reconoces, hombre?

Cristóbal miró fijamente al hombre, con calma, fijándose bien, y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—¡Oh, no puede ser! Eres… eres el cantante, coño, el compositor.

—¡Sí, sí! Vamos, ya sabes, hombre, ¿por qué me haces esto? Vamos, suéltame, y yo…

—¿Y tú qué harás? —dijo Cris interrumpiendo de nuevo— ¿Me pagarás mucho dinero? ¿Me invitarás a tu próximo cumpleaños? ¿O quizá me dedicarás una canción?

El hombre miró fijamente a Cristóbal sin comprender.

—Pero yo… ¿qué te he hecho? Salía de la plaza, iba hacia mi coche y tú me has atacado sin… sin…

—Sin mediar palabra. ¿Es eso lo que quieres decir?

—¡Sin que yo te haya provocado!

Cristóbal le miró fijamente, sin pestañear. Se dirigió hasta el coche y sacó una barra de acero del maletero, una capa para el agua, unas botas altas y unos guantes. En silencio, comenzó a vestirse con todo ello. El hombre veía su futuro cada vez peor, más doloroso, y mucho más corto.

—De verdad, yo… No sé qué he podido hacer para que me tengas tanto odio, yo… No te he hecho nada.

Cris siguió a lo suyo. Ya se había atado las botas, que eran de plástico, y estaba encintando la capa de agua para que le cubriera bien todo el cuerpo.

—¿Te envía alguien? ¿Cuánto te pagan? Sea lo que sea yo te doy el doble, ¡el doble! Lo que quieras, yo… te daré lo que me pidas.

Cris había terminado de prepararse. En la cabeza no se había puesto nada. Se dirigió hacia el hombre dejando que la barra de acero resbalase por el suelo. Hacía un ruido irritante, como de uñas rascando una pizarra.

—Te voy a contar una historia. Se trata de la vida de una bailarina de Creta cuyo nombre no recuerda nadie y que te va a ayudar a entender de qué va todo esto. Es importante que comprendas, es importante porque… Porque creo que nadie debería pasar por lo que vas a pasar tú sin saber la razón. Esa es una de las razones por las que estás aquí atado, porque nadie debería sufrir daño y permanecer en la ignorancia —Cristo se sentó en el suelo y bajó la voz—. Así que ésta es la historia de Dayasa, la bailarina. Te va a gustar, ya verás.

«Dayasa, como todas las mujeres que habían sido ofrecidas al templo de Temis, se había entregado en cuerpo y alma desde que era una niña a honrar a los dioses y a mantener viva la tradición. No hay registros ni textos que cuenten esta historia, porque Dayasa vivió hace mucho, mucho tiempo, en la época en la que los hombres rezaban a muchos dioses diferentes y los héroes, sus hijos bastardos, campaban a sus anchas por la tierra.

“¿Y qué tradición había que mantener viva en aquel entonces?”, pensarás. Pues muchas, ya que algunas de las cosas que haces porque crees que son correctas, en realidad no son más que tradiciones, costumbres arraigadas en la mente colectiva de la humanidad. Es costumbre que por las noches tengamos sueño, que el hambre se nos pase cuando comemos, que las mujeres parezcan más débiles que los hombres, que los animales sean menos inteligentes que nosotros, o que llegue un momento en la vida en el que tengamos que morir. Todo eso no son más que tradiciones, costumbres a las que nos aferramos para… ¿para qué, te preguntarás?

Para que el mundo no cambie. Para que los dioses sigan siendo dioses y tengan poder sobre nosotros. Pero esa es otra historia y no viene al caso.

En aquella época ya había tradiciones, como te he dicho, y Dayasa se había entregado a ellas, como no sé si te he dicho, porque era una huérfana que había sido ofrecida al templo y, la verdad, no tenía otra opción.

Una de las misiones de las niñas del templo de Temis, además de limpiar y cocinar, era prepararse para la noche en la que bailarían frente al sagrado Auroch, mostrandose desnudas por primea vez y ofreciendo su virginidad a los dioses. En realidad, lo que hacían era bailar frente a un toro enfurecido y luego, agotadas y sumisas, acostarse con el hombre que ofreciera la ofrenda más generosa al dios. Los guardianes del templo eran gente muy práctica.

Dayasa, según se acercaba su gran noche, se encontraba cada vez más emocionada, y pasaba sus horas libres saltando los toros de madera de la sala de entrenamiento, dando vueltas, una y otra vez, y sus maestras admitieron que era, sin duda, la mejor bailarina que habían visto nunca.
Dos semanas antes de su gran momento, el toro con el que debía bailar llegó al templo. Aunque se suponía que no debía verlo, por la noche se deslizó entre las sombras para acercarse a las cuadras. No podía contenerse de la emoción.

Lo que vio allí, claro, no era lo que se esperaba. En vez de una bestia salvaje, fuerte y orgullosa, se encontró con un animal asustado, sucio, agotado por la tensión y los nervios que había pasado hasta llegar allí, acurrucado dentro de su jaula. No era un dios. Era un herbívoro, lleno de golpes, de mierda y de miedo. Dayasa se acercó a él, puso su mano en su frente, y lloró.

Más tarde se enteró de que la carne del animal se serviría en un banquete el día después del baile. El banquete se haría en honor del máximo benefactor del templo, es decir, del hombre que se acostara con ella la noche anterior.

Eso no sucedería si el toro conseguía superar la destreza de la bailarina y acabar con su vida antes de que terminara su baile, que duraba una media hora. Es decir, si la niña se tropezaba y el toro la embestía, si era corneada según saltaba por encima de él, o algo parecido, no se le daría muerte después del espectáculo. En ese caso, el animal habría demostrado ser más digno que la niña a los ojos de los dioses, y quedaría libre. Eso no había ocurrido nunca desde que se había instaurado el rito, pero era una norma que le daba un cierto aliciente al juego, los visitantes pensaban que el animal tenía una oportunidad, y así todos tan contentos. En realidad, las dos semanas que la bestia pasaba en las cuadras del templo se aprovechaba para sangrarlo y drogarlo adecuadamente, no fuera a dar un espectáculo desagradable, es decir, diferente.

Total, que ya te puedes imaginar el resto. Dayasa visitó al animal todas las noches, se encariñó de la inocencia de su mirada, y tomó la decisión de sacrificarse por él.

Tú ya sabes, como buen aficionado a estas cosas, que los toros aprenden rápido. Dayasa se dedicó a saltar por encima de él, una y otra vez, hasta que él reconoció los movimientos. “Cuando llegue el momento”, pensó ella, “y salte por encima de él, como ya lo he hecho tantas veces, no lograré engañarlo. Se anticipará, levantará la cabeza en el momento justo, y me abrirá el vientre con sus cuernos”.
Eso no fue lo que ocurrió, claro. Los toros también aprenden, por ejemplo, a reconocer a las personas que no les quieren mal. La noche del baile, Dayasa saltó a la arena, vestida únicamente con un pañuelo, joven, hermosa y grácil. El toro, aunque había sido hostigado, golpeado y alanceado para asustarlo y volverlo agresivo, cuando vio a su amiga agachó la cabeza y se acercó a ella con sumisión, buscando un consuelo y ayuda que nadie podía darle.

“¿Por qué?”, preguntó con su mirada. Dayasa, viendo los cuernos cortados, los ojos irritados y la debilidad del animal, no supo responderle. Se sintió engañada, ofendida y avergonzada de la especie a la que pertenecía. Llena de ira se volvió, saltó sobre los asientos y corrió gritando hacia los hombres que hacían las ofrendas ese año.

No llegó hasta ellos, claro. La detuvieron mucho antes, sujetaron sus brazos y sus piernas, y presos de la excitación de verla casi desnuda, allí mismo intentaron violarla. »

Cristóbal terminó de hablar y permaneció en silencio frente a la mirada confusa del hombre, que no había entendido nada.

—Pero… Tú estás mal de la cabeza —dijo—. ¿Qué tiene que ver esa historia conmigo? ¿Es por lo de la chica de la semana pasada? ¿Por eso estoy aquí? Mira, no sé lo que te habrá contado, pero ella estaba de acuerdo en…

—¡No!—gritó Cris. Sin previo aviso, cogió la barra de acero y le golpeó con todas sus fuerzas en la cara. Se oyó claramente el ruido de los huesos al romperse, y varios dientes hechos pedazos salieron disparados entre sangre y saliva.

—¡No, joder, no! ¡No tienes ni idea, no te has enterado de nada! ¡De qué coño me estás hablando! No sé nada de ninguna chica ni… por favor, ¡cómo puedes ser tan lerdo! En tus canciones vas de tipo listo, y mírate ahora. ¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a proponer un pacto entre caballeros? Los únicos pactos que vas a poder hacer a partir de ahora los negociarás en el infierno, que es donde te voy a enviar. Allí respetan mucho a los que tienen cuernos, así que jódete.

Cristóbal respiraba con dificultad. Frank miraba sin decir nada, sentado en el capó del coche. En su expresión no había ni una mueca, ni una sonrisa, nada que indicara que aprobaba o rechazara lo que estaba viendo.

—No, patán estúpido —continuó, más calmado—. No estás aquí por ninguna chica. Estaba esperando a la salida de la corrida de toros y, mira tú por dónde, te vi salir, con tu puro y tu sonrisa, y pensé “a este tipo lo he de matar”. Por eso estás aquí.

El hombre, que después del golpe que había recibido se encontraba fatal, intentó decir algo pero no lo consiguió. De su boca salía un hilo de sangre que le resbalaba por el cuello y se metía por dentro de la camisa. Cris lo miró y sintió una pequeña punzada de culpa.

—Sí, ya sé que pensarás que tú no haces nada malo, y bueno, admito que quizá no sea para tanto. No eres un torero, ni un ganadero, pero en fin, ellos lo hacen por dinero, no tienen por qué disfrutar con ello…
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo Frank con cara de pocos amigos—. ¿Te estás excusando? ¿Estás justificando tus actos? ¿En qué estás pensando?

—Yo… No sé, Frank. No es que tenga dudas, no es eso. Tampoco necesito justificarme, me da igual que lo que hago sea correcto, o no, o resulte excesivo… Es lo que hago, y ya está, no tengo que rendirle cuentas a nadie.

—¿Entonces?

—Es que… Creo que este tipo… No sé, a lo mejor tenía que haber buscado a otro, o haberme dado cuenta de quién es, ¿sabes? Sus canciones me gustaban mucho cuando era un chaval, y…
El hombre miraba a un lado y al otro, buscando al tipo con el que estaba hablando el loco de la barra de acero, sin encontrarlo, por supuesto, y sin comprender nada. Ni siquiera se daba cuenta de que iba a morir.

—Cris, ahora ya no te puedes echar atrás.

—Tienes razón, Frank. Lo hecho, hecho está. Si él se ha cruzado en mi camino en lugar de alguien más anónimo, pues mira, por algo será. Voy a terminar con esto, que empiezo a estar cansado.

El hombre, al escuchar estas palabras, abrió mucho los ojos e intentó gritar, pero de su boca destrozada no salían más que gruñidos sin sentido. Cris, respirando despacio, sereno y tranquilo, se agachó hasta colocar su cabeza a la altura del hombre, y se acercó a él.

—Te voy a matar. Lo voy a hacer por tu falta de empatía, porque no me gustas, y porque creo que el mundo será un lugar mejor sin ti. Quiero que sepas que esto lo hago por voluntad propia, no sigo las órdenes de nadie, ni escucho voces estúpidas que me obligan a hacerlo, ni nada por el estilo.

—¡Eh!

—Perdona Frank, ya sabes a lo que me refiero, quiero decir que… que nadie me paga ni me ofrece nada a cambio, que no hay dioses ni hombres detrás de este acto, que sólo estoy yo. ¿Me comprendes, infeliz? ¿Comprendes por qué vas a morir?

El hombre miró a Cris. De uno de sus ojos había brotado una única lágrima, que resbaló despacio y se detuvo en su barba mal afeitada.

—Tomaré eso como un sí. ¿Sabes lo que más me ha molestado de ti? ¿Lo sabes? Que cuando te he contado la historia de Dayasa, no has querido saber qué fue de ella. Te has limitado a insultarme.
Con estas palabras, interrumpiendo un gemido del hombre que parecía que iba a intentar hablar de nuevo, Cris le golpeó de nuevo con toda la fuerza que pudo reunir, justo en la base del cráneo. El hueso emitió un ruido seco, como un chasquido, y empezó a expulsar sangre a borbotones. Cristóbal siguió golpeándolo, una y otra vez, a pesar de que había muerto con el primer golpe. Cuando se detuvo, difícilmente se podía reconoce un cráneo humano en la masa informe que había a los pies de Cris.
Frank estaba sonriendo cuando se acercó a él.

—¿De qué te ríes?

—Cris, ¿te das cuenta de que le prometiste a este tipo que no le ocurriría nada malo si no te daba guerra mientras lo atabas a la silla? Has mentido a un hombre justo antes de matarlo.

—Sí, bueno… ya. Cosas que pasan —respondió—. Pero tienes razón, no debería haberlo hecho. A partir de ahora no les mentiré. No está bien.

—Venga, recoge tus cosas y limpia tu rastro. Te iré indicando y estará todo listo en un momento.
Cris limpió los lugares que había tocado, por donde se había movido y por donde no recordaba si había pasado, para asegurarse de que no dejaba rastro alguno de su presencia en aquel local. El coche era un tema más complicado, porque no quería deshacerse de él, no de momento, y pensaba guardarlo en una plaza de garaje de un tipo que había muerto recientemente y que no tenía coche. Disponía de tiempo para limpiarlo. Era una larga historia.

Al terminar, Cris rompió las ataduras de manos y piernas y roció el cuerpo con gasolina.  

—Escucha, Cris —dijo Frank cuando se montaron para marcharse—, yo no conocía la historia de Dayasa. ¿Tan mal acabó?

—En realidad sí. Cuando la sujetaron entre todos, ella se debatió con tanta fuerza que golpeó a uno de los hombres y le hizo sangrar. Presa de un ataque de furia, el hombre le golpeó en la cara con tanta fuerza que le partió el cuello. La pobre murió en el acto. En ese momento, un dios viejo llamado Eliakat, mucho más antiguo que Temis, llegó al templo buscando a Dayasa, a quien perseguía desde hacía mucho tiempo porque era su ofrenda, o su prometida, o algo parecido, eso no lo tengo muy claro. Viendo lo que había ocurrido, tomó posesión del toro, se transformó en una bestia enorme, mitad animal y mitad humano, y allí mismo ensartó en sus enormes cuernos a todo ser humano que había en el templo, hombres, mujeres y niños. No dejó a nadie con vida.  Luego derribó las paredes sobre sus cuerpos.

—¿Quién te ha contado todo eso?

—Dayasa, claro. ¿No sabes que ahora es una diosa de la naturaleza y que habita en este mundo? Es una niña muy simpática. Aunque creo que ha cambiado de nombre.

Frank miró fijamente a Cristóbal y se echó a reír.

—Tío, estás fatal.

Cris, según daba la vuelta al coche para salir, echó una cerilla encima del reguero de gasolina que llevaba hasta el cuerpo, y se alejó de allí. Mientras conducía camino del garaje donde iba a guardar el coche, no dijo ni una palabra. “Si tú supieras, Frank”, pensó, “te sorprenderías, y también comprenderías muchas cosas. Pero sólo sirves para ayudarme, para darme ánimos y para orientarme, y no llegas más allá. Eres tan limitado como un amigo al que no se ve más que una vez al año.” 

Frank, a pesar de que vivía en el interior de su cabeza, no escuchó nada.


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Edición del 05/09/2012: He realizado algunos camibos que me habéis sugerido, puliendo algunas cosillas del texto que no quedaban muy bien... ¡Gracias a todos!

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