Nunca sabes cuando vas a utilizar algún instante de tu vida en uno de tus escritos. Por eso procuro llevar siempre encima un cuaderno o una pequeña libreta en la que anoto las ideas, frases o imágenes que pienso que pueden resultar interesantes.
Para que la libreta resulte útil debe ser un regalo, no debes utilizar una comprada. Las páginas deben ser completamente blancas, sin ninguna línea horizontal o vertical. Sólo así las ideas tendrán un lugar donde posarse, sean tuyas o no, sean importantes o insignificantes, requieran de trazos grandes y descuidados o de una letra pequeña de imprenta. Para escribir, por supuesto, vale con cualquier cosa.
En una ocasión me llamó la atención un castillo cerca de la preciosa localidad de Pontedeume. Escribiendo acerca de un encuentro entre dos personajes, me encontraba estancado y no sabía dónde localizar la conversación hasta que recordé ese castillo y las fotografías que tomé de él.
Este fragmento corresponde a un relato en el que un hombre, superviviente de un presidio franquista, busca encontrarse de nuevo con una aparición que salvó su vida durante su reclusión.
Durante unos años, Néstor se dedicó a investigar todas aquellas apariciones, rumores y leyendas sobre las que escuchaba la menor noticia, desde casa encantadas hasta los espíritus de los muertos que exigían venganza o desagravio desde el más allá. Acompañaba a los pastores que habían visto sombras extrañas moverse amenazadoras entre los matojos, ayudaba a las lavanderas que aseguraban sentirse observadas por rostros invisibles bajo el agua, ahogados que llegaban siguiendo la corriente de los ríos buscando a sus familiares y amigos. Eran malos tiempos, y mucha gente tenía parientes o conocidos que habían muerto o desaparecido de forma violenta. La suerte se mantuvo a su lado de algún modo, pues encontraba pequeños trabajos que mantenían su estómago si no lleno, al menos no dolorosamente vacío, y le permitían viajar y aprender.
Y, finalmente, mientras recorría las costas gallegas, buscando alojamiento en Pontedeume escuchó un rumor que llamó su atención, un cantero que contaba una historia sobre el viejo castillo de los Andrade, al que había acudido en alguna ocasión buscando piedras de buena calidad. No sólo se movían las sombras en las esquinas sin que luz alguna se proyectara sobre los muros, sino que en ocasiones se veía, a través de las ventanas, a un hombre alto, vestido de un negro brillante, deambulando por las diferentes estancias. Allí se dirigió Néstor, convencido de que por fin iba a encontrarse de nuevo con aquella visión que lo había mantenido cuerdo, convencido de que podría pactar con él por un conocimiento del mundo, por una visión más global y certera, por una revelación que diera sentido al sufrimiento de su misma vida. O, si todo eso no era posible, pactar al menos un asesinato, uno tan sólo, el único que importaba y que calmaría el picor de las cicatrices que se extendían por su cuerpo y su alma.
Emocionado, se dirigió al castillo sin tan siquiera comprar algo de comida o proveerse de agua. No esperaba que nadie lo viera, pues se encontraba deshabitado, y así fue. Entre sus muros esperó hasta que cayó la noche. Y finalmente, entre las sombras que proyectaba la luz de una luna grande y serena, el hombre alto apareció caminando y, con movimientos lentos y tranquilos, se sentó a su lado.
Era tal y como lo recordaba. No había cambiado ni lo más mínimo, ni el color de su piel ni el brillo intenso de su mirada. Era imposible encontrarse cerca de él y no temblar, aunque no sabía bien si de emoción o de un miedo contenido e inexplicable.
Quiso preguntarle su nombre, pero se le olvidó, excitado como estaba y nervioso por ese encuentro tan esperado. Le agradeció su anterior visita, reconoció que le debía la vida, y le preguntó porqué había sido agraciado con su presencia.
—Aun no lo sabes, Néstor —dijo él—, pero un día tú serás una persona importante en la vida de un joven al que quiero conocer, pues con su intervención me encontraré de nuevo con una mujer a la que amo.
Néstor no comprendió y siguió preguntando, pero no obtuvo respuesta. Entonces le preguntó por su especie, y el hombre alto se rió, diciendo que todo el conocimiento que podía comprender ya estaba a su alcance.
Entonces, asustado y comenzando a comprender que no tenía la intención de ayudarlo, y que ni sus palabras ni sus actos iban a servir de cambio alguno en el mundo cruel e injusto en el que vivía, le pidió que matara a un hombre. El hombre alto se levantó, enfurecido, y Néstor se sintió tan desamparado y frágil como un bebé en la cuna, como no se sintió ni en los peores momentos en la cárcel. Un miedo primitivo paralizó cada músculo de su cuerpo, pues ante él se extendía el terror que había asolado las pesadillas de los hombres durante generaciones, lo desconocido, lo irracional, lo que nos acecha desde los rincones de nuestras casas y se agazapa bajo las camas y dentro de los armarios. El hombre no se movía, no amenazaba ni gritaba, pero igual que su misma presencia había destilado una vida intensa en su primer encuentro, en ese momento era muerte, muerte y desaparición en lo más profundo de la memoria. Supo que si el hombre alto lo deseaba, la vida de Néstor jamás habría existido, lo borraría de la historia y nadie jamás lo recordaría. Temió volverse loco durante un instante, pero el hombre volvió a sentarse, como si nada hubiera ocurrido, y con la mirada condescendiente de un padre que decide dejar de mentir a su hijo, apoyó la mano en su hombro para tranquilizarlo, y le habló.
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