Animo, ya te queda poco. Haz que me sienta orgulloso. Haz que cuente. Tú sigues dependiendo de los demás, pero Devan sólo depende de sí mismo.
¿Preferirías, acaso, ser feliz y estar muerto?
Esta entrada está sin corregir. Perdona las faltas, me pondré con ella y la editaré en breve. Quería verla en el blog, simplemente.
El
día amaneció soleado, las nubes parecían por fin dar un respiro al
cielo. Era la primera vez que Devan veía el sol en semanas. “No es
un mal augurio”, pensó, y a pesar de que sentía en las tripas que
no volvería a ver amanecer, decidió que no podía vivir ese día de
un modo diferente al resto de su vida. Debía pasar un poco más de
tiempo con Sopa y asegurarse de que fuera a quedar bien atendida, y
también visitar a los niños del hospital. ¿Por qué no hacerlo? Le
sobraba tiempo para morir.
Rapunzel
y los demás niños se lo tomaron bastante bien cuando les dijo que
posiblemente no volvería a visitarlos. Esos niños estaban más
acostumbrados a ver morir a sus amigos que la mayoría de los
adultos, y lo aceptaron con una facilidad pasmosa que a Devan le
sorprendió y también entristeció un poco. “La muerte no debería
rondar a los niños tan pequeños”, pensó. “No debo compadecerme
de ellos igual que ellos no se compadecen de mí”. Pero cuando
salió del hospital no pudo evitar maldecir al mundo en voz alta.
Sopa
lo llevó peor. Con su particular sensibilidad, supo rápidamente que
algo no marchaba bien, algo iba a cambiar y los gatos no toleran bien
los cambios. Comieron juntos en la cocina, se acomodó en su regazo
cuando se tumbaron a ver la tele juntos, tranquilizándose con el
olor conocido, y pasaron un par de horas haciendo lo que mejor sabía
hacer ella: dormir. Cuando Devan se levantó y se vistió para salir
de casa, ella ni se inmutó.
–Adiós,
Sopa, cariño –la dijo desde la puerta con una voz más temblorosa
de lo que esperaba. La gata siguió durmiendo, soñando, quizá, con
los días en los que podía ver, y jugar, y perseguir cosas que se
movían. Al igual que los amaneceres de Devan, esos días seguían
existiendo en el pasado, fuera de su alcance. A los gatos, de todos
modos, todas esas tonterías existenciales les dan igual.
¿Qué
haces cuando piensas que te queda menos de un día de vida?
DESPEDIRTE
DE TUS SERES QUERIDOS
O
PREPARARTE
PARA IRTE A LO GRANDE
Devan
lo tenía claro, llevaba meses preparándose para ese momento. Salió
de su casa y bajó por las escaleras. Saludó con una sonrisa a los
vecinos con los que se encontró, sin aspavientos, aunque quizá un
poco más amable o entusiasta de lo habitual. Su intención era dejar
la mejor última impresión posible. Pasó por su trabajo a la hora
de cerrar, a saludar y a invitar a una caña rápida a sus
compañeros. “Estás muy bien”, le decían todos, “para estar
tan jodido”, añadían con la mirada, en silencio. Devan lo notaba
y hacía como que no se daba cuenta. Se despidió rápido, pero
satisfecho de haber realizado esa parada. Con esas personas había
pasado muchas horas en los últimos años y, le cayeran bien o mal, a
esas alturas era irrelevante. “Lo que tú sientas no te
sobrevivirá”, había dicho Dailyn en una ocasión, “pero lo que
los demás sienten por ti permanecerá cuando tú hayas muerto”.
Pensó
en pasar por delante de su clínica veterinaria, no tanto para ver a
Mireia, la última mujer de su vida, como para asegurarse de que sus
arreglos para el futuro de Sopa seguían estando claros, pero le
pareció fuera de lugar, porque sabía que todo estaba bien, y no lo
hizo. También pensó en llamar a sus familiares más cercanos, que
de cercanos no tenían nada, o a alguno de sus amigos, pero ¿qué
podía decir? El único que podía comprenderle, hasta cierto punto,
era Salem, y tampoco tenía nada que decirle. Sentía esa extraña
sensación de paz que se alcanza cuando no tienes ninguna
conversación pendiente con nadie. Estaba listo para morir.
Primero
pasó por el bar de la camarera desagradable. Seguía siendo un lugar
para gente formal y respetable, arreglada y bien peinada, y Devan
seguía desentonando como un vegetariano en el Banquete de los Mil
Jamones. “Que coincidencia”, dijo la camarera, “Eliah ha venido
hoy por aquí, y le he dicho que un hombre preguntó por él no hace
mucho”. Luego guardó un prudente silencio, por lo que Devan no
supo si Eliah había respondido algo. Muchos años detrás de una
barra habían enseñado a la camarera a mantener cara de poker ante
los clientes.
–No
sabrás, por casualidad, dónde podría encontrarle ahora, ¿verdad?
–preguntó él.
–Pues
sí –respondió ella–, porque me lo ha dicho antes de irse. Me
dijo “si vuelve el tipo ese, le dices que me vaya a buscar al bar
de la pelea, él sabe cual es”. ¿Sabes cual es?
“Sabía
que vendría hoy aquí”, pensó Devan. Ha venido sólo para dejarme
un mensaje, sabe lo que voy a hacer, sabe lo que va a ocurrir y,
probablemente, sabe dónde está Dailyn en todo momento. ¿A qué
viene este juego?”
Salió
de allí malhumorado, sin despedirse ni dedicarle siquiera una
sonrisa a la camarera. “Gilipollas complaciente”, pensó al
salir. “Se ha puesto a bailar con el diablo, y ni siquiera ha
comenzado a sonar la música. Se está riendo de nosotros, de todos
nosotros. De todos los que estamos vivos”.
En
la calle se detuvo un momento. Sabía dónde tenía que ir, y cada
momento que pasaba sentía con más claridad que allí iba a
encontrar a Eliah y a Dailyn. La cabeza no le dolía, pero porque se
había tomado una dosis peligrosa de analgésicos. Se encontraba algo
mareado, pero mantenía las náuseas a raya, curiosamente, a base de
mezclar medicamentos con bourbon.
Los
dos bares se encontraban cerca uno del otro, pero Devan alargó el
paseo un poco más de lo necesario. Pasó por una plaza pequeña,
poco más que un rincón medio escondido entre dos edificios, y pidió
un cigarrillo a unos chicos. Se sentó en un banco de una calle
peatonal y se lo fumó muy despacio, casi sin saborearlo. Cada calada
le hacía toser porque hacía mucho tiempo que no fumaba, y además
le dio un ligero mareo y un pinchazo en una sien. Pero se lo terminó,
pese a todo, mientras observaba a la gente que paseaba por la calle y
especulaba sobre sus vidas. “Esos dos no se quieren, pero no saben
vivir el uno sin el otro”, decía sobre una pareja de personas algo
mayores que caminaban con paso rápido, como si tuvieran prisa por
volver a una madriguera de la que no debían haber salido. “Ese es
un asesino y el tipo al que sigue es su víctima”, pensó cuando un
hombre de semblante serio pasó a su lado, seguido de cerca por un
hombre con gabardina que mantenía una discreta distancia y cuya
mirada contenía un odio intenso.
“Ese
niño estará muerto dentro de cien años”, pensó al ver pasar a
una mujer joven con un bebe en un carrito. El bebé lloraba mientras
la madre intentaba consolarlo y le abrigaba para que no se resfriara
con el aire frío que se estaba levantando. “La vida es pasajera y
la tratamos como si fuera eterna”, se dijo en voz baja mientras
recordaba sus últimas palabra con Dailyn.
Siguió
sentado un rato más, pero el aire cada vez soplaba con más fuerza y
el cielo, que llevaba despejado todo el día, comenzó a cubrirse. Se
levantó con desgana y, ajustándose la chaqueta para protegerse, se
dirigió al bar en el que se encontraba Eliah. Cruzó la puerta sin
mirar atrás, sin vacilar, sin pensárselo ni un segundo más. “Al
infierno con todo”, dijo en voz alta.
Dailyn
se encontraba allí.
–¡Devan!
–gritó al verle. Corrió hacia él con una sonrisa y se echó a su
cuello como si fuera un niño que se acabara de encontrar a Papá
Noel. Eso le pilló desprevenido a Devan, pero mantuvo el equilibrio
y no se calló al suelo. Le costó un poco no hacerlo, de todos
modos.
–¿Qué
haces tú aquí? –preguntó cuando recuperó la verticalidad. ¿Y
con quién has venido? Porque te recuerdo que los niños, ejem, sin
un adulto que os acompañe no...
–Eliah
está aquí, Devan –dijo ella, interrumpiéndolo. La sonrisa había
desaparecido.
–Ahora
sí que ya no entiendo nada –respondió él.
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