jueves, 8 de diciembre de 2011

Los que se resisten a morir (decimoséptima entrada)

Te cuesta terminar, ¿eh?


Animo, ya te queda poco. Haz que me sienta orgulloso. Haz que cuente. Tú sigues dependiendo de los demás, pero Devan sólo depende de sí mismo.


¿Preferirías, acaso, ser feliz y estar muerto?






Esta entrada está sin corregir. Perdona las faltas, me pondré con ella y la editaré en breve. Quería verla en el blog, simplemente.









El día amaneció soleado, las nubes parecían por fin dar un respiro al cielo. Era la primera vez que Devan veía el sol en semanas. “No es un mal augurio”, pensó, y a pesar de que sentía en las tripas que no volvería a ver amanecer, decidió que no podía vivir ese día de un modo diferente al resto de su vida. Debía pasar un poco más de tiempo con Sopa y asegurarse de que fuera a quedar bien atendida, y también visitar a los niños del hospital. ¿Por qué no hacerlo? Le sobraba tiempo para morir.

Rapunzel y los demás niños se lo tomaron bastante bien cuando les dijo que posiblemente no volvería a visitarlos. Esos niños estaban más acostumbrados a ver morir a sus amigos que la mayoría de los adultos, y lo aceptaron con una facilidad pasmosa que a Devan le sorprendió y también entristeció un poco. “La muerte no debería rondar a los niños tan pequeños”, pensó. “No debo compadecerme de ellos igual que ellos no se compadecen de mí”. Pero cuando salió del hospital no pudo evitar maldecir al mundo en voz alta.

Sopa lo llevó peor. Con su particular sensibilidad, supo rápidamente que algo no marchaba bien, algo iba a cambiar y los gatos no toleran bien los cambios. Comieron juntos en la cocina, se acomodó en su regazo cuando se tumbaron a ver la tele juntos, tranquilizándose con el olor conocido, y pasaron un par de horas haciendo lo que mejor sabía hacer ella: dormir. Cuando Devan se levantó y se vistió para salir de casa, ella ni se inmutó.

Adiós, Sopa, cariño –la dijo desde la puerta con una voz más temblorosa de lo que esperaba. La gata siguió durmiendo, soñando, quizá, con los días en los que podía ver, y jugar, y perseguir cosas que se movían. Al igual que los amaneceres de Devan, esos días seguían existiendo en el pasado, fuera de su alcance. A los gatos, de todos modos, todas esas tonterías existenciales les dan igual.

¿Qué haces cuando piensas que te queda menos de un día de vida?

DESPEDIRTE DE TUS SERES QUERIDOS

O

PREPARARTE PARA IRTE A LO GRANDE

Devan lo tenía claro, llevaba meses preparándose para ese momento. Salió de su casa y bajó por las escaleras. Saludó con una sonrisa a los vecinos con los que se encontró, sin aspavientos, aunque quizá un poco más amable o entusiasta de lo habitual. Su intención era dejar la mejor última impresión posible. Pasó por su trabajo a la hora de cerrar, a saludar y a invitar a una caña rápida a sus compañeros. “Estás muy bien”, le decían todos, “para estar tan jodido”, añadían con la mirada, en silencio. Devan lo notaba y hacía como que no se daba cuenta. Se despidió rápido, pero satisfecho de haber realizado esa parada. Con esas personas había pasado muchas horas en los últimos años y, le cayeran bien o mal, a esas alturas era irrelevante. “Lo que tú sientas no te sobrevivirá”, había dicho Dailyn en una ocasión, “pero lo que los demás sienten por ti permanecerá cuando tú hayas muerto”.

Pensó en pasar por delante de su clínica veterinaria, no tanto para ver a Mireia, la última mujer de su vida, como para asegurarse de que sus arreglos para el futuro de Sopa seguían estando claros, pero le pareció fuera de lugar, porque sabía que todo estaba bien, y no lo hizo. También pensó en llamar a sus familiares más cercanos, que de cercanos no tenían nada, o a alguno de sus amigos, pero ¿qué podía decir? El único que podía comprenderle, hasta cierto punto, era Salem, y tampoco tenía nada que decirle. Sentía esa extraña sensación de paz que se alcanza cuando no tienes ninguna conversación pendiente con nadie. Estaba listo para morir.

Primero pasó por el bar de la camarera desagradable. Seguía siendo un lugar para gente formal y respetable, arreglada y bien peinada, y Devan seguía desentonando como un vegetariano en el Banquete de los Mil Jamones. “Que coincidencia”, dijo la camarera, “Eliah ha venido hoy por aquí, y le he dicho que un hombre preguntó por él no hace mucho”. Luego guardó un prudente silencio, por lo que Devan no supo si Eliah había respondido algo. Muchos años detrás de una barra habían enseñado a la camarera a mantener cara de poker ante los clientes.

No sabrás, por casualidad, dónde podría encontrarle ahora, ¿verdad? –preguntó él.

Pues sí –respondió ella–, porque me lo ha dicho antes de irse. Me dijo “si vuelve el tipo ese, le dices que me vaya a buscar al bar de la pelea, él sabe cual es”. ¿Sabes cual es?

Sabía que vendría hoy aquí”, pensó Devan. Ha venido sólo para dejarme un mensaje, sabe lo que voy a hacer, sabe lo que va a ocurrir y, probablemente, sabe dónde está Dailyn en todo momento. ¿A qué viene este juego?”

Salió de allí malhumorado, sin despedirse ni dedicarle siquiera una sonrisa a la camarera. “Gilipollas complaciente”, pensó al salir. “Se ha puesto a bailar con el diablo, y ni siquiera ha comenzado a sonar la música. Se está riendo de nosotros, de todos nosotros. De todos los que estamos vivos”.

En la calle se detuvo un momento. Sabía dónde tenía que ir, y cada momento que pasaba sentía con más claridad que allí iba a encontrar a Eliah y a Dailyn. La cabeza no le dolía, pero porque se había tomado una dosis peligrosa de analgésicos. Se encontraba algo mareado, pero mantenía las náuseas a raya, curiosamente, a base de mezclar medicamentos con bourbon.

Los dos bares se encontraban cerca uno del otro, pero Devan alargó el paseo un poco más de lo necesario. Pasó por una plaza pequeña, poco más que un rincón medio escondido entre dos edificios, y pidió un cigarrillo a unos chicos. Se sentó en un banco de una calle peatonal y se lo fumó muy despacio, casi sin saborearlo. Cada calada le hacía toser porque hacía mucho tiempo que no fumaba, y además le dio un ligero mareo y un pinchazo en una sien. Pero se lo terminó, pese a todo, mientras observaba a la gente que paseaba por la calle y especulaba sobre sus vidas. “Esos dos no se quieren, pero no saben vivir el uno sin el otro”, decía sobre una pareja de personas algo mayores que caminaban con paso rápido, como si tuvieran prisa por volver a una madriguera de la que no debían haber salido. “Ese es un asesino y el tipo al que sigue es su víctima”, pensó cuando un hombre de semblante serio pasó a su lado, seguido de cerca por un hombre con gabardina que mantenía una discreta distancia y cuya mirada contenía un odio intenso.

Ese niño estará muerto dentro de cien años”, pensó al ver pasar a una mujer joven con un bebe en un carrito. El bebé lloraba mientras la madre intentaba consolarlo y le abrigaba para que no se resfriara con el aire frío que se estaba levantando. “La vida es pasajera y la tratamos como si fuera eterna”, se dijo en voz baja mientras recordaba sus últimas palabra con Dailyn.

Siguió sentado un rato más, pero el aire cada vez soplaba con más fuerza y el cielo, que llevaba despejado todo el día, comenzó a cubrirse. Se levantó con desgana y, ajustándose la chaqueta para protegerse, se dirigió al bar en el que se encontraba Eliah. Cruzó la puerta sin mirar atrás, sin vacilar, sin pensárselo ni un segundo más. “Al infierno con todo”, dijo en voz alta.

Dailyn se encontraba allí.

¡Devan! –gritó al verle. Corrió hacia él con una sonrisa y se echó a su cuello como si fuera un niño que se acabara de encontrar a Papá Noel. Eso le pilló desprevenido a Devan, pero mantuvo el equilibrio y no se calló al suelo. Le costó un poco no hacerlo, de todos modos.

¿Qué haces tú aquí? –preguntó cuando recuperó la verticalidad. ¿Y con quién has venido? Porque te recuerdo que los niños, ejem, sin un adulto que os acompañe no...

Eliah está aquí, Devan –dijo ella, interrumpiéndolo. La sonrisa había desaparecido.

Ahora sí que ya no entiendo nada –respondió él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario