Te dejo con uno de mis relatos favoritos. Trata de cómo, a veces, lo que somos y lo que sentimos no son lo mismo. Trata del fin de la humanidad. Y de los viejos amigos.
Espero que te guste.
La Muerte no se
impacientaba. A lo largo de su existencia había aprendido a no dejarse llevar
por la ansiedad. Ella sabía, mejor que nadie, que con el tiempo todo termina
sucediendo. Su misma esencia se basaba en esa afirmación.
Preparó café. Aún
faltaba algo de tiempo hasta que llegaran sus invitadas, así que sacó unas
bandejas y colocó sobre ellas unas pastas que había horneado esa misma mañana.
Eran dulces de chocolate y vainilla, pequeños y delicados. A Muerte le gustaba
cocinar. Se relajaba entre fogones y pucheros, bailaba entre cacerolas y,
aunque nunca lo admitiría en público, cantaba viejos temas de Madonna mientras lo hacía. Creaba
sabores nuevos, sutiles y diferentes al ritmo de Like a Virgin, y de ese modo sentía que hacía algo útil y
provechoso. Ofrecía algo que sus invitados disfrutaban y que, por un instante,
hacía que se sintieran más cómodos en su presencia.
Esa era su
intención cuando colocaba sobre las bandejas las pastas de chocolate y vainilla
que había cocinado. Alguien se quejaría, claro. Siempre había alguna que se
quejaba del sabor de la leche de soja o de que no hubiera bocaditos de salmón
ahumado. Muerte era vegetariana, porque sólo así podía olvidarse de su trabajo
cuando se encerraba en la cocina. Sus invitadas lo sabían, así que probablemente
alguna de ellas se presentaría en su casa con un pastel de carne.
Las muy perras.
Confiaba en que
acudieran todas. No era muy habitual convocar a las Plagas de la Humanidad a
una reunión, pero eran tiempos difíciles, había que tomar medidas drásticas y
hacía falta verse las caras. A pesar de que algunas de las Plagas estaban muy
atareadas, confiaba en que todas, sobre todo las más ancianas, fueran
conscientes de la gravedad de la situación y no ignoraran su llamada. Las
Plagas más jóvenes se escandalizaban a la mínima ocasión y veían el fin del
mundo en cada terremoto o catástrofe, pero las viejas, como Guerra o ella
misma, que ya estaban un poco de vuelta de todo, sabían que a la humanidad era
más difícil exterminarla que a una colonia de cucarachas en mitad de un
vertedero, y no solían hacer mucho caso de señales, profecías o calendarios del
fin del mundo.
Muerte, en
realidad, también tenía mucho trabajo pendiente, pero se las apañaba
estupendamente para estar siempre en el lugar en el que debía estar. “Para
hacer tu trabajo no necesitas más que un momento”, solía decir Hambre, “¡pero
el mío requiere años de dedicación!”.
“Privilegios de
la edad”, respondía ella, que era la mayor de todas. Cuando discutían entre
ellas las demás Plagas callaban y no osaban entrometerse, porque Hambre y
Muerte eran las más ancianas. Discutían mucho, pero la última palabra todos
sabían quién la tenía. El primer ser vivo había muerto con el estómago lleno.
Sonó el timbre.
Cuando se acercó, Muerte vio que su acogedor hall de entrada, con su puerta acristalada
de resina y aluminio, se había transformado en una pequeña puerta de madera
ennegrecida y vieja, con una cerradura oxidada y una mirilla enrejada, como de
mazmorra. Eso sólo podía significar una cosa.
—Hola, Miedo
—dijo mientras abría—. Eres muy puntual. Más que puntual, de hecho, me temo que
tendrás que esperar un rato.
—¿Soy la primera?
—dijo Miedo—. Yo… Estaba por aquí cerca, y… Espero no molestarte.
—Tú nunca me
molestas, querida —respondió Muerte con cariño—. Ésta también es tu casa, ya lo
sabes, así que pasa y nos tomaremos un café juntas mientras llegan las demás.
Miedo sonrió y
miró a Muerte con sus ojos grandes y negros. A pesar de ser una de las Plagas
más ancianas, parecía una niña.
—Gracias, Kali.
Tú siempre eres amable conmigo. Tú nunca me haces de menos ni te ríes a mis
espaldas. ¿Puedo usar el servicio?
—Eh… sí, claro,
está donde lo dejaste la última vez. Creo que también siguen ahí tus toallas y
tu cepillo de dientes. Y no me llames así, que ya sabes que no me gusta.
Miedo entró y se
dirigió con cierta urgencia hacia uno de los servicios. Conocía bien la casa,
porque Muerte y ella habían vivido juntas durante mucho tiempo.
“Nadie se ríe a
tus espaldas, querida,” pensó Muerte mientras observaba a la sombra de su
amiga, que esperaba pacientemente en la puerta del lavabo, “porque todas
sabemos de lo que eres capaz y, mientras tú no te des cuenta, viviremos más
tranquilas”.
La puerta se
abrió, la sombra se pegó de nuevo a su dueña y Miedo salió sonriendo y más
tranquila.
—¿Has preparado
pastas? Huelo a chocolate. ¿Has hecho pastas de chocolate, Muerte? ¿Me das una?
¿Dónde las tienes?
Muerte iba a
abrir la boca cuando el timbre de la puerta sonó otra vez.
—En la cocina, tesoro
—respondió—. Y si vas poniendo unos platitos y servilletas en la mesa te estaré
muy agradecida. Las de tela, no las de papel.
La puerta se
había transformado de nuevo, pero seguía sin ser la suya. Se había convertido
en una puerta acorazada, llena de gruesos remaches, vieja y con golpes y
abolladuras en la chapa. Cuando abrió, se encontró con la cara triste y
alicaída de Guerra.
—Hola, Muerte
—dijo sin ningún entusiasmo. Malformación viene conmigo.
—Hola, queridas
—respondió la anfitriona—. Pasad al salón, Miedo acaba de llegar.
Guerra estaba
pálida y ojerosa. Últimamente había adelgazado mucho. Malformación entró detrás
de ella, agachando la cabeza sin atreverse a mirar a Muerte a la cara.
—Hola. ¿Puedo
pasar? He sido puntual, ¿verdad?
—Mal, tontita,
claro que puedes pasar. Anda, vamos, y no te preocupes, que has sido puntual
como un reloj.
Malformación
había estado a punto de no acudir a la reunión. Se encontraba muy incómoda en
presencia de Muerte, y no sabía muy bien por qué.
—¿Por qué no
podemos ser amigas? —había preguntado Mal en una ocasión—. ¿Es por algo que he
dicho, o por algo que he hecho? Tú y yo no nos molestamos, ¿no?, yo nunca he
hecho nada que pudiera molestarte, ¿no?
Muerte no había
sabido qué responder y había callado, sonriendo como hacía siempre que no tenía
nada que decir. Malformación era muy inteligente, la conocía bien, y no había
nada que pudiera decir para tranquilizarla. No había hecho nada malo, cierto,
pero su misma presencia ya le ponía nerviosa. Cada vez que Malformación entraba
en escena, Muerte no sabía muy bien cómo actuar. A veces, cuando se llevaba la
vida de una persona que había pertenecido a Mal, pensaba que llegaba demasiado
tarde, que no tenía que haber permitido a esa persona vivir tanto tiempo. A
veces pensaba que la misma existencia de Malformación era un error, y se
preguntaba si no debería hacer algo al respecto. Pero sabía que no podía hacer
nada, porque Malformación de las Plagas de la Humanidad también era Genio de
las Virtudes de los Hombres, y no era decisión suya privar al mundo de su
presencia.
Mal no sabía
nada de todo eso, pero lo intuía, y por eso siempre se encontraba incómoda en
presencia de Muerte. Ni todas las pastas de chocolate y vainilla del mundo
podían evitarlo.
Poco a poco, el
resto de las plagas fueron llegando y tomando asiento. Hambre se presentó con
una tarta de queso, una botella de licor de manzana y una empanada de atún.
—Si no hay
comida en la mesa me siento incómoda, ya lo sabes —había dicho a Muerte.
—Pero... podías
haber traído cosas que no hubieran gritado antes de ser cocinadas —había
respondido ella, intentando ignorar el pasado de la empanada. Muerte vivía en
varios tiempos a la vez, así que todo lo que había estado vivo en algún momento
había pasado por sus manos antes de llegar a la mesa. Se llevaba bien con los
vegetales, el trigo de la harina con la que cocinaba no tenía demasiados
recuerdos de su propia existencia, pero con el atún era diferente. Miedo miraba
la empanada con una cierta tristeza, como recordando algún momento del pasado,
pero no se atrevía a decirle nada a las Plagas mayores. “Al menos”, pensó
Muerte, “ya no trae pedazos de carne humana, como hacía al principio”. Los
primeros tiempos de la humanidad habían sido complicados para Hambre, ya que
había sido en gran medida responsable de su creación.
Peste fue la
última en llegar. Atravesó una puerta de madera podrida y moho, cruzó el
pasillo, entró en el salón y tomó asiento en silencio, sin decir ni una palabra
a nadie. Muerte fue la única que le dedicó una sonrisa, porque tenía la firme
creencia de que la amabilidad curaba todas las amarguras, pero no la llamó por
su nombre, porque no sabía cuál era en ese momento. Peste cambiaba de nombre
continuamente, intentando adaptarse a los tiempos de los hombres, pero las
últimas pandemias habían tenido nombres tan ridículos y tan variables que había
terminado por rendirse. Ahora nadie sabía cómo referirse a ella, y ella
tampoco.
—Bueno, pues ya
estamos—dijo Muerte—. Nos podemos ir sentando.
Habían acudido
todas, y con una puntualidad poco habitual. Eso significaba que eran
conscientes de la gravedad de la situación, y eso haría más fácil tomar una
decisión. El estado del mundo realmente era un desastre.
—GRACIAS A
TODAS… —empezó diciendo Muerte. Se interrumpió, carraspeó y se aclaró la
garganta—. Perdón. Gracias a todas por venir. Sé que son malos tiempos y que tenemos
mucho trabajo por hacer, y os agradezco que os hayáis tomado la molestia de
acudir. Ya sabéis que la situación es muy delicada y tenemos que tomar una
decisión. El mundo está fatal y no podemos continuar así.
—A mí no me
miréis —dijo Desolación—. Yo llego cuando las demás ya habéis terminado con lo
vuestro. Creo que todas sabemos quién se ha estado pasando de la raya.
Excepto Pachanga
y Crisis Bursátil, dos de las más jóvenes que no estaban prestando atención,
todas las demás Plagas miraron a Guerra.
—¿Qué pasa? ¿Ya
me estáis culpando a mí otra vez? Estoy harta de vosotras —dijo la acusada—,
siempre me echáis el marrón a mí de todo lo que ocurre. Pero ¿sabéis una cosa?
Yo no soy más que la consecuencia, la que paga vuestros platos rotos, así que a
lo mejor tenéis que pensar más en lo que hacéis vosotras y dejar de señalarme a
mí cada vez que ocurre un desastre.
Se armó un
pequeño revuelo, porque las plagas eran muy vanidosas, sin excepción, y a
ninguna le gustaba ser la causante de una desgracia, a pesar de que su propia
existencia se basaba, precisamente, en ser causa de desgracias.
—¡Siempre estás
en todas partes! —gritó Contaminación, que en realidad viajaba mucho más que Guerra,
pero casi nadie se daba cuenta.
—¡Eres la que
siempre lo complica todo! —dijo Peste, que en el último momento había decidido
llamarse Cáncer.
Muerte y Hambre
se miraban y sonreían, porque ellas sabían que las cosas eran mucho más
sencillas de lo que pensaban las demás plagas, y que todo se reducía, en el
fondo, a evitarlas a ellas dos. Finalmente, la mayor acudió en defensa de
Guerra.
—Escuchad todas
—dijo—, Guerra tiene algo de razón, no podemos acusarla de ser la culpable de
todo. Además, estamos aquí para tomar una decisión, porque así no podemos
continuar. Tenemos que intervenir, eso está claro, porque al hombre no se le
puede dejar solo, pero tenemos que decidir si lo hacemos para salvar a su
especie o si acabamos con ella definitivamente y buscamos una sustituta. Yo os
propongo que echemos un vistazo al mundo y que tomemos una decisión en base a
lo que veamos. ¿Qué os parece?
—Pues que como
cambiemos de especie me voy a aburrir mucho durante siglos —dijo Crisis
mientras chocaba la palma de la mano con Pachanga. Ninguna de las dos pintaba
nada hasta hacía muy poco tiempo—. Pero por mí vale. ¿Quién elije lo que vemos?
—Yo misma —dijo Guerra—.
Voy a elegir una escena de una zona en la que yo no haya intervenido, para que
no digáis que soy partidista.
Las Plagas
rezongaron un poco, pero consintieron. Despejaron el centro de la mesa,
quitaron las copas y los platos y se deshicieron de las sombras que proyectaban
las lámparas del techo, para que no molestaran. Las bandejas de pastas estaban
vacías, observó Muerte con satisfacción, pero la empanada estaba casi intacta.
“La próxima vez tengo que preparar más cantidad”, pensó.
Dejaron las tazas
en una mesita auxiliar y amontonaron todas las sombras en un sillón, mientras
Guerra abría en la mesa una ventana al mundo de los hombres. Comenzó dibujando
con el dedo un rectángulo, luego otros rectángulos en el interior, así hasta
completar el dibujo de una ventana. Por donde pasaba el dedo, quedaba en la
mesa una marca amarilla, como si estuviera escribiendo con un rotulador dorado.
Cuando terminó, dibujó dos tiradores redondos en el centro y levantó la mano.
—Ya está. Abre
tú misma, Mal.
Malformación
agarró los tiradores, que sobresalían por encima de la mesa, y tiró de ellos
hacia arriba.
En la ventana no
se veía más que una espesa niebla negra, como si el Universo estuviera todavía
formándose. Cuando las brumas comenzaron a aclararse, se perfiló sobre un fondo
negro la silueta del planeta Tierra. La ventana se fue acercando más y más
rápido a la superficie, hasta que se empezaron a ver los continentes, las
formaciones naturales, y finalmente las ciudades. La imagen se giró y se acercó
al sureste asiático, cada vez más rápido, hasta detenerse encima de un barrio
enorme en las afueras de una ciudad. La imagen se volvió borrosa y se transformó
en el interior de una de las casas, en una habitación compuesta por un aseo y
una cama. En ella se encontraban dos niños de corta edad y, como sucedía en la
mayor parte del mundo, Hambre ya les había visitado hacía tiempo. La niña, que
tenía unos ocho años, acunaba al niño, que no tendría más de seis, mientras le
cantaba una canción de cuna.
—Muy monos —dijo
Indiferencia con sarcasmo—, sólo faltan los cachorros de gatitos jugando en un
rincón, Guerra. En el fondo a ti te gustan los niños.
—No la he
elegido a propósito —respondió Guerra con un ligero enfado—, ha sido una
ventana de probabilidad en una ciudad sin mí. Los niños siempre son niños en
cualquier parte del mundo, es más fácil comprenderlos a ellos que a los
adultos.
—Callaos, por
favor —dijo Cáncer—, que no oigo a la niña. Tiene una voz preciosa.
La niña seguía
cantando aunque el niño, lejos de dormirse, parecía cada vez más despierto.
Sonreía a su amiga (en realidad no eran hermanos), que realmente tenía una voz
muy dulce. Lentamente, sacó el brazo derecho de la manta con la que se tapaba y
buscó la mano de la niña. Sus dedos se entrelazaron muy suavemente, como sólo
pueden hacerlo los niños y los muy ancianos, cuando el contacto de una mano
amiga es todo lo que exige el corazón, que aún no sabe de otras necesidades o
que ya está cansado de ellas. Aunque su voz flaqueó por un instante, la niña no
dejó de cantar la misma estrofa de una canción que se cantaba en todo el mundo
con las mismas notas. La letra variaba de unos países a otros, pero el
significado siempre era el mismo, siempre la cantaba un adulto a un niño a
quien protegía, siempre ofrecía consuelo y apoyo. La niña, a sus ocho años,
había aprendido la responsabilidad que tenía frente a alguien más débil, aunque
no fuera de su familia, aunque no ganara nada a cambio. Esa necesidad de proteger
la inocencia no se la habían inculcado los adultos; había nacido con ella.
Las Plagas
siguieron escuchando en silencio, sin atreverse a interrumpir a la niña,
comprendiendo lo que significaba su canción desde el primer momento, porque
eran las Plagas de la Humanidad y también su última esperanza de supervivencia.
Todas eran, sin excepción, muy sensibles a los actos de los hombres, aunque no
fueran responsables de ellos o de cómo se dejaban dominar por su presencia.
Cuando la niña
calló, finalmente, pasó un buen rato hasta que Muerte se decidió a romper el
silencio.
—Bueno, esto es
lo que hay. Sabemos de lo que es capaz la especie y también sabemos que nacen
siendo inocentes. La decisión es nuestra. Queridas, no podemos marcharnos de
aquí sin decidir algo. ¿Intervenimos? ¿Les dejamos a su aire? ¿O cambiamos de
especie?
—Un solo
inocente merece la pena —dijo Malformación—. Ni siquiera nosotras podemos
atrevernos a juzgarlos a todos. Voto por intervenir y salvar el mundo. Yo digo
que hay que ayudarlos y que Guerra no es responsable de todo lo que ocurre en
la superficie del planeta. ¿Quién me apoya?
—Yo también voto
por la vida —intervino Desolación—, en una o dos generaciones, estos niños
serán capaces de hacer del mundo un lugar habitable de nuevo.
Las demás plagas
asintieron una detrás de otra, apoyando a Malformación.
—Mirad —dijo Miedo—,
parece que entra alguien.
A través de la
ventana abierta sobre la mesa, vieron como se abrió la puerta de la habitación.
Entraron dos hombres, adultos, bien vestidos y bien alimentados. Los niños
dejaron de sonreír. Las plagas supieron, en ese mismo instante, que algo malo,
algo horrible, estaba a punto de ocurrir.
—Pero dijiste
que esta ciudad no te pertenece, Guerra —susurró Indiferencia—, y Miedo no
tiene motivos para haberla visitado. No… no hay razón para que los niños se
asusten, o sufran… ¿no?
Miedo se mordía
las uñas sin ocultar su ansiedad, porque esa escena ya la había visto antes. Hambre,
que sabía que su labor no acababa cuando los hombres llenaban el estómago, sino
que continuaba hasta que satisfacían todas sus necesidades, era la única que
comprendía lo que ocurría.
—No es culpa mía
—decía para sí misma—, no es culpa mía, por favor, no me culpéis a mí…
Las plagas, una
a una, fueron apartándose de la imagen de la habitación. Muerte fue la única
que mantuvo la mirada fija en ella, en todo momento, cuando uno de los hombres
comenzó a pegar a los niños, cuando el otro comenzó a desnudarse. El sonido,
sin embargo, no podían ignorarlo. La niña que cantaba hacía unos instantes gritó
hasta que perdió la voz. El niño lloraba silenciosamente, más acostumbrado al
dolor que a las canciones.
—¡No lo soporto
más! ¡Muerte, cierra eso y vamos a detener esa locura! —gritó Cáncer.
—Lo que estáis
viendo ocurrió ayer —dijo Muerte con calma—. Yo me llevé a los niños hace
horas, antes de que empezara la reunión.
Al cabo de un
rato cesaron los gritos y los lamentos. Muerte cerró la ventana y la mesa
volvió a convertirse en una superficie opaca, lisa y sin dibujos. Contaminación
pasaba la mano por encima, como si buscara algún rastro de los niños en ella.
Las más jóvenes se habían alejado y hablaban entre ellas, pero Indiferencia no
podía contenerse y lloraba en un rincón, sola y completamente descontrolada.
Nunca había visto nada parecido. Las Plagas estaban acostumbradas a ver las
consecuencias de su presencia, pero aquella crueldad no las pertenecía a ninguna
de ellas. Era una Plaga inexistente, propia, creada por y para la humanidad,
ajena a las leyes de la Naturaleza y de la vida. Jamás tomó forma o nombre, ni
se presentó a las demás como habían hecho las jóvenes al nacer. Seguía oculta
en el interior del hombre y no se podía hablar con ella, o cambiar, o
simplemente intentar comprender.
—Tú lo sabías
—dijo Hambre volviéndose hacia Muerte—. Lo sabías y no nos has dicho nada. Has
jugado con nosotras.
—Tienes razón
—respondió—, yo sabía lo que iba a ocurrir porque ya había ocurrido, a veces se
producen desajustes en el tiempo cuando observamos el mundo. Pero recuerda que
yo no abrí la ventana. No me juzgues, Hambre, porque tú y yo sabemos
mejor que nadie de lo que es capaz el hombre. No sé de qué te sorprendes.
—Yo… Lo sé,
tienes razón, pero… Pensé que esto ya no ocurría, pensé que… A estas alturas y
todavía…
Muerte dejó a su
amiga tranquila. Se retiró de la mesa y se fue a la cocina a preparar más café,
porque presentía que a todas las vendría bien una taza bien caliente. Cuando estuvo
listo se acercó con una bandeja preparada. El olor penetrante hizo que las
Plagas se volvieran hacia ella. El café de Muerte era famoso incluso entre los
hombres.
—Tenemos que
tomar una decisión —dijo—, no quiero que os dejéis influenciar por lo último
que habéis visto. La inocencia se pierde con facilidad. Los hombres nacen
inocentes, pero aprenden la violencia rápidamente, en cualquier parte del mundo
y en cualquier época. Tenemos que decidir qué hacemos ahora que están sumidos
en el caos.
Indiferencia,
que se había mantenido alejada, se acercó a la mesa. Tenía los ojos enrojecidos
y el rostro deformado en una mueca de rabia infinita.
—Mátalos —dijo—.
Mátalos a todos.
—Indi, querida. ¿Estás
segura? Esta decisión no tiene vuelta atrás.
—Mátalos —dijo Cáncer
poniéndose en pie.
—A todos. Hasta
el último de su especie.
—Mátalos a
todos.
Las palabras se
transformaron en un grito de una sola voz. Una tras otra se unieron, y
gritaron, y exigieron a Muerte que actuara, sin dudar, sin tardanza y sin
excepción. La sentencia era clara y unánime: Genocidio.
Muerte se
levantó de su silla y pidió silencio con las manos.
—Está decidido
entonces. La humanidad muere hoy.
—Llámame cuando
quieras empezar de nuevo —dijo Malformación poniéndose en pie. Recogió su bolso
y su sombra, que seguía en el sillón junto a todas las demás, y abandonó la
casa con una mueca de disgusto sin despedirse. Muerte le perdonó la grosería,
porque sabía que había apostado muy fuerte por el hombre. Generación tras
generación, había esperado a que la civilización del hombre floreciera,
esperando el momento en el que ya no las necesitaran a la mayoría de ellas.
Pero en lugar de eso, las plagas cada vez habían sido más, y más maduras,
llenas de matices, de nombres y de rostros. Era la que más se había sentido
decepcionada por el fracaso.
Poco a poco, las
plagas se fueron marchando. Miedo fue la última en abandonar la casa, igual que
había sido la primera en llegar.
—Te dejo sola,
que hoy tendrás mucho trabajo —dijo—, pero cuenta conmigo, ¿vale? Entre las dos
seguro que podemos hacer algo.
—Eso haré,
querida —respondió Muerte, y en el fondo, sabía que Miedo iba a ser la única a
quien iba a llamar, que no iba a contar con ninguna de las demás Plagas. “A
partir de ahora”, pensó, “ella y yo nos ocuparemos de todo”.
Muerte se quedó sola, y nadie puedo ver que
estaba sonriendo. Llevaba mucho tiempo esperando esa decisión. Cuando la
llevara a cabo podría empezar de nuevo, podría intentarlo de nuevo con otra
especie. Pero no iba a cometer los mismos errores. Esa vez no pensaba permitir
que Hambre se entrometiera. Lo haría todo ella misma, como debía haberlo hecho
la primera vez. Las Plagas menores no iban a ser necesarias en mucho tiempo y,
respecto a las mayores, sabía muy bien que debía mantenerlas al margen todo lo
posible. Si Hambre se metía de por medio, los hombres se peleaban entre ellos,
pero cuando ella se acercaba, los hombres se abrazaban unos a otros. Miedo y
Muerte serían las únicas que intervendrían. La nueva creación sería consciente
de ellas más que del resto de las Plagas.
“Esta vez”,
pensó, “todo será diferente”.
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Me siento en deuda con Neil Gaiman y Terry Pratchett, por todo lo que me han enseñado, inspirado y permitido vivir. Sus mundos vivirán mucho más tiempo que el nuestro.
Me encanta este relato! creo que de todos los que he leido tuyos es el que mas me gusta con diferencia, tanto por el fondo como por la forma.
ResponderEliminarMe gustó mucho, mucho, mucho! Creo que es redondo, de principio a fin, perfectamente atados todos los detalles.
ResponderEliminarMe encanta!
Caray, muchas gracias :-)
ResponderEliminarLa verdad es que me siento orgulloso de este relato, y no me pasa muy a menudo. Os agradezco la lectura y el comentario. Si algún día vuelvo a reunirme con alguna de las Plagas para que me cuenten otra historia, no olvidaré mencionaros.
Nunca se sabe. :-)