jueves, 2 de agosto de 2012

EL PARLAMENTO DE LAS PLAGAS


Te dejo con uno de mis relatos favoritos. Trata de cómo, a veces, lo que somos y lo que sentimos no son lo mismo. Trata del fin de la humanidad. Y de los viejos amigos.

Espero que te guste.



La Muerte no se impacientaba. A lo largo de su existencia había aprendido a no dejarse llevar por la ansiedad. Ella sabía, mejor que nadie, que con el tiempo todo termina sucediendo. Su misma esencia se basaba en esa afirmación.

Preparó café. Aún faltaba algo de tiempo hasta que llegaran sus invitadas, así que sacó unas bandejas y colocó sobre ellas unas pastas que había horneado esa misma mañana. Eran dulces de chocolate y vainilla, pequeños y delicados. A Muerte le gustaba cocinar. Se relajaba entre fogones y pucheros, bailaba entre cacerolas y, aunque nunca lo admitiría en público, cantaba viejos temas de Madonna mientras lo hacía. Creaba sabores nuevos, sutiles y diferentes al ritmo de Like a Virgin, y de ese modo sentía que hacía algo útil y provechoso. Ofrecía algo que sus invitados disfrutaban y que, por un instante, hacía que se sintieran más cómodos en su presencia.

Esa era su intención cuando colocaba sobre las bandejas las pastas de chocolate y vainilla que había cocinado. Alguien se quejaría, claro. Siempre había alguna que se quejaba del sabor de la leche de soja o de que no hubiera bocaditos de salmón ahumado. Muerte era vegetariana, porque sólo así podía olvidarse de su trabajo cuando se encerraba en la cocina. Sus invitadas lo sabían, así que probablemente alguna de ellas se presentaría en su casa con un pastel de carne.

Las muy perras.

Confiaba en que acudieran todas. No era muy habitual convocar a las Plagas de la Humanidad a una reunión, pero eran tiempos difíciles, había que tomar medidas drásticas y hacía falta verse las caras. A pesar de que algunas de las Plagas estaban muy atareadas, confiaba en que todas, sobre todo las más ancianas, fueran conscientes de la gravedad de la situación y no ignoraran su llamada. Las Plagas más jóvenes se escandalizaban a la mínima ocasión y veían el fin del mundo en cada terremoto o catástrofe, pero las viejas, como Guerra o ella misma, que ya estaban un poco de vuelta de todo, sabían que a la humanidad era más difícil exterminarla que a una colonia de cucarachas en mitad de un vertedero, y no solían hacer mucho caso de señales, profecías o calendarios del fin del mundo.

Muerte, en realidad, también tenía mucho trabajo pendiente, pero se las apañaba estupendamente para estar siempre en el lugar en el que debía estar. “Para hacer tu trabajo no necesitas más que un momento”, solía decir Hambre, “¡pero el mío requiere años de dedicación!”.

“Privilegios de la edad”, respondía ella, que era la mayor de todas. Cuando discutían entre ellas las demás Plagas callaban y no osaban entrometerse, porque Hambre y Muerte eran las más ancianas. Discutían mucho, pero la última palabra todos sabían quién la tenía. El primer ser vivo había muerto con el estómago lleno.

Sonó el timbre. Cuando se acercó, Muerte vio que su acogedor hall de entrada, con su puerta acristalada de resina y aluminio, se había transformado en una pequeña puerta de madera ennegrecida y vieja, con una cerradura oxidada y una mirilla enrejada, como de mazmorra. Eso sólo podía significar una cosa.

—Hola, Miedo —dijo mientras abría—. Eres muy puntual. Más que puntual, de hecho, me temo que tendrás que esperar un rato.

—¿Soy la primera? —dijo Miedo—. Yo… Estaba por aquí cerca, y… Espero no molestarte.

—Tú nunca me molestas, querida —respondió Muerte con cariño—. Ésta también es tu casa, ya lo sabes, así que pasa y nos tomaremos un café juntas mientras llegan las demás.

Miedo sonrió y miró a Muerte con sus ojos grandes y negros. A pesar de ser una de las Plagas más ancianas, parecía una niña.

—Gracias, Kali. Tú siempre eres amable conmigo. Tú nunca me haces de menos ni te ríes a mis espaldas. ¿Puedo usar el servicio?

—Eh… sí, claro, está donde lo dejaste la última vez. Creo que también siguen ahí tus toallas y tu cepillo de dientes. Y no me llames así, que ya sabes que no me gusta.

Miedo entró y se dirigió con cierta urgencia hacia uno de los servicios. Conocía bien la casa, porque Muerte y ella habían vivido juntas durante mucho tiempo.

“Nadie se ríe a tus espaldas, querida,” pensó Muerte mientras observaba a la sombra de su amiga, que esperaba pacientemente en la puerta del lavabo, “porque todas sabemos de lo que eres capaz y, mientras tú no te des cuenta, viviremos más tranquilas”.

La puerta se abrió, la sombra se pegó de nuevo a su dueña y Miedo salió sonriendo y más tranquila.

—¿Has preparado pastas? Huelo a chocolate. ¿Has hecho pastas de chocolate, Muerte? ¿Me das una? ¿Dónde las tienes?

Muerte iba a abrir la boca cuando el timbre de la puerta sonó otra vez.

—En la cocina, tesoro —respondió—. Y si vas poniendo unos platitos y servilletas en la mesa te estaré muy agradecida. Las de tela, no las de papel.

La puerta se había transformado de nuevo, pero seguía sin ser la suya. Se había convertido en una puerta acorazada, llena de gruesos remaches, vieja y con golpes y abolladuras en la chapa. Cuando abrió, se encontró con la cara triste y alicaída de Guerra.

—Hola, Muerte —dijo sin ningún entusiasmo. Malformación viene conmigo.

—Hola, queridas —respondió la anfitriona—. Pasad al salón, Miedo acaba de llegar.

Guerra estaba pálida y ojerosa. Últimamente había adelgazado mucho. Malformación entró detrás de ella, agachando la cabeza sin atreverse a mirar a Muerte a la cara.

—Hola. ¿Puedo pasar? He sido puntual, ¿verdad?

—Mal, tontita, claro que puedes pasar. Anda, vamos, y no te preocupes, que has sido puntual como un reloj.

Malformación había estado a punto de no acudir a la reunión. Se encontraba muy incómoda en presencia de Muerte, y no sabía muy bien por qué.

—¿Por qué no podemos ser amigas? —había preguntado Mal en una ocasión—. ¿Es por algo que he dicho, o por algo que he hecho? Tú y yo no nos molestamos, ¿no?, yo nunca he hecho nada que pudiera molestarte, ¿no?

Muerte no había sabido qué responder y había callado, sonriendo como hacía siempre que no tenía nada que decir. Malformación era muy inteligente, la conocía bien, y no había nada que pudiera decir para tranquilizarla. No había hecho nada malo, cierto, pero su misma presencia ya le ponía nerviosa. Cada vez que Malformación entraba en escena, Muerte no sabía muy bien cómo actuar. A veces, cuando se llevaba la vida de una persona que había pertenecido a Mal, pensaba que llegaba demasiado tarde, que no tenía que haber permitido a esa persona vivir tanto tiempo. A veces pensaba que la misma existencia de Malformación era un error, y se preguntaba si no debería hacer algo al respecto. Pero sabía que no podía hacer nada, porque Malformación de las Plagas de la Humanidad también era Genio de las Virtudes de los Hombres, y no era decisión suya privar al mundo de su presencia.

Mal no sabía nada de todo eso, pero lo intuía, y por eso siempre se encontraba incómoda en presencia de Muerte. Ni todas las pastas de chocolate y vainilla del mundo podían evitarlo.

Poco a poco, el resto de las plagas fueron llegando y tomando asiento. Hambre se presentó con una tarta de queso, una botella de licor de manzana y una empanada de atún.

—Si no hay comida en la mesa me siento incómoda, ya lo sabes —había dicho a Muerte.

—Pero... podías haber traído cosas que no hubieran gritado antes de ser cocinadas —había respondido ella, intentando ignorar el pasado de la empanada. Muerte vivía en varios tiempos a la vez, así que todo lo que había estado vivo en algún momento había pasado por sus manos antes de llegar a la mesa. Se llevaba bien con los vegetales, el trigo de la harina con la que cocinaba no tenía demasiados recuerdos de su propia existencia, pero con el atún era diferente. Miedo miraba la empanada con una cierta tristeza, como recordando algún momento del pasado, pero no se atrevía a decirle nada a las Plagas mayores. “Al menos”, pensó Muerte, “ya no trae pedazos de carne humana, como hacía al principio”. Los primeros tiempos de la humanidad habían sido complicados para Hambre, ya que había sido en gran medida responsable de su creación.

Peste fue la última en llegar. Atravesó una puerta de madera podrida y moho, cruzó el pasillo, entró en el salón y tomó asiento en silencio, sin decir ni una palabra a nadie. Muerte fue la única que le dedicó una sonrisa, porque tenía la firme creencia de que la amabilidad curaba todas las amarguras, pero no la llamó por su nombre, porque no sabía cuál era en ese momento. Peste cambiaba de nombre continuamente, intentando adaptarse a los tiempos de los hombres, pero las últimas pandemias habían tenido nombres tan ridículos y tan variables que había terminado por rendirse. Ahora nadie sabía cómo referirse a ella, y ella tampoco.

—Bueno, pues ya estamos—dijo Muerte—. Nos podemos ir sentando.

Habían acudido todas, y con una puntualidad poco habitual. Eso significaba que eran conscientes de la gravedad de la situación, y eso haría más fácil tomar una decisión. El estado del mundo realmente era un desastre.

—GRACIAS A TODAS… —empezó diciendo Muerte. Se interrumpió, carraspeó y se aclaró la garganta—. Perdón. Gracias a todas por venir. Sé que son malos tiempos y que tenemos mucho trabajo por hacer, y os agradezco que os hayáis tomado la molestia de acudir. Ya sabéis que la situación es muy delicada y tenemos que tomar una decisión. El mundo está fatal y no podemos continuar así.

—A mí no me miréis —dijo Desolación—. Yo llego cuando las demás ya habéis terminado con lo vuestro. Creo que todas sabemos quién se ha estado pasando de la raya.

Excepto Pachanga y Crisis Bursátil, dos de las más jóvenes que no estaban prestando atención, todas las demás Plagas miraron a Guerra.

—¿Qué pasa? ¿Ya me estáis culpando a mí otra vez? Estoy harta de vosotras —dijo la acusada—, siempre me echáis el marrón a mí de todo lo que ocurre. Pero ¿sabéis una cosa? Yo no soy más que la consecuencia, la que paga vuestros platos rotos, así que a lo mejor tenéis que pensar más en lo que hacéis vosotras y dejar de señalarme a mí cada vez que ocurre un desastre.

Se armó un pequeño revuelo, porque las plagas eran muy vanidosas, sin excepción, y a ninguna le gustaba ser la causante de una desgracia, a pesar de que su propia existencia se basaba, precisamente, en ser causa de desgracias.

—¡Siempre estás en todas partes! —gritó Contaminación, que en realidad viajaba mucho más que Guerra, pero casi nadie se daba cuenta.

—¡Eres la que siempre lo complica todo! —dijo Peste, que en el último momento había decidido llamarse Cáncer.

Muerte y Hambre se miraban y sonreían, porque ellas sabían que las cosas eran mucho más sencillas de lo que pensaban las demás plagas, y que todo se reducía, en el fondo, a evitarlas a ellas dos. Finalmente, la mayor acudió en defensa de Guerra.

—Escuchad todas —dijo—, Guerra tiene algo de razón, no podemos acusarla de ser la culpable de todo. Además, estamos aquí para tomar una decisión, porque así no podemos continuar. Tenemos que intervenir, eso está claro, porque al hombre no se le puede dejar solo, pero tenemos que decidir si lo hacemos para salvar a su especie o si acabamos con ella definitivamente y buscamos una sustituta. Yo os propongo que echemos un vistazo al mundo y que tomemos una decisión en base a lo que veamos. ¿Qué os parece?

—Pues que como cambiemos de especie me voy a aburrir mucho durante siglos —dijo Crisis mientras chocaba la palma de la mano con Pachanga. Ninguna de las dos pintaba nada hasta hacía muy poco tiempo—. Pero por mí vale. ¿Quién elije lo que vemos?

—Yo misma —dijo Guerra—. Voy a elegir una escena de una zona en la que yo no haya intervenido, para que no digáis que soy partidista.

Las Plagas rezongaron un poco, pero consintieron. Despejaron el centro de la mesa, quitaron las copas y los platos y se deshicieron de las sombras que proyectaban las lámparas del techo, para que no molestaran. Las bandejas de pastas estaban vacías, observó Muerte con satisfacción, pero la empanada estaba casi intacta. “La próxima vez tengo que preparar más cantidad”, pensó.

Dejaron las tazas en una mesita auxiliar y amontonaron todas las sombras en un sillón, mientras Guerra abría en la mesa una ventana al mundo de los hombres. Comenzó dibujando con el dedo un rectángulo, luego otros rectángulos en el interior, así hasta completar el dibujo de una ventana. Por donde pasaba el dedo, quedaba en la mesa una marca amarilla, como si estuviera escribiendo con un rotulador dorado. Cuando terminó, dibujó dos tiradores redondos en el centro y levantó la mano.

—Ya está. Abre tú misma, Mal.

Malformación agarró los tiradores, que sobresalían por encima de la mesa, y tiró de ellos hacia arriba.

En la ventana no se veía más que una espesa niebla negra, como si el Universo estuviera todavía formándose. Cuando las brumas comenzaron a aclararse, se perfiló sobre un fondo negro la silueta del planeta Tierra. La ventana se fue acercando más y más rápido a la superficie, hasta que se empezaron a ver los continentes, las formaciones naturales, y finalmente las ciudades. La imagen se giró y se acercó al sureste asiático, cada vez más rápido, hasta detenerse encima de un barrio enorme en las afueras de una ciudad. La imagen se volvió borrosa y se transformó en el interior de una de las casas, en una habitación compuesta por un aseo y una cama. En ella se encontraban dos niños de corta edad y, como sucedía en la mayor parte del mundo, Hambre ya les había visitado hacía tiempo. La niña, que tenía unos ocho años, acunaba al niño, que no tendría más de seis, mientras le cantaba una canción de cuna.

—Muy monos —dijo Indiferencia con sarcasmo—, sólo faltan los cachorros de gatitos jugando en un rincón, Guerra. En el fondo a ti te gustan los niños.

—No la he elegido a propósito —respondió Guerra con un ligero enfado—, ha sido una ventana de probabilidad en una ciudad sin mí. Los niños siempre son niños en cualquier parte del mundo, es más fácil comprenderlos a ellos que a los adultos.

—Callaos, por favor —dijo Cáncer—, que no oigo a la niña. Tiene una voz preciosa.

La niña seguía cantando aunque el niño, lejos de dormirse, parecía cada vez más despierto. Sonreía a su amiga (en realidad no eran hermanos), que realmente tenía una voz muy dulce. Lentamente, sacó el brazo derecho de la manta con la que se tapaba y buscó la mano de la niña. Sus dedos se entrelazaron muy suavemente, como sólo pueden hacerlo los niños y los muy ancianos, cuando el contacto de una mano amiga es todo lo que exige el corazón, que aún no sabe de otras necesidades o que ya está cansado de ellas. Aunque su voz flaqueó por un instante, la niña no dejó de cantar la misma estrofa de una canción que se cantaba en todo el mundo con las mismas notas. La letra variaba de unos países a otros, pero el significado siempre era el mismo, siempre la cantaba un adulto a un niño a quien protegía, siempre ofrecía consuelo y apoyo. La niña, a sus ocho años, había aprendido la responsabilidad que tenía frente a alguien más débil, aunque no fuera de su familia, aunque no ganara nada a cambio. Esa necesidad de proteger la inocencia no se la habían inculcado los adultos; había nacido con ella.

Las Plagas siguieron escuchando en silencio, sin atreverse a interrumpir a la niña, comprendiendo lo que significaba su canción desde el primer momento, porque eran las Plagas de la Humanidad y también su última esperanza de supervivencia. Todas eran, sin excepción, muy sensibles a los actos de los hombres, aunque no fueran responsables de ellos o de cómo se dejaban dominar por su presencia.

Cuando la niña calló, finalmente, pasó un buen rato hasta que Muerte se decidió a romper el silencio.

—Bueno, esto es lo que hay. Sabemos de lo que es capaz la especie y también sabemos que nacen siendo inocentes. La decisión es nuestra. Queridas, no podemos marcharnos de aquí sin decidir algo. ¿Intervenimos? ¿Les dejamos a su aire? ¿O cambiamos de especie?

—Un solo inocente merece la pena —dijo Malformación—. Ni siquiera nosotras podemos atrevernos a juzgarlos a todos. Voto por intervenir y salvar el mundo. Yo digo que hay que ayudarlos y que Guerra no es responsable de todo lo que ocurre en la superficie del planeta. ¿Quién me apoya?

—Yo también voto por la vida —intervino Desolación—, en una o dos generaciones, estos niños serán capaces de hacer del mundo un lugar habitable de nuevo.

Las demás plagas asintieron una detrás de otra, apoyando a Malformación.

—Mirad —dijo Miedo—, parece que entra alguien.

A través de la ventana abierta sobre la mesa, vieron como se abrió la puerta de la habitación. Entraron dos hombres, adultos, bien vestidos y bien alimentados. Los niños dejaron de sonreír. Las plagas supieron, en ese mismo instante, que algo malo, algo horrible, estaba a punto de ocurrir.

—Pero dijiste que esta ciudad no te pertenece, Guerra —susurró Indiferencia—, y Miedo no tiene motivos para haberla visitado. No… no hay razón para que los niños se asusten, o sufran… ¿no?

Miedo se mordía las uñas sin ocultar su ansiedad, porque esa escena ya la había visto antes. Hambre, que sabía que su labor no acababa cuando los hombres llenaban el estómago, sino que continuaba hasta que satisfacían todas sus necesidades, era la única que comprendía lo que ocurría.

—No es culpa mía —decía para sí misma—, no es culpa mía, por favor, no me culpéis a mí…

Las plagas, una a una, fueron apartándose de la imagen de la habitación. Muerte fue la única que mantuvo la mirada fija en ella, en todo momento, cuando uno de los hombres comenzó a pegar a los niños, cuando el otro comenzó a desnudarse. El sonido, sin embargo, no podían ignorarlo. La niña que cantaba hacía unos instantes gritó hasta que perdió la voz. El niño lloraba silenciosamente, más acostumbrado al dolor que a las canciones.

—¡No lo soporto más! ¡Muerte, cierra eso y vamos a detener esa locura! —gritó Cáncer.

—Lo que estáis viendo ocurrió ayer —dijo Muerte con calma—. Yo me llevé a los niños hace horas, antes de que empezara la reunión.

Al cabo de un rato cesaron los gritos y los lamentos. Muerte cerró la ventana y la mesa volvió a convertirse en una superficie opaca, lisa y sin dibujos. Contaminación pasaba la mano por encima, como si buscara algún rastro de los niños en ella. Las más jóvenes se habían alejado y hablaban entre ellas, pero Indiferencia no podía contenerse y lloraba en un rincón, sola y completamente descontrolada. Nunca había visto nada parecido. Las Plagas estaban acostumbradas a ver las consecuencias de su presencia, pero aquella crueldad no las pertenecía a ninguna de ellas. Era una Plaga inexistente, propia, creada por y para la humanidad, ajena a las leyes de la Naturaleza y de la vida. Jamás tomó forma o nombre, ni se presentó a las demás como habían hecho las jóvenes al nacer. Seguía oculta en el interior del hombre y no se podía hablar con ella, o cambiar, o simplemente intentar comprender.

—Tú lo sabías —dijo Hambre volviéndose hacia Muerte—. Lo sabías y no nos has dicho nada. Has jugado con nosotras.

—Tienes razón —respondió—, yo sabía lo que iba a ocurrir porque ya había ocurrido, a veces se producen desajustes en el tiempo cuando observamos el mundo. Pero recuerda que yo no abrí la ventana. No me juzgues, Hambre, porque tú y yo sabemos mejor que nadie de lo que es capaz el hombre. No sé de qué te sorprendes.

—Yo… Lo sé, tienes razón, pero… Pensé que esto ya no ocurría, pensé que… A estas alturas y todavía…

Muerte dejó a su amiga tranquila. Se retiró de la mesa y se fue a la cocina a preparar más café, porque presentía que a todas las vendría bien una taza bien caliente. Cuando estuvo listo se acercó con una bandeja preparada. El olor penetrante hizo que las Plagas se volvieran hacia ella. El café de Muerte era famoso incluso entre los hombres.  

—Tenemos que tomar una decisión —dijo—, no quiero que os dejéis influenciar por lo último que habéis visto. La inocencia se pierde con facilidad. Los hombres nacen inocentes, pero aprenden la violencia rápidamente, en cualquier parte del mundo y en cualquier época. Tenemos que decidir qué hacemos ahora que están sumidos en el caos.

Indiferencia, que se había mantenido alejada, se acercó a la mesa. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro deformado en una mueca de rabia infinita.

—Mátalos —dijo—. Mátalos a todos.

—Indi, querida. ¿Estás segura? Esta decisión no tiene vuelta atrás.

—Mátalos —dijo Cáncer poniéndose en pie.

—A todos. Hasta el último de su especie.

—Mátalos a todos.

Las palabras se transformaron en un grito de una sola voz. Una tras otra se unieron, y gritaron, y exigieron a Muerte que actuara, sin dudar, sin tardanza y sin excepción. La sentencia era clara y unánime: Genocidio.

Muerte se levantó de su silla y pidió silencio con las manos.

—Está decidido entonces. La humanidad muere hoy.

—Llámame cuando quieras empezar de nuevo —dijo Malformación poniéndose en pie. Recogió su bolso y su sombra, que seguía en el sillón junto a todas las demás, y abandonó la casa con una mueca de disgusto sin despedirse. Muerte le perdonó la grosería, porque sabía que había apostado muy fuerte por el hombre. Generación tras generación, había esperado a que la civilización del hombre floreciera, esperando el momento en el que ya no las necesitaran a la mayoría de ellas. Pero en lugar de eso, las plagas cada vez habían sido más, y más maduras, llenas de matices, de nombres y de rostros. Era la que más se había sentido decepcionada por el fracaso.

Poco a poco, las plagas se fueron marchando. Miedo fue la última en abandonar la casa, igual que había sido la primera en llegar.

—Te dejo sola, que hoy tendrás mucho trabajo —dijo—, pero cuenta conmigo, ¿vale? Entre las dos seguro que podemos hacer algo.

—Eso haré, querida —respondió Muerte, y en el fondo, sabía que Miedo iba a ser la única a quien iba a llamar, que no iba a contar con ninguna de las demás Plagas. “A partir de ahora”, pensó, “ella y yo nos ocuparemos de todo”.

 Muerte se quedó sola, y nadie puedo ver que estaba sonriendo. Llevaba mucho tiempo esperando esa decisión. Cuando la llevara a cabo podría empezar de nuevo, podría intentarlo de nuevo con otra especie. Pero no iba a cometer los mismos errores. Esa vez no pensaba permitir que Hambre se entrometiera. Lo haría todo ella misma, como debía haberlo hecho la primera vez. Las Plagas menores no iban a ser necesarias en mucho tiempo y, respecto a las mayores, sabía muy bien que debía mantenerlas al margen todo lo posible. Si Hambre se metía de por medio, los hombres se peleaban entre ellos, pero cuando ella se acercaba, los hombres se abrazaban unos a otros. Miedo y Muerte serían las únicas que intervendrían. La nueva creación sería consciente de ellas más que del resto de las Plagas.

“Esta vez”, pensó, “todo será diferente”. 


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Me siento en deuda con Neil Gaiman y Terry Pratchett, por todo lo que me han enseñado, inspirado y permitido vivir. Sus mundos vivirán mucho más tiempo que el nuestro. 

3 comentarios:

  1. Me encanta este relato! creo que de todos los que he leido tuyos es el que mas me gusta con diferencia, tanto por el fondo como por la forma.

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  2. Me gustó mucho, mucho, mucho! Creo que es redondo, de principio a fin, perfectamente atados todos los detalles.

    Me encanta!

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  3. Caray, muchas gracias :-)

    La verdad es que me siento orgulloso de este relato, y no me pasa muy a menudo. Os agradezco la lectura y el comentario. Si algún día vuelvo a reunirme con alguna de las Plagas para que me cuenten otra historia, no olvidaré mencionaros.

    Nunca se sabe. :-)

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