sábado, 17 de septiembre de 2011

Motivos para escribir

En un suplemento dominical, no hace mucho, leía las razones que algunos escritores daban para haberse dedicado a escribir.

El artículo lo puedes encontrar aquí:

Hay razones de todo tipo, desde las más etéreas "¿Por qué respiro?" hasta las más prosaicas "Porque es mi trabajo".

Mi favorita es la de John Boyne, de quien sólo conozco su libro más conocido, El niño con el pijama de rayas

Como la mayoría de los escritores, no escribo porque lo haya elegido; escribo porque tengo que hacerlo. Escribo porque estoy tratando de entenderme a mí mismo, mi vida, la razón por la que nací, la explicación de por qué moriré, y descubro que solo puedo hacerlo entrando en un universo habitado por personajes que nacen de mi imaginación. Escribo porque las historias entran en mi mente y me niego a irme hasta que no escribo 26 letras en el teclado y las envío a una pantalla ante mis ojos. Escribo por Charles Dickens. Y por George Orwell. Y John Irving. Y Colm Toibin. Escribo porque me encanta la sensación de tener un libro en mis manos y un libro en mi cabeza. Escribo porque me encantan las palabras. Escribo porque leo. Escribo porque siempre quiero saber qué ocurrirá a continuación.


Se aproxima bastante a la razón por la que yo escribo, mucho menos interesante, pero más concisa:

Escribo porque no entiendo nada.



Al escribir entro en un mundo que comprendo. ¿Existe mejor razón?


Así de atentamente me escuchan mis gatas cuando las cuento las razones por las que escribo

lunes, 12 de septiembre de 2011

Los que se resisten a morir (décima entrada)


La mayoría de la gente que lee esta historia me habla bien de ella. 

(¡Sí, eso va por ti, así que muchas gracias!)

Quizá resulta amena y entretenida, o quizá la personalidad de Devan y Dailyn tiene algo que ver. Los sentimientos que me inspiran, desde luego, son intensos. Si logro transmitir una fracción de esa intensidad, habré cumplido uno de mis objetivos. 

Otro de ellos es disfrutar con lo que hago. Eso ya lo estoy consiguiendo. 

Felicidades, Devan, y... ¡sorpresa!




Pasó unos cuantos días más en el hospital y, cuando salió de allí con la cabeza aún vendada, miró al cielo encapotado y recordó la lluvia que caía cuando lo ingresaron. “No llueve eternamente”, pensó, y se dirigió hacia el taxi que le esperaba para llevarle a casa. El trayecto se le hizo muy corto, como si viera la ciudad con nuevos ojos. La ciudad era la misma, así que el cambio se había producido en él.

Cuando llegó a su casa, abrió la puerta y le dio las gracias al conductor.

Oiga, las gracias están muy bien, pero no me ha pagado.

Uy, perdón —dijo, pensando que quizá no había cambiado tanto—. Estaba despistado, disculpe.

Ah, el hogar y la vieja sensación de ser un idiota. ¡Cuánto las había echado de menos! Subió las escaleras, abrió la puerta y entró. Cuando fue a cerrar con llave notó algo extraño. Al darse la vuelta, las luces se encendieron y, en medio de un montón de globos, el flash de una cámara y un par de serpentinas, recibió una de las peores bienvenidas que se le puede dar a un convaleciente de una operación.

¡Sorpresa!

Allí se encontraban un par de compañeros de su trabajo, los vecinos de la escalera, el camarero del bar de abajo, Néstor y Andros, un tipo al que no conocía y Dailyn. Sopa se encontraba bien repantingada entre sus brazos.

Ejem... Qué bien. ¿A quién tengo que matar?

Pero no le escucharon, claro. Le empujaron hasta el salón, donde ya empezaba a sonar algo de música. Se abrieron algunas cervezas y alguien le puso una en la mano.

Era sin alcohol. “Cabrones detallistas”, pensó.

También había patatas, algunos aperitivos y una tarta que, la verdad, tenía pinta de estar deliciosa.

La he hecho yo —dijo Aurora, la vecina de veinticinco años con un problema de sobrepeso—, y no tiene nada de azúcar. Todo edulcorantes naturales.

Yo he traído la cerveza, es toda sin alcohol, aquí o jugamos todos o rompemos la baraja —intervino Ismael, un compañero del curro. Devan vio al fondo a Néstor que, a pesar de las buenas intenciones de la gente, estaba abriendo una botella de vino.

Todos se fueron acercando a saludarle, a preguntar por su salud y a darle un apretón de manos, dos besos o incluso un par de abrazos esporádicos.

No voy a comportarme como un imbécil desagradecido otra vez”, pensó, porque algunas personas en las que él apenas si había reparado, como los vecinos o los compañeros, estaban mostrando un interés sincero por su salud. Incluso el camarero del bar le dedicó un rato de su tiempo antes de bajar de nuevo a atender su negocio. Devan se sintió apreciado, querido por gente que hasta ese momento eran desconocidos, y poco a poco se le fue pasando el monumental cabreo que le había entrado al ver al fiesta sorpresa.

Al cabo de un par de horas de explicar con detalle su enfermedad y el tratamiento, de un par de chistes malos y de reírse contando las conversaciones con su compañero de habitación, la gente comenzó a marcharse. Primero los vecinos y los compañeros, y eso Devan lo agradeció mucho porque era con quienes se sentía más incómodo. No le ocurría eso con Néstor o con Zazu, el amigo de Dailyn al que había conocido esa misma tarde. “Aquí la gente tiene unos nombres de lo más pintorescos, jaja”, había dicho Aurora. Zazu, que era un tipo alto, de mediana edad, fuerte y atractivo, la dijo algo al oído que la hizo reír y sonrojarse al mismo tiempo.

Andros parecía sentirse muy cómodo. Se encontraba de buen humor e incluso trató a Devan con una cierta amabilidad que no parecía forzada. Sabía perdonar. “Un punto a su favor”, pensó. Para compensarle, fue a su encuentro y lo rescató de Dailyn, que intentaba bailar de nuevo con el. Devan sabía reconocer a un bailarín pésimo, de los que odian cualquier tipo de respuesta a la música que no sea mover los pies, chascar los dedos o agitar la cabeza, ya que él era el peor de todos. Se acercó, le rodeó los hombros con un abrazo de los de colegas de toda la vida, y lo llevó junto a la cadena de música para que pusiera algo animado. Andros se lo agradeció con una sonrisa silenciosa y se dedicó a elegir una canción de cada cd que encontraba.

Me vengaré de ti por esto —le dijo a Dailyn cuando pudo cruzar dos palabras con ella, por primera vez desde que entró en su casa—. Cuando menos te lo esperes te organizaré una fiesta con el coro de la iglesia local, y le diré al párroco que quieres cantar con ellos.

Era lo mínimo que podía hacer por ti —respondió ella—. Me alegro de verte en casa. Además te tenía que presentar a Zazu.

Amigo tuyo. Como Néstor. Espero que sea humano, al menos.

Bueno, más o menos. Algunos de sus sentimientos son de lo más humano,

Con esa respuesta, como no podía ser de otro modo, Devan levantó una ceja y se prometió tener cuidado con él, por un lado, y no aceptar ni una sola copa de vino de nadie, por el otro.

Néstor y Andros no tardaron en marcharse. Se despidieron con un abrazo que le sorprendió.

Dailyn se fue con Sopa a la cocina. La gata no disfrutaba de las reuniones con mucha gente, sobre todo porque consistían en un montón de ruidos incómodos y de personas que no la trataban con el cuidado al que estaba acostumbrada, y se había escondido en la habitación hasta ese momento en el que había aparecido reclamando su cena. A esas alturas, Devan no sabía muy bien si la encerrona había sido la fiesta o Zazu, que se sentó en el sofá con una cerveza (que sí tenía alcohol y había salido de la nevera de Devan) y suspiró lánguidamente, mirando al techo como diciendo “bueno, así están las cosas”.

Así están las cosas —dijo Zazu, y Devan no pudo evitar sonreír y pensar “muérete de envidia, Dailyn, que yo sí leo los pensamientos”—. 


Dai ya me ha contado tu caso prosiguió—. Quizá tú no te acuerdes de mí, pero nos conocemos desde hace mucho tiempo.

Devan hizo memoria. Se tenía que referir a los tiempos de las visiones y los sueños. Pero si algo sacaba de quicio a Devan en esas situaciones era que alguien dijera “yo te conozco” y se callara, esperando a que él respondiera “ah, qué bien ¿y de qué me conoces?”. Era una situación que le molestaba profundamente, y en un ¿espíritu? ¿dios? ¿loco peligroso? le irritaba aún más. Al igual que hizo con Néstor, sintió la imperiosa necesidad de plantarse en su sitio. Una de las características de las personas que sufren de una enfermedad terminal es que no tiene miedo de decirle a nadie lo que piensan.

Entonces estoy en desventaja —dijo—, y me parece una grosería por tu parte que vengas a mi casa, me digas que me conoces, y te quedes callado esperando a que yo diga algo. El tumor me ha vuelto un desagradable, me cuesta mantener a raya el cabreo que tengo con Dailyn por haberme ignorado durante años, y siento lo mismo hacia cualquiera que esté implicado en esa historia. Así que si vas a decirme algo hazlo, pero no me trates como a un idiota ni me hagas perder el tiempo.

Sopa maulló desde la cocina. Ese fue el único sonido que se escuchó durante unos segundos. Devan sabía que se había excedido y que hasta Dai, desde la cocina, estaba conteniendo la respiración. Ni le importó ni se arrepintió, porque de pronto había recordado a Zazu y la última vez que soñó con él.

No te trataré como a un idiota —respondió Zazu con seriedad—, si no te portas como tal. He venido aquí por respeto a Dailyn, a ti no te debo nada. Diré lo que tengo que decir y me marcharé. Y debes saber que si te consiento que me hables así es porque me encuentro en tu casa.

Viviré con ello. Y te hablaré como me de la gana, tanto en mi casa como fuera de ella. Claro que me acuerdo de ti, Zazu, soñamos contigo y apareciste en nuestras visiones justo al final, cuando intentábamos encontrar a Dailyn y verla en el mundo como yo la estoy viendo ahora, en carne y hueso, y no sólo en nuestras mentes. Tú eras el que nos iba a llevar hasta ella. Ejercerías de maestro, de gurú, y nos mostrarías el camino. A la hora de la verdad te escaqueaste, como todos. Jamás diste la cara ni apareciste ante nosotros. Así que mientras no te disculpes por haber faltado a tu palabra y haberme mentido, te trataré como alguien que no se merece mi respeto.

Dailyn entró en el salón con una bandeja, unas pastas y dos cafés calientes. Se encontraba seria y no dijo ni una palabra, pero se sentó junto a Devan, y él comprendió dos cosas: que la noche sería larga y que, de algún modo, ella le apoyaba.

Hay muchas cosas que desconoces, Devan, pero tienes razón en que quizá te deba una disculpa. Si me lo permites, te contaré una historia acerca de mi y de Dailyn. Estoy seguro de que te interesará, y a lo mejor cuando la termine comprenderás por qué no me presenté ante ti y por qué Dailyn se alejó de vuestras vidas.

Quizá me deba una disculpa”, pensó Devan. “Luego dicen que soy yo el arrogante”.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Los que se resisten a morir (novena entrada)

Si eres uno de los que, estos días, me has dicho que esta historia te está gustando, de verdad, muchas gracias. Recuerda que voy haciendo cambios y que ésta es una versión "sin retocar", ya que la voy subiendo al blog pero aún no la tengo terminada del todo. ¡Eh, acepto sugerencias! Pero has de saber que todos sabemos cómo termina la historia.

Menos tú.

No queda demasiado. Creo.




—¿Tú qué crees que hay, Devan?

Devan se encogió de hombros. Habían terminado de comer, estaban disfrutando de un café, y a él le había parecido un momento excelente para hablar de temas trascendentales.

—La verdad es que no tengo nada claro, y ahora menos que nunca. Supongo que quiero seguir siendo consciente de mí mismo después de mi muerte, pero tampoco estoy muy seguro. Quizá sea mejor morir y desaparecer para siempre. Para descansar.

—Sí que te has puesto dramático —respondió ella—. Pero en realidad yo tampoco puedo decirte gran cosa. Sé que hay algo más allá, porque... algunos mantienen su individualidad a pesar de no pertenecer a la vida. Puedes tener conciencia de tí mismo aunque hayas muerto, aunque no sé por qué muchos no lo hacen. En realidad no conozco a ninguno.

—Es decir, que no lo sabes —a Devan no se le había escapado el titubeo de Dailyn—, porque si no conoces a ningún ser humano que haya muerto y haya conservado su espíritu, no puedes saber si es posible hacerlo.

En esa ocasión fue Dailyn la que se encogió de hombros, con un gesto entre “no tiene la menor importancia” y “aunque la tuviera a mí no me importaría”.

—¿Sabes lo que te digo? —continuó él—. Que me voy a echar una siesta. ¿Tienes algún plan para luego? ¿Alguien a quien visitar?

—Pues en realidad no. Algunas de las personas a las que busco no llegarán a la ciudad hasta dentro de unos días, y a otras aún no las he encontrado.

—Eso me viene bien, me quieren operar lo antes posible, así que tengo un calendario algo ajetreado y me ingresarán dentro de poco. ¿Cuento contigo?

Dailyn sonrió como respuesta. No necesitaba decir nada porque sabía que Devan, por primera vez, había mostrado confianza en ella, en su presencia y en que cuidaría a Sopa.

La gata maulló desde su rincón de la cocina. Realmente se llevaban bien.

Por la tarde, Devan pasó un par de horas encerrado con sus libros. Luego vieron una película juntos, La Princesa Prometida, que Dailyn nunca había visto y que él se sabía casi de memoria. Se pasaron el resto del día bromeando y respondiendo “como desees” cada vez que uno le pedía algo al otro. Hacía meses que Devan no se reía tanto.

El tiempo siguió acelerándose. Por las mañanas le hacían pruebas y análisis en el hospital. Devan había conseguido que no lo ingresaran hasta justo antes de la operación, amparándose en que vivía sólo y tenía asuntos que resolver. Por las tardes daban paseos por la ciudad sin un rumbo fijo ni visitar a nadie. Por las noches veían una película juntos. A veces eran comedias y a veces dramas, pero siempre acababan bromeando sobre lo que venían y riendo como locos. Dailyn tenía una facultad especial para encontrar el lado bueno de las cosas y, sobre todo, para no dramatizar. “Nunca deberíamos sentirnos tristes”, decía, “porque la Tierra sigue viajando y girando alrededor del sol hagamos lo que hagamos y pase lo que pase, y la existencia del mundo ya es un motivo para ser feliz”. Devan no lo tenía tan claro, pero la escuchaba porque el punto de vista de ella era mucho más amplio que el suyo.

El miércoles por la mañana, Devan se afeitó la cabeza. Se quedó un rato mirándose frente al espejo, asimilando su nueva imagen y haciendo una lista de personajes de ficción con los que compartía peinado, desde Kojac hasta Jean Luc Picard. No se sintió cómodo hasta que se imaginó a sí mismo como John McClane, el protagonista de La Jungla de Cristal. “Yipi ka yei, hijo de puta!”, le gritó a su tumor.

Esa misma tarde ingresó en el hospital. Le operarían el viernes a primera hora. La habitación en la que le ingresaron era acogedora, con vistas a un jardín interior. Dailyn fue a visitarle y pasó con él la mañana del jueves. Aunque hablaron de muchas cosas, él no mencionó que existía la posibilidad de que no volvieran a verse después de la operación. Ella no decía nada. Era una diosa prudente.

Por la tarde, la segunda cama de la habitación, que hasta entonces había estado vacía, fue ocupada por un hombre mayor al que también debían operar de un tumor. Hablaron sobre sus enfermedades, sus posibilidades y las alternativas que les habían dado a cada uno, y Devan se dio cuenta de que su forma de enfrentarse a su caso, un tumor inoperable que había reducido su esperanza de vida a menos de un año, tranquilizaba a su nuevo compañero. Repetía con él lo que había hablado con Néstor y con Dailyn, y comprobó que el hombre reflexionaba después de un rato de conversación y luego le hacía preguntas cada vez más específicas, con más curiosidad y menos temor. Se sintió orgulloso de sí mismo, porque algo había cambiado en su forma de ver al tumor en los últimos días, y sólo al hablarlo con otro enfermo se había dado cuenta de hasta qué punto el cambio era profundo.

La noche antes de la operación la pasó en vela. Dailyn no se quedó con él, y él no la preguntó el porqué. Como no conseguía dormir se dedicó a dar vueltas en la cama mientras pensaba. No sabía muy bien lo que quería que ocurriera al día siguiente, pero las alternativas no eran buenas. Podían operarle, que saliera todo bien y redujeran la presión y el alcance del tumor en su cerebro. En ese caso, si realmente no era más que el producto de su mente enferma, Dailyn quizá también desaparecería de su vida.

Si la operación salía mal y no conseguían nada, Dailyn no desaparecería, fuera real o no. Se preguntó por última vez si el riesgo merecía la pena, porque los últimos días que había pasado en su compañía habían sido los más felices de los últimos años.

Cuando amaneció, una enfermera le dio una bata limpia y, en un gesto de amabilidad que no había esperado, le limpió las manchas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas, y le acarició suavemente el brazo mientras susurraba unas palabras de aliento. Después se quedó con él mientras recogía sus cosas. Devan pensó que era agradable que la última persona que se ocupaba de ti mostrara una cierta cortesía. El equipo del quirófano haría su trabajo lo mejor posible, no lo dudaba, pero esa enfermera se había molestado en hacerle sentir mejor, dedicando un tiempo que sin duda la obligaría a acelerar el ritmo el resto de la jornada. Ese tipo de detalles son los que hacían que prestara atención al optimismo de Dailyn. Quizá el hecho de que el mundo exista ya sea un motivo para ser feliz.

Le llevaron en la camilla a través de medio hospital por ascensores y pasillos. En el descansillo que había antes de entrar en el área reservada de los quirófanos se encontró a Dailyn. No le dijo nada, se limitó a agarrarle la mano con fuerza y a asentir ligeramente con la cabeza. La enfermera se volvió un segundo para abrir las puertas y, en ese instante eterno, Dailyn dio un beso a Devan en los labios, suave y silencioso. No se sorprendió. Pero en ese instante, ni un segundo antes, Devan se dio cuenta de que prefería morir antes que vivir de nuevo sin ella. Y también supo que no necesitaba la operación para estar completa y totalmente seguro de que ella era tan real como él mismo, como su enfermedad, como la vida que había vivido hasta ese momento y como el sol que alumbraba el cielo cada mañana.

El anestesista se sorprendió, pero no dijo nada, de atender a un paciente que, antes de una operación delicada, sonreía con una alegría tan sincera.

No hubo sueños ni visiones. Devan esperaba tener algún tipo de ensoñación profunda durante la operación, pero la anestesia no deja lugar a la fantasía. No soñó: simplemente quedó inconsciente.

Cuando despertó, pensó al instante que la operación no había salido todo lo bien que esperaban. Fue una sensación que no estaba fundada en ningún hecho. Simplemente lo intuía, más por pesimismo que por tener algún indicio.

Por otra parte, él creía que se encontraba despierto y plenamente consciente cuando no era así ni mucho menos. Desde que el anestesista lo reanimó hasta que llegó a la REA en la que permanecería ingresado un día entero, Devan le tiró los trastos a dos mujeres y a un hombre al que sólo vio de espaldas pero que tenía un trasero firme y redondeado, se intentó levantar un par de veces sin conseguir moverse apenas, pidió a gritos un bocadillo porque lo estaban matando de hambre, y le dio las gracias por haber realizado la operación a un extintor. El equipo de quirófano estaba acostumbrado a esas reacciones y se lo tomaron todo con una profesionalidad excepcional, excepto el anestesista que, más tarde en una sala del personal, discutió un buen rato con sus compañeros acerca de si tenía culo de mujer.

En la sala de reanimación se recuperó con rapidez. En operaciones como la suya era importante observar las reacciones mentales del paciente para asegurarse de que no había daños inesperados. Pidió un libro para entretenerse (que no le facilitaron) y mantuvo un par de conversaciones interesantes con su cirujano, y comprobaron que las facultades mentales no se encontraban dañadas.

El tumor, eso sí, había ganado la batalla.

—Verás —le dijeron al día siguiente, cuando le trasladaron de nuevo a su habitación—, el tumor se encuentra más extendido de lo previsto. Hemos podido llegar hasta él, pero no esperábamos tantas ramificaciones. De todos modos hemos eliminado una parte de tejido enfermo, por lo que tus habilidades motoras y tus reflejos deberían seguir funcionando bien un tiempo.

—¿Ha aumentado mi esperanza de vida entonces?

—No sabría decirte. Lo siento.

—Teniendo en cuenta lo que se suelen ustedes curar en salud, eso se podría interpretar como un “quizá sí” —dijo Devan, acostumbrado ya a la forma de dar malas noticias de los médicos.

—No quiero darte falsas esperanzas. Creo que con el tejido eliminado tendrás una vida más plena y cómoda, pero no sé si más larga.

“Me gusta la sinceridad de los médicos”, pensó. “Ellos al menos no se compadecen de ti”.

—Esa es la mejor noticia que me podían dar, doctor. No esperaba salir del quirófano curado, pero que haya aumentado mi posibilidad de vivir mejor el tiempo que me quede es para mí una gran victoria, se lo aseguro. No sabe cuanto se lo agradezco. ¿Puedo darle un beso? Porque dinero es más complicado, deberían instalar cajeros en las habitaciones.

El médico rió con naturalidad. Estaba acostumbrado a dar malas noticias y había visto reacciones de todo tipo, pero las palabras de Devan le habían hecho sentirse orgulloso de su trabajo, y eso no ocurría muy a menudo.

“Vivir mejor el tiempo que me quede”. Le gustaba esa forma de reaccionar frente al cáncer tan poco habitual. Muchos pacientes pensaban de ese modo cuando los desahuciaban, cuando no les quedaba sino morir, pero en personas que salían del quirófano no era tan común.

Devan charló durante un rato con su compañero de habitación, que había salido de su operación prácticamente limpio, y los dos acabaron riéndose de las tonterías que, según contaban, habían dicho nada más despertar.

Cuando, por la tarde, vio a Dailyn entrar en la habitación, el corazón se le aceleró, hizo un intento torpe de levantarse que le costó un mareo considerable, y cuando ella llegó a su lado la abrazó como si fuera una balsa y él un náufrago perdido en alta mar.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Las personas a las que amas y los momentos que vives con ellas

¿No te ha pasado alguna vez que quieres estar junto a la persona a la que amas en todo momento, en cada instante, pase lo que pase?

¿Que querrías verla al despertar y compartir los primeros rayos de luz, y el primer café del día, y un mordisco de tu tostada? Y ya puestos a resultar empalagosos... ¿no te ha pasado alguna vez que quieres conocer cada detalle, paisaje y rincón de la vida de la persona a la que amas?

Si vives en el mundo real y has podido disfrutar de la correspondencia en el amor (no me refiero al amor por correo), sabrás que esos detalles y ese nivel de conocimiento quedan muy bonitos en la teoría, pero en la práctica no hacen sino arruinar el misterio y matar la magia. Toda persona necesita su intimidad, y toda relación sus secretos. Si lo olvidas, lo mejor que te puede ocurrir es que te lleves una profunda decepción y descubras, apenado, que el amor de tu vida se vuelve feo y vulgar cuando indagas en sus miserias, y que resultar predecible no es una virtud ni un síntoma de confianza, sino de aburrimiento.

Eso me ha ocurrido a mí con Devan y con Dailyn, que los quiero muchísimo, tanto, tanto, que he querido conocer hasta el menor detalle de su relación, pasar con ellos cada minuto de sus vidas y disfrutar de cada uno de sus pensamientos. Y por mucho que los quiera, por mucho que me interesen, contar algunos detalles de sus vidas no es divertido, ni tiene importancia, ni gusta a nadie. A ellos menos aún, probablemente.

Eso me ha pasado en las últimas entradas de Los que se resisten a morir, que he contado detalles de sus vidas que entorpecen la narración y no aportan nada nuevo. Las he podado hasta dejarlas irreconocibles, y posiblemente también tendré que retocar del mismo modo las entradas anteriores. Nu, sé que tú las imprimes para leerlas con calma, así que lo siento por el tiempo y el papel que has desperdiciado. Y si alguno habéis leído las entradas que he mencionado y os parecieron un coñazo... ya lo siento, espero que ahora resulten más amenas.

He aprendido una lección: Hay que escribirlo todo, pero luego elegir lo que se quiere contar y dejar fuera todo aquello que no aporte nada.

Mañana se me volverá a olvidar. Nch.